CONTRAPUNTO

El cortijo «Las Herrizas» (Sevilla). Julio de 1936

El falangista que encañonaba a Eugenia no tendría más de dieciséis años. Era delgado, moreno de piel cetrina y en la expresión de su cara se veía el miedo. Vestía camisa azul, pantalón negro abrillantado y calzaba alpargatas blancas de suela de cáñamo. Ladeado un poco achulapadamente, el gorro azul imprimía a su figura un cierto aire verbenero.

Eugenia reparó en la estampa del Corazón de Jesús que el falangista llevaba prendido con alfileres en el bolsillo izquierdo de la camisa, bajo las flechas.

—Al menos quítate eso, hijo —le dijo airada—. Matar en nombre de Cristo es una monstruosidad.

El falangista avanzó un paso hacia ella y gritó nervioso:

—¡A la fila con los demás!

El sol caía aplomado. Los detenidos, unos veinte en total entre hombres y mujeres, bajaron por la pendiente que se iniciaba en el portón del cortijo y terminaba en la era, junto al olivar. Eran jornaleros con sus familias, que se habían encerrado en el cortijo obedeciendo las órdenes de Eugenia. Una vez allí, les obligaron a agruparse delante de la ametralladora que montaba un hombre de paisano sobre el trípode.

Eugenia animó a los que se derrumbaban.

—¡Que no os vean llorar! Pensad en Dios y rezadle. Cada cual lo que sepa. Recordad que la verdadera vida empieza con la muerte. Y, en el nombre de Dios, perdonad a vuestros asesinos. Que ninguno de vosotros muera odiando.

A una orden del hombre de paisano, Eugenia fue separada de los demás i conducida a las cuadras. Al oír la primera ráfaga cerró los ojos y se arrodilló sobre el lecho de heno. Así la sorprendió el hombre de paisano, que cerró la puerta.

Eugenia levantó la cabeza hacia él. En la mirada de sus ojos había una belleza tra— gica y violenta.

—Sabía que eras un vulgar cacique y un ser despreciable, Fermín —dijo-Un canalla. Lo que de verdad no sospechaba era que fueras un asesino.

Fermín avanzó hacia donde estaba ella y la empujó con un pie, derribándola. Olia a vino y tenía el cuello y la cara empapados de sudor.

—Preferiste a ese marino, zorra. ¡Más que zorra! ¿Cómo se llama, Alejandro? ¡El gran amor de Eugenia!

—Tú lo has dicho.

Fermín se quitó el sombrero de ala ancha. Tenía el pelo negro, ensortijado y brillante. Luego se desprendió de la chaquetilla corta.

—¿Qué te hubiera faltado conmigo? —bramó—. Sabes que te pretendí desde mocita. Ahora paga las consecuencias.

Cayó sobre ella y la violó con la fuerza irracional que le daba la borrachera. Eugenia, que no opuso resistencia, siguió echada sobre el heno. El rayo de sol que entraba por un alto ventano incidía sobre su cabeza. Fermín apuntó exactamente allí, donde el sol arrancaba reflejos azulados al negro pelo de Eugenia, y apretó el gatillo.

Salió de las cuadras despacio. Tambaleándose.

—Quería meterme una hoz en el gañote —explicó a los falangistas que esperaban afuera.

Y se abrochó la bragueta.

Horas más tarde, cuando llegaron los voluntarios para recoger los cadáveres, Carlos encontró el de Eugenia. Se preguntó dónde había visto antes a aquella mujer.

El soldado que le ayudó a trasladarla al camión quiso apoderarse de la cadena de oro que brillaba en el pecho de Eugenia, pero Carlos le dio un golpe en la mano.

—¡Deja estar eso, coño! O me chivo al sargento.

El otro gruñó.

De haber consentido la expoliación, Carlos habría descubierto el esmalte que llevaba Eugenia con la fotografía del padre, el capitán Alejandro Acosta.

Barcelona. Julio de 1936

Marta despertó sobresaltada al oír las sirenas de las fábricas. En el silencio de la madrugada de aquel domingo, diecinueve de julio, impresionaba su prolongado aullido, al que se unía intermitente el bajo profundo de las sirenas de los barcos del puerto. Era como si toda la ciudad, el cemento y la piedra, gritara angustiada, rabiosamente. Como sí amenazara a las estrellas con suicidarse antes de resignarse a perder la libertad.

El ligero fresco que entraba por el balcón abierto, con la persiana echada por dentro, acarició la ardorosa piel de Marta. Asomó la cabeza. Su ángulo de visión le permitía ver parte de la esquina del cuartel de la Plaza de España, sede del 15.° Grupo de Asalto, en el que prestaba servicio Diéster, su marido. Igual que cuando se acostó, las ventanas seguían iluminadas. Por lo demás, la tranquilidad era absoluta. Igual que en la calle.

Sin embargo, las sirenas seguían transmitiendo a los barceloneses su crispación, como si algo mucho más importante que la vida peligrara. Marta se llevó las manos a la cara al oír el zumbido de los vehículos que aguardaban en el patio del cuartel. Pensó en su hijo, dormido en la cuna junto a su cama. «Tú y el niño no os mováis de aquí —le había dicho Diéster antes de incorporarse a su servicio—. Pase lo que pase.» Luego le había dado una cartera llena de billetes de Banco y la había besado en la frente.

Se dejó caer desalentada en un silloncito bajo que había junto al armario de luna. En los años que llevaba de casada su carácter había cambiado por completo. Había dejado de ser la Marta alegre y en cierto modo caprichosa para convertirse en la señora un tanto envarada del sargento Cartón. Con él compartía las ajustadas cuentas de la casa, el cuidado del pequeño Alejandro que les había nacido y los interminables ocios domingueros en las zonas verdes de la ciudad o en la playa de ía Barceloneta.

Los primeros meses de matrimonio, cuando Diéster tenía aún el destino en Valencia, los pasó bastante mal. Se había casado, en parte, para escapar a la vigilancia de la madre y porque Diéster había despertado en ella un fuerte deseo sexual, largo tiempo reprimido. Pero en seguida había echado en falta los pequeños regalos del hogar paterno, sus comodidades. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para que su marido no descubriera la crisis que atravesaba. Las nuevas amistades, suboficiales como él, y sus mujeres, tenían una educación y unos gustos muy distintos a los suyos. Marta se limitaba a quedar bien con todos, especialmente cuando recibía la visita de algún matrimonio en casa. Sabía que Diéster estaba orgulloso de ella, precisamente por el tacto que demostraba en el trato con las familias de sus compañeros.

Aunque se había casado sin ouererlo, o al menos sin estar demasiado enamorada, Marta cumplió la promesa que le hizo a su madre. Respetaba al marido y, a fuerza de admirar su afán de superación, terminó por quererlo. Era, sin embargo, una especie de amor benevolente, como el de la madre que se propone educar al hijo, porque cree que es ésa la misión que la vida le ha asignado.

Ahora, en aquellos momentos en que se ventilaba en las calles el futuro de España, la cabalgada de recuerdos que llenaba la cabeza la tenía aturdida. Pensaba en el padre. «¿Era feliz en casa, cuando estaba con nosotros, o pensaba en otra persona?» Recordó la historia que su hermano le contó en cierta ocasión sobre la dama misteriosa que había ido a verlo a «El Mirador». Fue por entonces cuando ella decidió precipitar su boda. Carlos era un soberano embustero, pero todo aquello superaba con mucho su imaginación. ¿Cómo seguir conviviendo con el padre, si con su forma de proceder les traicionaba a todos? Se casó, pues. Lejos del pueblo. En una aldea de la provincia de Zamora, donde vivía la familia de Diéster. De blanco, por supuesto, pero sin ninguna clase de ostentación. Los padres, los hermanos y nadie más. Alejandro, que se había hecho un traje gris marengo para la ceremonia, llenaba por sí solo la pequeña iglesia románica. Él nunca se lo había insinuado, pero Marta sabía lo que pensaba sobre su decisión de casarse en seguida. Por eso no se había opuesto a la boda. Recordó también a su madre, enfundada en un abrigo de entretiempo. Entallado, negro. Como negro era también el sombrero. Un casquete adornado con una pluma grisácea, con velo sembrado de bodoques de seda.

Se hallaba medio adormilada cuando sonó el timbre, bastante rato después. Era la vecina del segundo, Carmen, casada con un teniente de Asalto del Grupo de Diéster.

En seguida que le abrió se echó en sus brazos.

—¡Los matarán, Marta! ¡Vamos a quedarnos sin maridos!

—Nada de eso, mujer. Todavía no han ganado.

Consiguió que se sentara en una de las sillas del comedor, ante la mesa.

—Los militares tienen las armas. Cañones, morteros. Se lo he oído decir a mi marido muchas veces. ¿Cómo crees que les pueden hacer frente con cuatro carabinas y dos porras?

Carmen era una mujer opulenta, morena, vital. Tenía unos años más que Marta.

—No anticipes los acontecimientos, mujer. Y serénate.

En aquel momento oyeron el ruido característico de las herraduras sobre el adoquinado. Era como una especie de lluvia seca y crispadora. El ruido, cada vez más intenso, denunciaba la existencia de un fuerte contingente de caballos.

Se asomaron al balcón. A lo lejos, iluminadas por las débiles luces de la Plaza de España, se distinguían unos jinetes.

—Es una columna de Caballería —murmuró Carmen—. Llevan ametralladoras.

Marta le preguntó dónde estaba el Grupo de Asalto.

—Los buscan ahí, en el cuartel —repuso su amiga—, pero yo sé que están en m hotel de ahí enfrente. En la Exposición. Los manda el comandante Madroñero. Tu lo conoces.

Había empezado el tiroteo. Marta y Carmen se abrazaron. En la penumbra del pequeño comedor, al que sólo llegaba el reflejo de las luces de la calle, se oyó la oración de las dos mujeres:

Acordaos, oh piadosísima Virgen María,

que jamás se oyó decir...

Era un murmullo cargado de emoción. A veces se interrumpían y apretaban los párpados como si con ello ignoraran el fuego graneado o el estallido de un mortero. Las ametralladoras tableteaban sin cesar. Parecía que disparaban debajo del mismo balcón, por lo que Marta cerró sus puertas.

Carmen gritó fuera de sí:

—¡Los van a destrozar! ¡Asesinos!

Marta salió del comedor al oír el llanto de su hijo. La criatura se había incorporado en la cuna y se agarraba al cuello de su madre con la fuerza y el despavorimiento del náufrago a punto de ahogarse.

Tras haber cerrado las contrapuertas del balcón volvió con su vecina.

Ésta dijo:

—Tienen que ser los del Regimiento de Sants. Seguramente bajan hacia el centro.

La columna de Caballería había salido, en efecto, a las cuatro de la mañana del cuartel de la calle Tarragona, en Sants. Pertenecía al Regimiento número 4 y constaba de tres escuadrones armados con ametralladoras. Uno de ellos se dirigió a la Plaza de la Universidad siguiendo la calle Valencia, otro llegó hasta el Paralelo y el tercero se estaba batiendo en aquellos momentos en la Plaza de España.

Siguieron horas tensas.

Entrada!a mañana, la situación de la columna de los sublevados se hizo angustiosa. La mayoría de los oficiales y el comandante que mandaba la unidad estaban malheridos. Forzando el bloqueo de las tropas de Asalto, consiguieron retirarse al cuartel.

Los vecinos de la finca donde vivía Marta hablaban a gritos, excitados. Algunos balcones se abrían tímidamente al caluroso domingo de julio que empezaba. Mientras unos cambiaban impresiones, otros escuchaban los constantes comunicados que daba la radio. Se luchaba en la Plaza de Cataluña, en la de la Universidad, en el Paralelo, en el «Cinc d'Oros». Toda Barcelona estaba en pie de guerra. A las once de la mañana se habían liquidado importantes focos de rebeldes, uno de los cuales era precisamente el cuartel de la calle Tarragona. Las noticias eran cada vez más alentadoras. El general Goded, que había llegado a Barcelona en un hidro procedente de Mallorca, seguía resistiendo en Capitanía. Tuvo que rendirse al caer la tarde. Poco después, el presidente Companys le obligó a dirigirse por radio a los rebeldes comunicándoles su decisión de rendirse y recomendando que imitaran su conducta. Marta y Carmen se abrazaron. Todo el mundo daba vivas a la República y a Cataluña.

Marta, que se había unido al jolgorio de los vecinos, confió a su amiga:

—Estoy asustada. Mi padre navegando, dos hermanos en Madrid y mi madre y el pequeño en el pueblo. ¿Qué va a ser de nosotros?

Carmen trató de animarla.

—Ahora la pesimista eres tú —dijo—. Los aplastarán en toda España. Ya lo verás.

Marta bajó la voz.

—Es que mi familia es de derechas. Toda.

—Pero si no se han significado, no puede pasarles nada.

—Juan, el mayor, está muy comprometido. Es falangista.

—Eso es harina de otro costal.

Pasadas las diez de la noche llegó Diéster. Traía la guerrera debajo del brazo y la camisa pegada a la espalda. Sus rodillas asomaban bajo los desgarrones del pantalón. Estaba muy pálido y sus ojos brillaban como si tuviera calentura.

Sin hacer caso de sus lágrimas, arrastró a su mujer hasta el dormitorio. Una vez allí le ordenó que se desnudara.

Marta le miró sin comprender.

—Pero, Diéster.

—¡Desnúdate!

Obedeció temblando. Diéster la poseyó brutalmente. Marta, que apenas reconocía a su marido en la fiera que tenía encima, se sintió humillada por aquella especie de violación.

Tratando de hacerse cargo de la situación, le preguntó qué le ocurría aquella noche. Pero él se limitó a pedir ropa limpia.

—¿Vas a salir?

—Haz lo que te digo y no preguntes.

Marta quiso acariciar sus cabellos, pegados a la frente, apelmazados.

—¿Y el marido de Carmen? —le preguntó temblando.

Diéster apartó a su mujer y dijo apretando los dientes:

—Lo han matado.

De repente saltó de la cama y cogió la pistola. Estaba sucia de tierra y de barro. De pie, completamente desnuda, Marta le miró desconcertada.

Llegaban desde la calle los gritos jubilosos de la gente y el ruido de los vehículos. Uno de ellos, provisto de altavoz, dejaba en el aire las estrofas arrebatadoras de la Internacional.

Marta dijo:

—Subiré a ver a la pobre Carmen. Ha estado aquí todo el tiempo.

En el silencio que se había hecho entre los dos se oyó limpiamente la voz de un locutor de radio. Procedía de uno de los balcones, abiertos a causa del calor, e informaba a los barceloneses que pequeños grupos de rebeldes se habían hecho fuertes en el convento de carmelitas de la Diagonal, en Dependencias Militares, el Parque y la Maestranza de Artillería y la plataforma del monumento a Colón. Añadía que la ciudad estaba en poder de los leales a la República y que en Madrid se liquidaban los últimos reductos de los sediciosos.

Después de ponerse un albornoz blanco, Marta se sentó al pie de la cama.

—Mi familia, Diéster —dijo casi sin voz—. Tendríamos que llamar. Al menos, saber cómo están.

Diéster seguía manipulando la pistola. Los movimientos de sus dedos eran precisos, exactos. En cambio, la tensión que había en los músculos de sus brazos denunciaba su fuerte excitación.

—¿Y mi hermano Juan? Tal como dicen que está Madrid, no sé qué va a ser de él. Quizá lo hayan matado.

—¿Por qué no le telefoneas a mi madre? A ver qué sabe de mis hermanos. Sobre todo de Juan.

Entonces él se levantó, montó la pistola y vació todo el cargador sobre el Cristo colgado en la cabecera de la cama. El yeso de la imagen saltó en pedazos, salpicando la cara de Marta, y la habitación se llenó de humo.

Marta, que se había tapado los oídos, le vio avanzar hacia ella y escuchó sus palabras:

—¡Su familia! Es lo único que le preocupa a la señorita. Su buena, su distinguida, su católica familia. ¿Y las familias de los demás? ¿Es que los pobres no tienen padres?

¿Ni hermanos? Si hubieras visto cómo morían en la calle, en las azoteas, en las esquinas. ¿Y por culpa de quién? Por culpa de las personas de orden como tus padres. Y de los señoritos falangistas como tu hermano Juan.

Respiraba agitadamente. Le temblaban las manos.

—Y ahora óyeme bien —continuó—. ¿Has visto lo que acabo de hacer con ese monigote colgado en la pared?

Marta le miró horrorizada.

—¡Sí, no es necesario que pongas esa cara.' Tu Cristo es un monigote hecho por vosotros para acabar con los desheredados. Vuestra rapiña se ha apoderado de él y lo usáis como un arma más. La más poderosa. ¡Matáis en nombre suyo!

Se acercó a ella y la cogió de la muñeca.

—Te he hecho una pregunta. ¿Has visto lo que he hecho con tu Cristo?

—Sí, Diéster.

—Pues lo mismo habría hecho con tu hermano Juan de tenerlo delante. ¡Lo mismo!

La miró con odio.

—En cuanto a ti, si quieres que te diga la verdad, me importas un rábano. ¡Menos aun!

Marta salió escapada hacia la habitación de al lado, donde lloraba su hijo.

Sevilla. Julio de 1936

Carlos llegó a Sevilla con la compañía de revistas en el último tren que entraría procedente de Madrid. Fue un día de jolgorio. Como los soldados del regimiento de Granada que ocupaban la zona no les dejaban salir de la estación, bebieron fino y comieron pescadito frito en la cantina. Igual que el resto de los viajeros, Carlos no sabía exactamente qué diablos pasaba. También como los demás suponía que sería cuestión de unas horas. De un par de días a lo sumo.

En la estación hizo amistad con un brigada joven, que en la mañana del lunes le dio una hoja impresa en la cantina, mientras tomaba café.

—Toma. Para que te enteres de lo que hay —le dijo sonriendo con socarronería.

—¿Qué es esto?

—Léelo, jodido, y lo sabrás.

El brigada soltó una carcajada al ver la cara que ponía Carlos, porque la hoja contenía la declaración del estado de guerra. La firmaba el general don Gonzalo Queipo de Llano.

—Esto significa que hay que andarse con mucho ojo —dijo Carlos.

El brigada palmeó la espalda de aquel estudiante simpaticón que tan bien le había caído.

—Eso significa que aquí no se mueve nadie. ¡Ni Dios!

—Entonces de volver a Madrid, nada.

—Nada.

—¿Y trenes para Levante?

—Pero, ¿tú sueñas, chiquillo?

Carlos lió un cigarrillo del poso de cuarterón que le quedaba. Cuando lo hubo encendido exclamó mirando el chisporroteo:

—¡A mí tenía que pasarme! Toda mi familia está allá.

Aquella misma tarde les dejaron buscar pensión. Como hacía un calor de bochorno, y la.cama estaba llena de chinches, se refrescó la cara y salió a dar una vuelta por la dudad. Los establecimientos estaban cerrados, pero en el centro había mucho movimiento de tropa.

Se metió en un figón con el cierre a medio echar y pidió una manzanilla fresca. El dueño, que comentaba las últimas novedades con un par de clientes viejos, aseguró que el levantamiento había fracasado en las principales ciudades.

Carlos preguntó qué pasaba en Madrid..

—Se lucha. Pero no hay nada que hacer. Ni en Barcelona. Ni en Bilbao.

—¿Entonces qué va a pasar aquí cuando el Gobierno meta el Ejército? Porque no va a tardar en nacerlo.

El otro le guiñó.

—Yo, como el san José que tiene en la alcoba mi costilla. Mirar y callar. ¡Como mi san José, chiquillo!

Al día siguiente corrió el rumor de que el general Sanjurjo había sido asesinado. No tardó, sin embargo, en saberse la verdad: su avioneta se había estrellado en Lisboa y el general no había sobrevivido al accidente.

La insospechada circunstancia bélica que vivía la ciudad, unido al fuerte calor y a la falta de dinero, obligaba a los componentes de la compañía a quedarse en la pensión. Por la noche, cuando empezaba a refrescar, abrían los balcones y charlaban hasta las tantas con la luz apagada. Oían también lo que decía Queipo por la radio.

Las noticias eran confusas y contradictorias. Se decía que las columnas de Mola habían entrado en Madrid y que Azaña había sido detenido en Santander cuando se disponía a huir al extranjero. El ABC del viernes, veinticuatro, insertaba una larga alocución de Franco a los españoles. Decía en ella que el movimiento, nacional, español y republicano, iba a salvar al obrero de la miseria y a rescatar a España de los políticos sin escrúpulos. Terminaba con un «¡Viva España grande y honrada!» En cambio, en la misma página, el general Queipo de Llano amenazaba en una nota con fusilar, sin formación de causa, a los directivos gremiales, y a un número igual de obreros discrecionalmente escogidos, si como habían anunciado se declaraba la huelga. Carlos exclamó: «¡No entiendo ni palabra!»

A últimos de mes, en vista de los acontecimientos, se disolvió la compañía. Para poder subsistir, Carlos se dedicó a la venta de emblemas. Recordaba las ganancias que le produjeron las escarapelas de la República, cuando su proclamación, y pensaba que la gente seguía siendo igual de imbécil. Llevaba su traje azul marino y una camisa blanca, sin corbata, y se había encasquetado un gorrillo cuartelero que se encontró en un portal. Como en la República, el entusiasmo de unos y el miedo de otros, eran causa de que la mayoría adquiriera las aspas de San Andrés o las Flechas de Falange.

A principios de agosto las calles se llenaron de uniformes. Carlos no tardó en contagiarse del entusiasmo de una juventud arrastrada por las notas de los himnos y las marchas militares. Por el flamear de las banderas y la marcialidad de los legionarios y Regulares recién llegados de África.

El brigada que había conocido en la estación, y a quien encontró en la puerta de un prostíbulo, le aconsejó que se alistara voluntario.

—Hay servicios especiales. Para los nenes como tú —le dijo.

—¿Y eso qué es?

—Apúntate y lo sabrás.

Como le daban un duro diario, y estaba sin blanca, se apuntó. Le mandaron en un viejo camión a recoger los cadáveres de los rojos que quedaban en los cortijos sin enterrar. El macabro cargamento de «Las Herrizas», en cuyas cuadras encontró los despojos de Eugenia, fue el primero y el último que hizo. Al día siguiente se alistaba en Ja. Legión.

Poco después salía en una expedición de refuerzo para apoyar la acción de una columna al mando del comandante Castejón, duramente castigada en los arrabales de Badajoz.

Clareaba cuando los camioneros entraron en la pequeña replaza. Carlos fue uno de los primeros en saltar a tierra. Esperaba al resto de los compañeros cuando notó que las suelas de cáñamo de sus botas de lona se pegaban al suelo. No dio demasiada importancia al hecho.

Detrás de él, amontonados en la acera, vio medio centenar de cadáveres. La poca luz impedía que se distinguieran los rasgos de sus caras. A veces se oía algún disparo en el interior de la catedral, por cuya puerta sacaban a rastras los legionarios unos cuerpos sin vida. Mientras formaban, alguien comentó a su lado; «Tienen huevos, los tíos. Los matan dentro de la catedral.»

A medida que avanzaba el día surgían los colores de entre la luz sin pálpito. Entre los uniformes verdosos de la Legión y los caqui de los Regulares se veía algún mono azul y la pincelada roja del tarbush. Los hombres se afanaban en su trabajo. Arrastraban los sangrantes despojos humanos por el arroyo y los iban amontonando en las estrechas aceras, junto a la pared, hasta formar una pila siniestra. Al olor de la pólvora había sucedido el peculiar efluvio de la sangre, que trascendía de todas partes. Los ojos de Carlos, velados por el cansancio y la tensión, no terminaban de dar crédito a lo que veían. La parte de la calle donde habían formado estaba encharcada de sangre. Se sintió ligeramente mareado. El teniente vociferaba en aquellos momentos pero él no lo escuchaba. Tenía la mirada puesta en un Cristo esculpido en el tímpano de la catedral. El teniente se golpeaba a intervalos regulares los leguis con un grueso vergajo de buey. Hablaba de los compañeros caídos, a los que había que vengar a fin de que el honor de la Legión quedara reparado.

Las primeras luces de la aurora iluminaron una escena indescriptible. Amontonados junto a un contrafuerte del templo, donde acababan de ser ejecutados, se veía un centenar largo de hombres y mujeres. Pantalones de pana y monos azules se mezclaban con los holgados refajos amarillentos de las campesinas entre un amasijo alucinante de cráneos destrozados, vientres sangrantes y pechos rotos. Un reguero de sangre se escurría del montón y corría calle abajo desde la acera, para remansarse en un desnivel, desde donde se desbordaba formando largas lenguas rojas. Las paredes aparecían salpicadas de sangre. Una dramática sinfonía en rojo parecía anegar el dramático amanecer. Manchaba las aceras con rastros sangrientos, ensuciaba los muros bajos de la catedral, tapizaba la calle con una siniestra alfombra almagrada, sobre la que se veían las huellas de los neumáticos y del calzado.

En un momento determinado el teniente gritó un estentóreo ¡viva España! que a Carlos le sonó a sarcasmo. Poco después desfilaban por las calles más céntricas de la ciudad al compás del Himno de la Legión. Nadie, sin embargo, aplaudía al paso de las tropas. Las calles, sin más vecindad que la presencia de los cadáveres expuestos a la curiosidad ciudadana para escarmiento de posibles rebeldes, tenían aspecto sepulcral. Sin embargo, en los aleros de los tejados chiaban alegres los primeros gorriones del día.

Al llegar a las afueras de la ciudad el sargento dio la orden de alto. Por secciones, al mando de un cabo o de cualquier voluntario, se dispersaron por el campo. El despliegue tenía más de operación punitiva que de guerra en campo abierto, entre otras cosas porque no existía enemigo. La orden era tajante: limpiar los alrededores sin hacer prisioneros. Carlos avanzó con seis hombres más por una torrentera llena de guijos redondos sueltos sobre las lanchas calcinadas por el sol. Tras emboscarse en unas frondosas matas de baladre treparon en dirección a una casona solitaria que se veía en el llano. A Carlos le latía con fuerza el corazón. Pensó en los suyos y se le llenaron los oíos de lágrimas. Reptando como lagartos, confundiéndose con el terreno, los siete hombres avanzaron en silencio desde ángulos distintos a fin de converger en la casona. El cabo gritó que salieran todos con las manos a la cabeza. No hubo respuesta. Entonces disparó sobre la puerta, pintada de marrón, de la que saltaron grandes astillas blancuzcas. Cuando aparecieron los primeros moradores de la casa, un anciano de rostro chupado y calva lactescente y una mujer baja y regordeta con las facciones contraídas por el miedo, alguien disparó sobre ellos. La mujer cayó de cabeza y dio una espectacular voltereta. En cambio el anciano se derrumbó despacio. Quedó de rodillas, con la espalda apoyada en la pared de la casa. «Tú, Carlos, prepara el caramelo para los que se quedan dentro.» Se volvió hacia donde estaba el cabo, que había dado la orden, pero éste ni siquiera le miró. Se limitó a decir «adelante» y a esperar el resultado de la operación. Carlos cerró los ojos y echó a correr hacia la casa sin saber dónde ponía los pies. En seguida tiró de la anilla y arrojó la bomba por el hueco que dejaba la puerta. Tuvo la sensación de que iba a estallarle la cabeza cuando oyó la explosión. Había accionado el cerrojo del fusil y, en un reflejo de autodefensa, se lo había echado a la cara apuntando a la puerta. Transcurrieron unos segundos. Por entre la nube de polvo y humo, moviéndose despacio, se veía avanzar hacia afuera a un hombre de mediana edad. Traía los brazos colgando a lo largo del cuerpo y la camisa desgarrada, sucia de tierra y sangre. Carlos ovó la orden del cabo: «¡A la cabeza!» Observó el fantasma que avanzaba hacia él. Había salido de la casa y los primeros rayos de sol doraban sus brazos musculosos de campesino. Carlos vaciló. El desconocido, que seguía avanzando, tenía exactamente la cabeza del padre de Carlos. Su mismo pelo blanco, idénticas entradas. «¡A la cabeza, cabrón!» La voz del cabo exigía la acción rápida. Sin dilaciones. Carlos disparó y el proyectil, una bala explosiva, se llevó la mitad del cráneo del desconocido.

Un sudor frío bañaba el cuerpo de Carlos cuando el cabo lo apartó de un empujón. «¡Niños de mierda!» Carlos cayó de rodillas y empezó a vomitar entre las risotadas de los legionarios. Tenía la impresión de que acababa de matar a su padre.

Una cuneta en la carretera Alicante-Valencia

El mar era lo último que había visto el capitán Alejandro Acosta. El mar, y las facciones del joven miliciano que le miró un instante a los ojos. ¿Por qué le recordaban las de su hijo Carlos? Ahora agonizaba sobre unas rastrojeras doradas teñidas de rojo. «Mis hijos, Dios mío. Ni permitas que se odien. Que nunca más se maten los hermanos entre sí. Y perdónanos a todos...»

Quedó dormido para siempre. Sin dolor. Con el rostro de Eugenia tatuando su último pensamiento.

La Vila. Diciembre de 1936

—¡Acaban de matar a los Cabanes!

Beatriz levantó los ojos del Kempis. Su cara era un despavorimiento cuando miró a Tito.

—¿Qué estás diciendo, hijo?

—Los Cabanes. Los han matado los milicianos.

—¿A todos?

—A dos. El otro se ha escapado. Dicen que cerca de «El Mirador».

—¡Virgen Santísima!

Beatriz cerró el libro, un pequeño volumen forrado de sarga negra, y se llevó las manos a la cabeza. Había envejecido mucho. Estaba pálida, muy delgada, y tenía casi todo el pelo blanco. Vestía de luto riguroso.

Era un domingo por la mañana de últimos de diciembre. El sol que reflejaba la pared de enfrente, la del callejón, iluminaba la sala con una claridad acogedora. Muebles, cuadros, d espejo de la jardinera, la araña que colgaba del techo, todo parecía formar parte de un mundo irreal en el que los colores se habían diluido en la luz que entraba por d balcón.

Beatriz, que lloraba-calladamente, apretó la mano del hijo.

—No derrames nunca la sangre de tu prójimo. ¡Nunca! Es preferible que te dejes matar.

Tito permanecía de pie, silencioso, junto a su madre. Igual que ella, iba de luto riguroso: jersey de cuello alto, pantalón corto sobre la rodilla, calcetines altos. Los zapatos de colegial, despedían un intenso olor a almendras amargas.

—¿Quiénes son los muertos?

—Dicen que los viejos. Uno de los jóvenes, no sé si Pedro o Luis, se ha escapado cuando iba en el coche con los demás. Lo están buscando.

Desde la Plaza de la Revolución, antes de la República, les llegaban apagadas por la distancia las notas de A las barricadas. Como todos los domingos, los altavoces instalados en d balcón del Consejo Municipal de Defensa y Economía amenizaban d ocio ciudadano con una selección de himnos revolucionarios.

Beatriz se tapó los oídos.

—Es espantoso —dijo—. Como si esos diablos se mofaran de sus víctimas.

Miró al hijo.

—Será mejor que cierres la puerta. Hoy no es día de andar por la calle.

Tito opinó que era preferible salir.

—Si me quedo aquí van a pensar que tenemos miedo. O que nos escondemos.

Añadió en voz baja:

—Además, así podría enterarme de quiénes son los muertos.

El argumento pareció convencer a Beatriz, que le pidió que no tardara demasiado.

Cuando se quedó sola cerró los ojos recordando lo sucedido desde d inicio de la guerra.

A principios de julio había alquilado «El Mirador» a un matrimonio madrileño, a fin de reforzar la economía familiar. Fue, pues, con Tito, a pasar el verano en La Senia en compañía de su hermana Concha y Críspulo, d cuñado. Esperaba a los hijos mayores, pero ni Juan ni Carlos llegaron.

Las noticias que oyeron durante la primera quincena de julio en el Crosley que había comprado Críspulo aquel mismo año eran inquietantes. Especialmente desde que se produjo el asesinato de Calvo Sotelo. Pero las notas que daba el Gobierno eran tranquilizadoras. No existían indicios de un levantamiento y, en caso de producirse, el Gobierno y d Ejército darían buena cuenta de él.

Críspulo se enfurecía. «¡Pues el levantamiento hace falta!» Concha, su mujer, estaba de acuerdo con él. Según ella, la República acabaría con España, por lo que lo más sensato era acabar antes con la República. Beatriz, por el contrario, opinaba que la paz era un don de Dios. «Además —decía—, si hubiera algo gordo, a Juan me lo pescaban en seguida. Está con la segunda prórroga. Y a Carlos, ya me diréis.»

De pronto la radio empezó a emitir unos mensajes tranquilizadores con sospechosa frecuencia. Críspulo, que no despegaba la oreja del aparato, les informó que el Ejército de África se había sublevado. A las pocas horas corría el rumor, desmentido por Casares Quiroga, de que otras guarniciones de la península secundaban la rebelión. «Veremos qué hace la de Alicante», había dicho Críspulo un poco inquieto.

Los días que siguieron fueron terribles para Beatriz. No sabía nada de los hijos e ignoraba d paradero del marido. Sólo Marta le había puesto una conferencia el lunes, día veinte, desde Barcelona. Beatriz acudió al locutorio, en el pueblo. Oía a su hija muy mal, por lo que no pudo entender todo lo que decía. «En Barcelona hemos ganado, mamá.» En Barcelona habían ganado, pero ¿quiénes? Mientras volvía paseando a La Senia se repetía la preguntó. Su cuñado la sacó de dudas. «En Barcelona han ganado los sin Dios. Y si Marta dice eso de que "hemos ganado" es que está con ellos. Aunque no me extraña. Martita ha sido siempre muy original.»

Poco después de aquello, una mañana se presentaron en La Senia dos milicianos con escopetas. Llevaban monos azules, correajes amarillos como los de la Guardia Civil, y un gorrito cuartelero de puntas agudas con borla roja. Rojas también eran las siglas que llevaban en el gorro: CNT-FAI. Los milicianos registraron la casa y se llevaron a Críspulo detenido.

Una opresiva losa de silencio cayó sobre las dos mujeres. Ni siquiera podían enterarse de lo que pasaba porque les sellaron la radio. Beatriz y Concha se miraban angustiadas. Rezaban o hacían cábalas. Tito las informaba de las novedades en el pueblo. Decía que las caras habían cambiado y que las personas no parecían las mismas de antes. Les hablaba de los nuevos himnos, de las nuevas banderas. Muy bonitas todas, de colores vistosos, entre los que abundaba el rojo y el negro. Les hablaba de los camiones que salían cargados de voluntarios, con grandes letreros en la cabina, en las puertas, por todas partes. Les dijo que la iglesia había sido saqueada y convertida en garaje y que el párroco había desaparecido. También las casas de los ricos habían sido requisadas. Y sus tierras. Y sus coches. En la Plaza de la Revolución los milicianos habían instalado el Comité Local. Tito aseguraba entusiasmado que el pueblo era una fiesta. «Todos ríen por la calle. Y cantan. Se llaman compañeros y camaradas y van con el puño en alto.» Algunos milicianos se dedicaban al saqueo. Entraban en las casas de los fascistas y tiraban por el balcón los cuadros y las imágenes religiosas. Luego las quemaban delante de las puertas. De la Casa Abadía y del Juzgado no se había salvado nada. Muebles, libros, archivos, expedientes, todo había ardido. No les quiso hablar de los muertos que aparecían en las cunetas.

El doce de agosto Beatriz recibió la visita de los arrendadores. Le dijeron en pocas palabras que se incautaban de la finca, porque así lo acababa de autorizar el Gobierno, y que se fueran cuanto antes. Uno de ellos, el más viejo, le aconsejó que no opusiera resistencia. Lo hizo con cierta turbación. Sin levantar la vista del suelo. «Les conviene irse al pueblo. A las dos. Antes de que se incauten de las casas.» Beatriz tuvo la impresión de que aquel hombre trataba de ayudarles sin comprometerse demasiado.

La sensación de desamparo aumentó en la casa del pueblo, donde nadie iba a visitarla. La angustia de Beatriz crecía a medida que pasaba el tiempo. A últimos de agosto recibió un telegrama urgente de Alicante. Lo firmaba el secretario del Tribunal Popular número uno y se le comunicaba en él que podía hacerse cargo del cadáver de su marido, en el Cementerio Municipal, dentro del plazo de veinticuatro horas. Beatriz no derramó ni una lágrima. Tomó un taxi y se presentó en el cementerio con el telegrama en la mano. Pero Alejandro había sido enterrado la víspera. «Con este calor los cadáveres se descomponen en seguida», le había dicho un sepulturero corcovado, que la acompañó a la fosa. «Hay diecisiete ahí —explicó—. Y lo más triste es que casi todos iban a marcharse a sus casas. Pero los crímenes de los fascistas en Badajoz pedían sangre.» Beatriz no comprendió del todo lo que el sepulturero le decía. Tuvo que aclararle que un grupo de milicianos incontrolados había sacado del Reformatorio de Adultos a los detenidos y les habían dado el paseo. Eran represalias por los cientos de campesinos extremeños masacrados días antes en Badajoz por los hombres de Yagüe.

En un pequeño despacho del edificio de Obras del Puerto le entregaron las pertenencias del marido. Sobre una maleta de piel estaba, envuelta en un periódico, la fotografía del grupo familiar que se habían hecho en Valencia en abril del treinta y uno. Fue entonces, al mirarla, cuando Beatriz rompió a llorar.

Ahora la tenía delante, colgada en la pared. Sus hijos. ¿Dónde estarían? A últimos de julio Juan le había escrito unas letras. Le decía que estaba bien, pero que quizá tardara en ponerse en contacto con ella. Que no sufriera. Añadía que Carlos estaba en la zona rebelde.

Brúñete. Julio de 1937

El cuerpo desnudo de Lolita, su blanca piel, parecía fosforescer en la penumbra del chozo. Juan se arrastró hasta ella desde el agujero que hacía de puerta, desde donde había estado observando los movimientos del enemigo.

—La hierba cruje —dijo.

Cerró los ojos al sentir en su cara la mano de Lolita.

—Todo arde ahí afuera. Hasta la tierra. La que no está calcinada por las explosiones está abrasada por este maldito sol. Es un infierno.

Había dejado descansar la cabeza sobre el vientre de ella y por un instante pensó que estaba en «El Mirador». De niño le sucedía con frecuencia. De repente se sentía empapado de una extraña congoja. Era una pesadumbre suave, inexplicablemente dulce. Cuando esto sucedía, Juan se quedaba muy quieto, recogido sobre sí mismo como estaba entonces. La pesadumbre crecía. Bullía dentro de él. Le anegaba hasta el suspiro anhelante. Y los ojos, como entonces, le escocían de lágrimas estancadas.

Lolita dijo:

—He oído en el Estado Mayor que Varela tiene doscientas piezas de artillería y no sé cuántos aviones. Machacarán el sector y enviarán por delante a los moros. Es el momento que tienes que aprovechar.

Llevaban cinco días escondidos en el chozo. Desde el dieciocho de julio, fecha escogida por el mando rebelde para iniciar la contraofensiva sobre Brúñete.

La decisión había sido de Lolita. El veintitrés de julio, hacía exactamente un año, había caído en sus manos una lista con los elementos más peligrosos de la reacción, falangistas, emboscados y militares, en la que figuraba el nombre de Juan. También estaba el de la denunciante, una tal Flora Campos, socialista. La orden era tajante: detenerlos donde estuvieran y fusilarlos sin formación de causa. Lolita voló por las calles de un Madrid enfebrecido, materialmente lleno de patrullas de control a las que se hacía muy difícil escapar. Cuando entró en el piso abrazó a Juan.

«-Tenemos que salir de aquí en seguida —le había dicho sin mirarlo.

»—¿Por qué razón? Quedamos en que esperaríamos a que esto terminara. Puede ser cuestión de días. De horas quizá.

»—No es cuestión de días. Los otros no pasarán. Todo Madrid está en la calle. Viejos, mujeres, los mismos chavales. Hacen trincheras en los alrededores. Hemos tomado Alcalá de Henares y Guadalajara. Se lucha en la sierra de Guadarrama. En el Alto del León caen como moscas. De los dos bandos.

»—¿Y Mola?

»—Mola no tiene nada que hacer. Ha perdido la partida en Guadarrama.

»—No lo entiendo.

»—Es fácil de entender. Esto no es una sublevación. Es una guerra, Juan. Ni siquiera el Gobierno tiene poder. Ahora deciden las milicias. Y tu nombre figura en la lista de sospechosos. Por cierto, ¿quién es Flora Campos?

»—Flora. Sí.»

Juan había vacilado antes de contestar. Finalmente dijo que se había acostado con Flora varias veces, pero que la había echado a cajas destempladas de su pensión cuando reanudó las relaciones con Lolita.

»—Al principio nos seguía a todas partes. Yo la veía.

»—Pues nos ha denunciado, la muy zorra. Así que apresúrate. Nos vamos en seguida. Toma, ponte esto.»

Se puso el mono azul que le dio Lolita, con un brazalete de las Juventudes Socialistas, y se encasquetó el gorro. Poco después abandonaban el piso del Paseo de las Delicias. Desde entonces, Lolita había resuelto ayudar a Juan a pasarse a los rebeldes.

A finales de julio se alistaron juntos en la columna del coronel Mangada. Juan estaba hundido, pero la presencia de Lolita le infundía el valor necesario para buscar el modo de pasarse. No consiguió su propósito porque los rebeldes se retiraron desordenadamente en Navalperal. Lo intentó de nuevo en los bosques de la Casa de Campo y en la Ciudad Universitaria.

Mientras tanto, el prestigio de Lolita aumentaba. Hacía vida en las trincheras y disparaba como un miliciano más, animando a los hombres que desfallecían. En realidad, lo hacía todo por Juan, con quien se casó en enero del treinta y siete en las dependencias del Quinto Regimiento, en Francos Rodríguez.

Después de varios destinos se incorporaron a la II División, con cuyas unidades entraron en Brúñete el seis de julio. La operación de sorpresa, característica de la táctica de Líster, fue causa de que Juan se encontrara en una posición excelente para pasarse tan pronto como se produjera el contraataque. Buscaron, pues, el sitio más adecuado: un chozo medio enterrado en la reseca llanura, no lejos de un barranco en el que podían abastecerse de agua. Fue precisamente en aquel sector donde se desencadenó el temporal de fuego y metralla más impresionante de la contraofensiva de Varela.

Durante cinco días se amaron frenéticamente en el chozo bajo la lluvia de metralla. Cuando estallaban las granadas en el aire, cada vez que silbaban los obuses sobre sus cabezas, Lolita se aferraba a Juan. Mordía sus hombros hasta hacerlos sangrar y exigía ser penetrada una y otra vez. Los orgasmos de ambos alternaban con estados de depresión, desnudos los dos sobre el heno. Resecos como el mundo que les rodeaba. Agotados. Cuando se interrumpía el cañoneo caían en un extraño sopor en el que se mezclaban delirios con ensoñaciones.

Ahora estaban allí. Agotados. Sedientos. Resignados a morir juntos. Lolita se inclinó sobre él y lamió sus labios cortezosos, como tratando de devolverle la savia que él le había dado.

De repente se oyó a lo lejos un persistente ruido metálico. Como de cadenas.

Lolita levantó la cabeza.

—¡Juan, escucha!

—Tanques.

—Sí. Creo que ha llegado el momento.

Se asomaron por el agujero del chozo. Muy lejos, casi en el horizonte de la llanada, se veían avanzar unos puntos oscuros envueltos en nubes de polvo.

Lolita se vistió apresuradamente.

—Tú vete al pueblo —le dijo él mientras se ponía unos viejos pantalones de pana negra.

Ella negó con la cabeza.

—Más tarde —dijo resuelta—. Ahora quiero acompañarte al sitio donde tienes que esconderte. Les dejas que avancen. Luego te presentas. A ser posible a un oficial.

—Podíamos quedarnos los dos. No te pasaría nada.

—No se trata de eso. Sabes que no podría convivir con esa gente ni un minuto. Esperaremos a ver cómo termina esto.

Él la abrazó.

—Qué extraño todo. ¿No te parece? Te conocí cuando sólo eras una cría de Quince años y desde entonces nada ha sido capaz de separarnos. ¿Cómo terminará esta historia?

Lolita le sonrió.

—Anda, vamos.

Apenas abandonaron el chozo tuvieron que tirarse al suelo para no ser descubiertos por el avión de reconocimiento que precedía a los tanques.

Lolita tomó una mano de Juan y la apretó entre sus dedos.

—Ahora estoy segura —dijo. Y sus ojos sonrieron.

—¿Segura de que?

—Del final de la historia. Tendré un hijo tuyo.

—¿Y lo demás?

—El resto de la historia queda a gusto del consumidor. Es posible que volvamos a encontrarnos. Puede también que no sea así. Que tu padre se salga con la suya y te cases con una señoritinga. Que llegará a ser la señora del ministro, porque vosotros ganaréis la guerra y tú eres un tipo importante. Entonces ni te acordarás de mí. Rió.

—No me hagas caso. Lo importante es que nos hemos conocido y que ahora mismo, nos queremos.

Él besó la palma de la mano de ella.

—Te buscaré —dijo—. Y daré contigo. No te quepa la menor duda. ¿Vamos ya?

—Vamos.

Se levantaron a un tiempo y corrieron en dirección a los tanques, que se abrían frente a ellos en abanico. Un centenar de metros más lejos se ocultaron en un tajo del terreno. La tierra era allí muy blanca, pulverizada. Y ardía.

Lolita sacó del cinto una bomba de mano. Luego abrazó a Juan.

—Suerte —dijo sencillamente. Y salió del escondrijo.

No había retrocedido ni cien metros, en dirección al pueblo, cuando vio a su izquierda una avanzadilla de Regulares. Eran tres marroquíes y se dirigían hacia el escondrijo de Juan, cuya posición no le permitía verlos. Lolita dio un rodeo en busca de una pequeña eminencia desde donde avisarle del peligro. No tuvo tiempo de alertarle. El primero de los marroquíes cayó sobre él. Fue en el preciso instante en que ella asomaba la cabeza cuando el marroquí clavó su bayoneta en la espalda de Juan. En seguida saltó a la zanja y le degolló con una especie de alfanje. Lolita apretó los dientes. Tuvo la suficiente presencia de ánimo para esperar a que los dos marroquíes restantes se reunieran con el primero en la zanja. Cuando los vio juntos, registrando las ropas del cadáver, dejó caer la bomba. No se marchó hasta que, disipado el humo, pudo ver con claridad los tres cuerpos destrozados sobre el de Juan.

Perseguida por la lluvia de balas del tanque en vanguardia corrió hacia el pueblo. Como si fuera una plancha al rojo, la tierra quemaba las plantas de sus pies.

El Mirador». Diciembre de 1936

La mañana invernal en el jardín. El aire, delgado y frío, era un contrapunto de sonidos. Latía a lo lejos el motor de una embarcación pesquera, como si de pronto le hubiera nacido al mar un gran corazón. Los chillidos de los gorriones aquerenciados en el laurel se derramaban sobre el jardín para dejar constancia de que empezaba un nuevo día.

Luis Cabanes pensaba que lo único realmente importante era saberse vivo. ¿Contaba el dinero, la posición social? Escondido entre los brazos de la enredadera del cenador, se preguntaba cómo había podido soportarlo la tierra. Nunca había hecho nada positivo. Veintisiete años malgastados. Ahora, si le descubrían los milicianos, no tendría ocasión de rectificar.

Hacía aproximadamente un año había dicho que no le importaría morirse allí, bajo aquel cenador lleno de campánulas azules y de minúsculas rosas de té del color del olvido. La tarde era calurosa y Marta había puesto sobre la mesa granizado de limón y pastas caseras. Pero ahora todo era distinto. El tablero de la mesa estaba lleno de tierra y de hojas secas. Y a Luis sí le importaba morir. Allí o en cualquier otra parte.

Era de noche cuando los milicianos fueron a buscarlos. A él y a sus dos tíos, porque Pedro se había escondido en un mas. «¿Vais a matarnos?», había preguntado Luis al ver que no les dejaban ponerse los zapatos. No obtuvo respuesta.

El «Chevrolet» renqueaba por el camino del puerto con tanto bache. Se ahogaba a punto de coronar la cuesta de «El Mirador». Sin pensarlo dos veces Luis abrió la puerta y se tiró al vacío. Cuando se recuperó del golpe vio que tenía la cara ensangrentada. Abajo, a sus pies, jadeaba el mar y sobre su cabeza latía un carrusel de estrellas.

Consiguió llegar a «El Mirador» y saltar la tapia que separaba el jardín del camino del puerto. Luego se escondió entre el follaje de la enredadera. Ahora pensaba en lo inútil que había sido su vida. Administrar las fincas de casa. ¿Qué era administrar las fincas? ¿Recortar los jornales de los braceros? ¿Regatear al mediero unos kilos de grano? ¿Hacer firmar a los arrendadores contratos leoninos? ¿Prometer y no dar? Pensó que el peor mal es ignorar la propia ignorancia. Y él había sido un rematado ignorante toda su vida.

La puerta trasera de la casa, la que la comunicaba con el jardín, se abrió lentamente. Luis se aplastó contra la pared y las hojas secas de la enredadera crujieron. El miliciano que lo descubrió disparó a bocajarro. Luis se deslizó despacio. Sólo quedaron visibles sus piernas, separadas, y los llagados pies.

Cuartel de Moriones (Pamplona). Noviembre de 1937.

El alférez Carlos Acosta tenía los ojos llenos de lágrimas. Del frío, pero también a causa de la emoción del momento. Al fondo del enlosado patio, frente a los nuevos oficiales, el teniente coronel director había bajado de la tarima, una vez terminado su discurso, y saludaba a los profesores de la Academia. Luego avanzó hacia la tribuna que se levantaba a su izquierda. Firmes, y completamente helado, el alférez Carlos Acosta volvió los ojos hacia la tribuna a fin de no perder ni un detalle de la histórica escena. El teniente coronel se cuadró delante del Caudillo y saludó. Todos esperaban que Franco dijera unas palabras, pero se limitó a devolver el saludo al director y a dar los gritos de ritual con su voz frágil y atiplada.

Briches impecables, espejeantes botas altas, camisa caqui abierta con la estrella de seis puntas sobre fondo negro, ancho cinto de doble correaje y el gorro cuartelero ajustado, los nuevos alféreces desfilaron en triple fila hasta la mesa instalada al pie de la tribuna. El alférez Acosta recibió el despacho de manos del propio general Franco, por quien estaba dispuesto a jugarse el pellejo en cualquier momento. Era la primera vez que lo veía y había de recordarlo así, sonriendo con confianza, seguro y firme, durante toda su vida.

El alférez Acosta pensó en su madre mientras la mano de Franco estrechaba la suya, enguantada de blanco. Saludó al Caudillo, dio media vuelta y fue a ocupar su sido en los cuadros.

Un toque de clarín. Redoble de tambores. Al compás del Himno de Infantería, que interpretaba la Banda Militar de la Academia, desfilaron ante el Generalísimo. Los aplausos de amigos y familiares enardecían a los jóvenes oficiales, todos ellos bachilleres o universitarios. A la voz de «¡vista a la derecha!», el alférez Acosta volvió la cabeza hacia el Caudillo, que parecía sonreírle. Brazos en alto que saludan. Aplausos y vítores. Más tarde, el «rompan filas» que abrirá las puertas de las efusiones y hará derramar más de una lágrima. Pero el alférez Acosta no tenía a nadie con quien compartir la alegría del momento.

A la izquierda de la explanada había un camino por el que se llegaba al campo de tiro. Carlos, que se había apartado del bullicio, se quitó el gorro y limpió el sudor escarchado en su frente. El camino estaba alfombrado de blandas hojas doradas. Silbaba un mirlo entre el desnudo ramerío, desdibujado entre los jirones de una niebla oscura que se arrastraba por el valle.

Carlos se sentó en el saliente de una roca. Los suyos volvían a su memoria. Beatriz, Marta, Juan... Todos. De la muerte del padre se había enterado por pura casualidad. Fue en Fuengirola, donde entró con las unidades del duque de Sevilla. De la doble fila de prisioneros republicanos salió de pronto un joven cetrino de pelo crespo. El soldado corrió hacia él agitando los brazos. Carlos se echó el fusil a la cara. «¡Vuelve a la fila o te aso!», gritó. Entonces el prisionero se paró en seco y levantó las manos. «¿No te acuerdas de mí, Carlos? Soy de tu pueblo y he navegado con tu padre, en paz des— canse.» Sin saber exactamente lo que hacía, Carlos empujó hacia la fila al prisionero con el cañón del fusil. El otro le miraba muy asustado, sin comprender. «¿No eres Carlos Acosta?» Le dejó hablar. Y así fue como se enteró del fusilamiento de su padre.

A partir de aquel día, Carlos odió a todo lo que oliera a «rojo»: un símbolo, una idea, un ser humano, quienquiera que fuese.

Hospital de Sangre en La Vita. Enero de 1938.

A Justo Berrocal, un dinamitero de dieciocho años, le cortó el doctor Bastos la pierna derecha a las tres de la tarde. Tito tomó el miembro amputado de manos de Laura, una de las enfermeras.

—Qué lástima, ¿eh?

Él levantó las cejas en un movimiento casi imperceptible.

—¿Cómo está?

—Dormido. Lo peor será cuando salga del cloroformo. Ha preguntado por tí.

Laura sonrió.

—¿Piensas ir al cementerio?

—Le prometí enterrar su pierna con mis muertos. Tiene miedo de que la entierren mal y se la coman los perros.

—Eres un buen chico. Y un buen camarada.

Laura tenía diecisiete años y era la enfermera más guapa del hospital. La más codiciada. Se despidió de él poniendo la palma de su mano en su cara.

—Volverás, ¿no?

—¿Para qué?

Ella volvió a sonreír.

—No sé. Charlaremos. Contigo se puede hablar. Con los demás, ya sabes. Todos buscan lo mismo.

Tito envolvió la pierna de Justo Berrocal en un pedazo de lienzo. Atravesó el soleado patio, por el que arrastraban sus muletas algunos mutilados, y se metió en el «Ford» que esperaba a la puerta con el motor en marcha. El conductor, un soldado de Sanidad maduro, miró el miembro con cierto recelo.

Un viento helado barría las calles del pueblo. En la Plaza de la Revolución se había formado una cola muy larga a la puerta de la Delegación de Abastos. La componían viejas de rostro descolorido y manos rojas, deformes, y algún que otro anciano. Como siempre, el altavoz instalado en el balcón del Comité repetía incansable toda una retahíla de himnos revolucionarios.

Tito alcanzó a oír:

Hijos del pueblo, te oprimen cadenas,

y esa injusticia no puede seguir;

si tu existencia es un mundo de penas,

antes que esclavo prefiero morir.

Una ráfaga de viento, la misma que hacía jugar al corro unos papeles aceitosos en la acera del Comité, se llevó las últimas estrofas.

El «Ford» cruzó el puente y embocó el camino del cementerio saltando en los baches. Tito volvió la cabeza para ver si la pierna de Justo seguía en su sitio. Inesperadamente el conductor le preguntó: —¿A ti no te han matado el padre estos hijos de perra? Asintió.

—Y tienes un hermano falangista. Un pez gordo. —Pero no sabemos nada de él.

—¡Cabrones! A mí me lo han robado todo. La línea de autobuses de Alcoy era mía. Hizo una pausa.

—No sé cómo trabajas para ellos. Yo les dejaría que se pudriesen. Pero estoy movilizado.

Tito dijo que tenía que mantener a su madre. —No tiene a nadie. Y nos lo han quitado todo.

—Pero cuando esto acabe les daremos su merecido. Yo colgaría en cada árbol un buen racimo de ellos. En todos los árboles de España. ¡Hasta que no quedara ni uno! Miró a Tito y le guiñó:

—Supongo que te acordarás de mí. Emilio. Emilio Gracia. De Alcoy. Yo soy fascista como vosotros. Así que si cuando acabe esto necesito un aval, ya sabes.

Al llegar al cementerio el conductor sacó un pedazo de jamón del macuto que llevaba escondido bajo el asiento.

—Toma. Llévatelo —le dijo—. Y no te olvides de lo que te he dicho. Tito le miró incrédulo.

—¡Cógelo, hombre!

Atravesó la puerta del cementerio con la pierna de Justo Berrocal terciada sobre el hombro y el pedazo de jamón en la otra mano. El sepulturero salió a su encuentro rascándose la coronilla por debajo de la boina rateada.

—¿Qué es el regalo? —preguntó. Y la afilada punta de su nariz vibró de indignación.

—Una pierna.

—No será de cordero.

—No. Es de Justo Justo Berrocal, un dinamitero herido en Belchite.

Se miraron, y el sepulturero preguntó formalista:

—¿Traes los papeles?

—El Capitán Médico no estaba.

—Pues no puede ser.

Tito dejó el pedazo de su amigo Justo en el sudo, junto a una fuente con vecindad de zánganos de largos artejos.

—Sí será —replicó acordándose de pronto del jamón.

El sepulturero había dado media vuelta, pero se volvió a oír las palabras dé. Tito:

—Traigo algo para usted.

—Dinero no quiero.

—Es jamón. Del bueno. Lo menos hay medio kilo. Pero tiene que meter esta pierna en el panteón de mi familia. Donde sea.

El otro alargó un cuello arrugado, de tortuga.

—Veremos qué se puede hacer.

Tomó el cacho de jamón, entró en su casa y salió de allí con la piqueta y medio saco de yeso a la espalda.

—¿Vamos allá?

Los avispones de la fuente habían acudido al tufo de la sangre y sobrevolaban inquietos el atadijo con la pierna de Justo. El sepulturero los ahuyentó de un manotazo.

—Si los dejaras, no haría falta enterrarla —dijo.

Poco después Tito veía caer uno por uno los ladrillos del nicho de la abuela, donde el sepulturero depositó la pierna de Justo.

—Ponga también este cartón —pidió al sepulturero.

—¿Qué dice aquí?

Tito leyó con cierta solemnidad: «Ésta es la pierna derecha del camarada Justo Berrocal López, dinamitero. La perdió en la toma de Belchite y resucitará el día del Juicio Final para pegarse al cuerpo de su dueño. 7 de enero de 1938.»

El sepulturero quiso saber quién había escrito aquello.

—Hasta lo de Belchite lo escribió él mismo anoche. Cuando le dijeron que iban a cortársela. Lo demás lo he puesto yo.

Cuando el sepulturero desapareció, Tito contempló su propia imagen reflejada en el cristal polvoriento del altarcillo. Se había convertido en un adolescente espigado de facciones agradables y anchos hombros. Seguía vistiendo de luto, con cazadora tipo militar y pantalón largo.

Las lápidas del panteón familiar, grandes e historiadas, singularizaban personas desaparecidas. «Marta Mateu Selma. 1846-1902.» Tito resucitaba a aquella señora, la veía avanzar hacia él por el sendero cubierto de grava. Era alta, se movía armoniosamente y tenía los mismos ojos de su hermana Marta. Pero no podía ser ella porque llevaba un vestido talle de avispa con el orillo de la falda cubriéndole los pies. Pensó que, en aquel momento, él concrecionaba el futuro de aquella antepasada suya a la que no conoció. Como si la estuviera viendo desde allá. ¿Y el suyo? ¿Cuál sería su futuro? La guerra terminaría y su madre le obligaría a seguir estudiando. Pero ¿y después? La carrera, claro. Como todos los varones de la familia Acosta. La carrera era el derecho a usar el don y a vivir como los señores respetables. Pero Tito se negaba a ser un señor respetable. Contar. Decir cosas es lo que en realidad deseaba. Resucitar viejos tiempos o inventarios. Dejarlos congelados para que los vieran los demás, como estaba viendo él en aquellos momentos a Marta Mateu Selma a sus dieciocho años. Fresca. Con el dorado pelo recogido en la nuca bajo el gracioso sombrerete de paja y la sombrilla girando traviesamente sobre su cabeza. Marta Mateu Selma llevaba unos rizados volantitos blancos para disimular su seno, para borrarlo de la imaginación. Tenía la cintura muy fina, talle de avispa. Y sus manos eran frágiles y blancas. Manos para acariciar.

El retumbo lejano que acababa de oír le obligó a levantar la cabeza hacia el cielo.

Como si fuera una vieja fragata artillada, el nublo se hacía anunciar con salvas estruendosas. De repente empezó a silbar el maestral entre la copa esponjosa de los cipreses. Tito miró en derredor. Un verderón solitario observaba la nube posado sobre el índice acusador de un Ángel de la Muerte bajito y feo. Desproporcionado. El huracán soltaba fuertes alaridos desde la boca vacía de todos los muertos del cementerio. Cayó una sombra espesa, compacta, apagando de inmediato los colores. Dos, tres gotas enormes, duras. Habían estallado a los pies de Tito y dejaban en la losa estrellas de largos

Se subió el cuello de la cazadora y corrió hacia la puerta de salida. Al pasar entrevió al sepulturero masticando pedazos de jamón, que se llevaba a la boca pinchándolos con la punta de la navaja. Pensó que la guerra, no sólo mataba a las personas, o las dejaba mutiladas, como a su amigo Justo, sino que descubría lo peor que hay en ellas. El egoísmo, la envidia, la insolidaridad, la cobardía, el miedo, incluso el odio, todo lo que de despreciable existe en la condición humana, era lo que sobrenadaba al naufragio de la paz. Lo peor, se decía Tito corriendo bajo las rabiosas gotas de lluvia, no eran los cuerpos muertos o destrozados. Lo peor eran las conciencias negras. Las de los verdugos y otras, empapadas de rencor, que eran las de los parientes de las víctimas, que no perdonarían aunque pasaran mil años. Tuvo la evidencia de que él lo había logrado. No odiaba a los que mataron a su padre, porque en cierto modo creían haber cumplido su deber. Ni odiaba al piloto que había tirado las bombas sobre la casa de Marte. Odiaba a los responsables, a los que habían provocado la catástrofe.

Lo suyo resultaba muy curioso. El luto por el padre, y el hecho de tener un hermano falangista y otro con los rebeldes, le habían sentenciado ante la opinión del pueblo. Aquel muchacho un tanto huraño, hijo del capitán Alejandro Acosta, era un fascista como toda su familia. Sin embargo, él estaba en contra de los sublevados. Su corazón estaba con aquellos con quienes convivía y a los que veía sufrir, sobre todo desde que había empezado a trabajar en el hospital. Estaba con ellos, además, porque sabía que perdían la guerra.

Encontró el hospital alborotado. Los médicos, algo inhabitual, confraternizaban con heridos y enfermeras. En lugar de apósitos y del instrumental, sobre los blancos estantes se veían bandejas con rodajas de salchichón. Todo el mundo reía con los vasos de vino en la mano.

Le castañeteaban los dientes cuando abrió de un manotazo la puerta del comedor. Laura corrió hacia él. Tenía los ojos brillantes.

El preguntó asombrado:

—¿Qué pasa?

—Pero, ¿es que no te has enterado?

—Acabo de llegar del cementerio. A pie.

—¡Hemos tomado Teruel!

Laura miró las ropas empapadas de Tito.

—Estás hecho una sopa —dijo. Y cogió una botella de coñac.

En el piso de arriba, donde estaban los dormitorios del personal, no había nadie. Laura abrió la puerta de su habitación y entró seguida de Tito.

—Lo primero es cambiarte de ropa —dijo—. Toma esta manta. Yo voy a hacer un poco de café. Me lo da Pedro, el administrador.

Tito se quitó la ropa en un rincón y se envolvió con la manta. Se acercó a la ventana y limpió el vaho con la palma de la mano. La lluvia caía sesgada, bullía en los charcos orillados de granizo que se habían formado en el patio.

—Sigue diluviando —dijo.

Laura le ofreció un vaso mediado de coñac.

—Tómatelo. De un trago. ¡Hay que celebrar lo de Teruel!

Reía un poco borracha.

De pronto apoyó la frente en el cristal de la ventana y murmuró:

—Vienen cuatro camiones aquí. Todos de Teruel. Dicen que ha habido una carnicería. Y helados. Muchos helados. El doctor Bastos ha dado orden de que se habiliten dos quirófanos más.

—¿Crees que ha valido la pena?

—Nada vale la pena, Alejandro.

Era la primera vez que le llamaba por su nombre, sin emplear el diminutivo familiar.

Más orgulloso que sorprendido, vació el vaso de golpe. La oleada de sangre que le subió «la cara, hasta los ojos, le impedía ver con claridad los rasgos de Laura. Tostó.

—¡Cómo quema!

—Lo que pasa es que todavía eres un crío. Laura tomó el vaso de su mano y lo puso en la mesa de noche.

—¿Cuántos años tienes, dieciséis? —le preguntó.

—Todavía no.

—Ya ves. Yo ya he cumplido los diecisiete.

De pronto a ella le intimidó la desnudez de Alejandro bajo la manta.

—Será mejor que te busque un mono por ahí. Ahora vuelvo. Iba a separarse de él, pero Alejandro la retuvo.

La lluvia arreciaba. El cuarto quedó sumido en la débil penumbra propiciada por la tormenta y la proximidad de la noche. Se había hecho más íntimo. Invitaba a la confidencia, a la entrega de la intimidad, esa otra virginidad que no se da a todo el mundo. Laura no había opuesto resistencia al abrazo de Alejandro, pero seguía con la cabeza inclinada sin atreverse a mirarlo.

Él la cogió por la barbilla y la obligó a levantarla. Luego la besó. Suavemente. Apenas un intento.

Quedó sorprendido al oír su propia petición.

—Desnúdate tú también.

Laura se apartó en silencio y echó el pestillo. Luego se sentó en la cama. Tras un momento de duda desabrochó los dos primeros botones de su blanco uniforme. Dejó caer los brazos desalentada y buscó ayuda con sus ojos en los de él.

Cuando le vio avanzar hacia la cama se tumbó de espaldas y cerró los ojos. Siguió inmóvil mientras los dedos de él soltaban los botones restantes. Entonces dijo:

—¿Por qué lo hacemos, Alejandro?

La oscura combinación resaltaba la blancura de los sólidos muslos de ella. Alejandro dejó que la manta se escurriera de sus hombros y su cuerpo desnudo se aplastó sobre el de Laura, que murmuró a su oído.

—Somos vírgenes los dos.

—Sí.

Fue un impulso natural, no buscado. Algo que les redimía de la pena de sentirse niños grandes. Que los transformaba de inmediato en hombre y mujer.

Cuando Laura notó que se rompía por dentro, un desgarro gozoso, clavó sus menudos dientes en los labios de él. Alejandro siguió penetrándola, una y otra vez, hasta i que los dos se sintieron sin fuerzas. Laura le besó los ojos agradecida.

—Creo que es lo mejor que he podido hacer —dijo—. Tú te la mereces, ¿sabes? Alejandro la miró sin comprender.

—Mi virginidad. Te la mereces, porque me has dado la tuya a cambio. Y yo no sabía qué hacer con ella.

Se miraron con ojos sonrientes al ver la sábana manchada de sangre. Laura acarició los húmedos cabellos de Alejandro y dijo con voz sorda:

—Pero no lo volveremos a hacer.

Alejandro calló. Había sido muy hermoso, pero tenía la seguridad de que había faltado algo. Quizá lo mejor.

Barcelona. Marzo de 1938

Lolita se quedó mirando a la señera parada ante el escaparate de la Rambla de Capuchinos. Se acercó a ella discretamente:

—¿Marta?

La señora se volvió. Era, en efecto, Marta Acosta, la hermana de Juan. Pero Marta no relacionaba a aquella mujer de vientre abultado por el embarazo con la jovencita frágil que vivía siete años antes enfrente de su piso, en Valencia.

Lolita sonrió.

—No me conoces, claro —dijo. Y se quitó el pañuelo rojo que cubría su cabeza.

Agitó su melena rubia sin dejar de sonreír.

Marta entornó los ojos.

—Tú eres Lolita —exclamó en un tono en el que se mezclaba la sorpresa con la incredulidad.

Se abrazaron emocionadas.

Marta miró el vientre de su antigua vecina.

—Por lo que veo te has casado.

—Sí. ¿Y tú?

—También. Con Diéster.

—¿El sargento?

—El mismo. Sólo que ahora es Mayor.

Lolita propuso que se sentaran en alguna parte.

—Conozco un sitio donde sirven infusiones de hierbas. No sabes lo rica que está la mezcla de manzanilla y romero que hace la dueña. ¿Te hace?

—Vamos.

Se sentaron al fondo de un establecimiento de la calle del Carmen.

Marta echó un vistazo alrededor. Los cristales de las puertas aparecían cruzados con anchas tiras de papel engomado y la única bombilla que colgaba del techo estaba envuelta en un papel de seda amarillento. En la pared, delante de ella, había dos grandes carteles. En uno de ellos se veía un soldado herido en el suelo. El soldado señalaba al espectador con un dedo acusador y le preguntaba: «¿Y tú qué has hecho por la victoria?» Otro, de mayores dimensiones, decía: «La Patria, en peligro, llama a sus hijos.» Detrás del mostrador, clavado con chinchetas en la pared, había una cartulina rectangular de la Junta de Defensa Pasiva en la que se indicaban los números de teléfono de las Brigadas de Salvamento, las ambulancias y la funeraria.

Palmeó la mano de Lolita alegremente.

—Tú estás bien.

—Dentro de lo que cabe.

—¿Para cuándo esperas?

—De un momento a otro como quien dice.

Lolita estaba sentada con las piernas separadas y la espalda recta. Llevaba un vestido de lanilla gris oscuro de cuello redondo y un grueso jersey de algodón verdoso tipo cazadora, abrochado con una larga cremallera. Sus zapatos, negros y planos, tenían los tacones gastados. No llevaba medias.

—¿Y tu familia? —preguntó a Marta.

—Un desastre. A mi padre lo mataron en Alicante. El pobre, no se merecía esa muerte.

—¿Por qué lo mataron? Si es que en esto de las muertes hay porqués.

—Quiso llevar el barco a Sevilla, donde tenía que descargar. Pero como allí estaba Queipo, el Comité de a bordo se apoderó del barco y entraron en Alicante. Los denunciaron, claro.

Marta se quitó el abrigo, azul marino, con dos botones rojos de pasta y el cuello de terciopelo negro. Llevaba debajo una blusa camisera blanca y una falda plisada color canela. Explicó:

—Mi madre y el pequeño, que ya ha cumplido los quince, están en el pueblo. Yo les mandaba algún paquete. Del economato. Pero últimamente no les llegaban. Las pasan moradas, los pobres.

—¿Y de tus hermanos?

—No sé nada. Sé que Carlos está en la otra zona. Pero de Juan nunca supimos ni media palabra. Mi madre, al principio. Unas letras. Por lo visto estaba escondido en Madrid Sabes que era falangista.

—Sí.

Marta rió.

—Tú tuviste que ver con él. Al menos salisteis juntos una temporada. ¡Qué tiempos! ¿Te acuerdas? La Policía lo metía en la cárcel cada dos por tres y Diéster lo sacaba. Tú y mi madre, todos los de casa, llorando por culpa del dichoso Juan.

Hizo una pausa y se limpió una lágrima.

—Pero, mira. Estábamos juntos. Éramos una familia. Ahora en cambio, ya ves. Cada cual por su lado. Asustados. Escondidos. O muertos. Vete a saber. Y, por supuesto, todos odiando. Porque es lo único que queda en España: miedo y odio.

—Y eso no nos lo quitaremos de encima en muchos años. Gane quien gane, el miedo y el odio no se acabará. Sobre todo el odio. Yo, por ejemplo, nunca perdonaré a los asesinos de mi marido. Ni tú a los que mataron a tu padre. Por muchos años que pasen.

Marta la miró apenada.

—No sabía que fueras viuda.

Lolita tomó una mano de Marta y la apretó.

Murmuró:

—Tengo que hablarte, Marta. Es preciso que sepas muchas cosas. Pero tienes que ser fuerte. Se trata de tu hermano Juan.

—¿Le has visto?

Lolita asintió.

—No me asustes, hija. Me miras de una forma...

—Este hijo que llevo es suyo. Siento mucho decírtelo, pero es todo lo que queda del pobre Juan.

Marta cerró los ojos. Por un instante pensó que iba a desmayarse, pero se recuperó. La historia que Lolita le contaba era increíble. Su relación sexual con su hermano en Valencia, cuando ella tenía apenas quince años. La negativa del padre a autorizar aquellas relaciones. La cobardía de Juan, su abandono. Todo lo que pasó Lolita antes del reencuentro. Finalmente, la huida hasta los frentes de mayor peligro y la muerte de Juan.

Marta preguntó:

—¿Se lo has dicho a mi madre?

—¿Para qué?

—Dios mío. ¿Qué crees que debo hacer?

—Nada. Tu madre ya se enterará. Quizá cuando esto acabe le sea más llevadera la desgracia. No creo que tarde demasiado.

El día diez confirmaron los rumores: Belchite y Codo habían caído en poder los nacionalistas y el frente republicano de Aragón había sido roto en su totalidad.

Las unidades de vanguardia se retiraban desordenadamente. Todo el mundo temía lo peor.

La consigna en Barcelona, donde la palabra capitulación sonaba constantemente, era resistir hasta el último palmo de terreno. Coches con altavoces recorrían las calles exigiendo del Gobierno soluciones urgentes, pidiendo la movilización general. Pancartas, himnos, carteles, alocuciones radiadas, mítines más o menos improvisados, pretendían llevar hasta el ánimo del cansado ciudadano la idea de resistir a toda costa.

La tarde del dieciséis de marzo una gran manifestación organizada por los partidos políticos, a la cabeza de la cual marchaba la Pasionaria, pedía a voces vencer o morir en la lucha que se avecinaba. «¡Rendición, jamás!», clamaban los miles de personas congregadas a las puertas del palacio de Pedralbes, donde estaba reunido el Gobierno de la República.

Marta, que había presenciado la manifestación en la Diagonal, de vuelta del hospital donde había dado a luz Lolita un niño, miraba la luna llena desde el balcón de su piso. Pensaba en su marido, que combatía en la División 28.a con el grado de Mayor de Infantería, cuando oyó las sirenas. Las explosiones parecían levantar en vilo la ciudad. Los edificios temblaban, vibraba el pavimento de calles y plazas, los cristales estallaban, saltaban hecho añicos.

Con el niño en brazos, Marta salió a la calle. La gente se apiñaba a las puertas del Metro empujando, haciendo fuerza contra el compacto tapón humano que oponían los de dentro, medio asfixiados.

En vista de que no podía entrar volvió sobre sus pasos entre la multitud enloquecida. Al alarido de las sirenas de alarma se unía el de las ambulancias y los ruidos de los restantes vehículos de auxilio, bomberos y Brigadas de Reparación. Marta se tendió bocabajo en una acera protegiendo el cuerpo del hijo con el suyo, mientras proseguía el castigo aéreo sobre una ciudad indefensa iluminada por la claridad mate de la luna. Una ciudad cuya carne destrozada ya no encontraba hospitales y cuyo espíritu se había convertido en blasfemia, en muda plegaria o en resignación fatalista.

El bombardeo continuó durante tres interminables horas. Hubo una tregua, que Marta aprovechó para subir al piso y dar un poco de alimento al niño. Pero las máquinas mortíferas volvieron al alba, cuando Marta dormitaba medio aletargada. Se levantó despavorida y empezó a gritar, mientras se tapaba los oídos con las manos. Había renunciado a salir y parecía no importarle la suerte del niño, que la seguía llorando por la casa. De nuevo el estruendo de las explosiones, esta vez más cerca. Uno de los edificios de enfrente empezó a arder. Marta se acordó de su madre y la llamaba a gritos presa de un ataque de pánico. En un momento dado apartó violentamente de sí a su hijo, a quien de pronto veía convertido en una especie de monstruo.

Al atardecer Marta había perdido la noción del tiempo. Deambulaba por la casa como una sonámbula. Su hijo, agotado de tanto llorar, yacía en medio del comedor con la cara hinchada. Eran los únicos seres vivos que quedaban en la finca, cuya fachada empezaba a arder. A veces reía recordando cualquier travesura de su hermano Carlos. O le sacaba la lengua a su hermano menor, que le miraba desde cualquier rincón con el gesto enfurruñado. O canturriaba, creyéndose en el coro de la iglesia de su pueblo:

¡Oh, María, Madre mía,

oh, consuelo del mortal!

La noche trajo consigo un nuevo infierno. Los «Savoias» procedentes de Mallorca arrojaron sobre el pasmo de la ciudad miles de toneladas de bombas. La gente estaba rota. Los que no lloraban en los refugios, donde faltaba hasta el agua, o gritaban amenazando al ríelo con el puño cerrado, gemían bajo los escombros. Marta abrió el balcón El resplandor de las llamas la deslumbró, pero siguió riendo mientras observaba los haces luminosos que barrían el cielo y las graciosas lucecitas de los proyectiles antiaéreos. Todo parecía hacerle gracia. Hasta el llanto afónico de su hijo, que se arrastraba a sus pies, y a quien ya no se le veían los ojos en la cara, amoratada, tumefacta.

Lo tomó en brazos.

—Ven. No llores. Vamos a ver la fiesta desde el balcón.

Fue en aquel preciso instante cuando su marido la descubrió. Acababa de llegar del frente cuando le dieron la noticia de que el hijo y la mujer estaban atrapados por las llamas. Ordenó a un motorista que lo llevara inmediatamente a casa.

Bajo la lluvia de metralla atravesó gran parte de la ciudad desde el cuartel instalado en Montjuic. Como si presintiera la tragedia, exigió al motorista que no se parara bajo ningún concepto.

En la calle de Cortes, donde había volado una manzana entera a causa de una explosión, un hombre se echó encima de la motocicleta, una «Harley Davidson» color crema. Diéster trató de apartarlo a culatazos pero el hombre se había aferrado a la rueda delantera.

—¡Tiene una pierna cortada, Mayor! —gritó el motorista.

Entonces Diéster montó la pistola y disparó a boca jarro sobre el mutilado.

—¡Sigue, leche! Y no te vuelvas a parar porque te vuelo la cabeza —dijo poniéndole el cañón del arma en el cuello.

Cuando llegó frente al portal de su casa miró al balcón. Un grupo de personas gritó al ver que Marta, medio desnuda, se disponía a tirarse a la calle con el hijo.

Diéstei gritó:

—¡No lo hagas, Marta!

Entonces Marta dejó caer el niño a los pies de su padre. Después saltó al vacío.

Burgos. Mayo de 1938

A media tarde el Espolón era un hervidero de gente. Jóvenes oficiales paseaban, solos o acompañados de muchachas de su edad, la mayor parte de ellas vistiendo el uniforme de Falange o con las blancas tocas de enfermera. Charlaban animadamente, o bien buscaban sitio en las terrazas de los bares y de los abundantes restaurantes, siempre atestados. Mezclados con ellos se veían soldados de todas las Armas, atildados matrimonios de mediana edad, parejas de novios «formales». Y curas. Muchos curas, de uniforme o sin él, entre grupos de Flechas mosconeando alrededor de las embornadas Margaritas, alguna que otra chilaba y el uniforme espectacular de un alto mando legionario cargado de medallas.

La variedad de la indumentaria y el colorido de los uniformes contribuía a dar vistosidad a un ambiente excitante de por sí, puesto que en aquel paseo, y a cualquier hora del día o de la noche, podía encontrarse uno con la persona que menos podía imaginarse.

Fue exactamente lo que le sucedió al alférez Carlos Acosta, sentado indolentemente en un sillón de mimbre de alto respaldo frente a una jarra de cerveza. Le acompañaba el teniente Fabián Sanromá, convaleciente como él de las heridas recibidas en Teruel. Los dos tenían en la cara la palidez mate que se adquiere en las salas del hospital, y que refleja una reciente pérdida de sangre o, quizás, el pánico biológico que experimenta la juventud cuando le ve las orejas a la muerte.

En el caso de Carlos, contribuía a resaltar su palidez el recortado bigotito negro que adornaba su cara, en la que se leía una gravedad impropia de los años y de su carácter. Y era que Carlos había tenido ocasión de comprobar en el hospital la crueldad de la guerra. No tanto por la gravedad de la herida de su brazo izquierdo, sino por el cuadro que había contemplado a diario mientras estuvo allí. Jóvenes amputados paseando torpemente por el pasillo que dejaba la doble fila de camas, arrastraban las muletas y, con ellas, un espíritu abatido, sin ilusiones. Los había postrados para siempre en la silla de ruedas. O que habían entrado en el reino de las sombras. Otros, con más fortuna quizás, eran envueltos en una sábana cualquiera y sacados de las camas a altas horas de la madrugada para que los compañeros no se dieran cuenta.

Todavía no hacía ni un cuarto de hora que a Carlos le había llamado la atención un hombrecillo redondo, de piernas cortas y ágiles, que avanzaba entre los pascantes a una velocidad increíble.

—¿Dónde he visto yo a ese tipo? —le había dicho a Sanromá.

Sanromá miró al hombrecillo y sonrió.

—En un tebeo —dijo. Y añadió riendo—. Seguro que se ha escapado de uno de los chistes que pinta Benejam.

—¡Pues, claro!

Carlos salió al encuentro del pintoresco personaje, que se paró desconcertado.

—¡Don Vicente Esteve! —exclamó.

Don Vicente parpadeó. Le impresionaba la presencia de un oficial de Franco.

—Pero, ¿es que no me reconoce?

—No tengo el gusto.

—Soy Carlos. Carlos Acosta. Éramos vecinos en Valencia. Mi padre era capitán de la mercante. Y su mujer de usted se llama María Jesús. ¿O no es así?

El rostro mofletudo de don Vicente se iluminó.

—¿Cómo iba a conocerte, hijo? Si estás hecho un hombretón.

—¿Y usted qué hace en Burgos?

Don Vicente explicó lo que él llamó su odisea. En vista del peligro que corrían sus vidas, la suya y la de su mujer, habían pasado a Francia y, desde allí, a la España Nacional.

—Fue una inspiración del Espíritu Santo. Porque la verdad es que aquí, con los hombres de Dios, no hemos encontrado más que facilidades.

Hizo una pausa.

—Claro que trajimos un dinerito, con el que hemos podido montar un pequeño negocio. Una pasamanería.

—¿Aquí, en Burgos?

—Sí. Detrás de la catedral.

Sacó una tarjeta del bolsillo superior de la americana y se la dio.

—Mire, aquí tiene la dirección. Puede venir a visitarnos cuando quiera. Tendremos mucho gusto en invitar a comer a un oficial de Franco.

Carlos se interesó por los conocidos de Valencia, pero don Vicente Esteve no pudo dar razón de nadie. Estaba obsesionado con el hijo del sacristán de su pueblo, a quien temía ver aparecer por cualquier sitio.

—Yo creo que tiene un pacto con el diablo —dijo bajando la voz—. A nosotros nos perseguía por todas partes. Ya podíamos escondernos donde fuera. Pero lo atraparé. Y haré que lo fusilen. Y no es que uno sea vengativo. Que Cristo fue el primero en perdonar a sus enemigos. Pero, como dice el Caudillo, hay que limpiar la Patria de rojos. Son víboras, Carlitos, si me permites que te llame así. Y a las víboras, hasta la Virgen Santísima les aplasta la cabeza con su divino pie.

Carlos le preguntó por Lolita, pero don Vicente dijo que prefería no hablar de ella.

—Nos abandonó. Y dicen, dicen, porque la gente es muy mala, ya lo sabes bien, que estaba en una casa de mala nota. Nosotros, por supuesto, no queremos nada con ella. Ni el recuerdo.

Entorpecían el paso, y como don Vicente no quiso sentarse con Carlos se despidieron hasta más ver.

Ahora Carlos miraba intrigado al jefazo falangista que se acercaba sonriendo.

—Hoy es día de encuentros —dijo a Sanromá—. ¿Conoce» a ése?.

—Sale en los papeles. Pero no tengo el puto gusto.

—Pues viene hacia aquí.

—¡Será porque le gustas, coño! Yo me largo. El jefazo se presentó como Sancho Barca.

—Te he conocido por lo que te pareces a Juan. ¿O no tienes un hermano llamado Juan? Juan Acosta. Estudiábamos Medicina. En Valencia. Yo te he visto varias veces en tu casa.

Carlos cayó en la cuenta de que tenía delante al grandullón que se encerraba en el cuarto de su hermano para hablar de política.

—¡Sancho Barca! Pero qué pequeño es el mundo. Precisamente acabo de encontrar a un vecino de Zapateros. Y ahora tú.

TOC \o "1-3" \h \z Sanromá se sentó. Dos jóvenes uniformados de negro le esperaron de pie detrás, en la acera..

Contó cada uno su peripecia, y Sancho Barca se ofreció para lo que necesitara en

—Yo estoy en el Cuartel General. Departamento de Propaganda. Trabajo en el grupo de Giménez Caballero. Aunque en realidad todos cumplimos las órdenes de

Serrano Suñer. ¡Un cerebro!

Explicó que, en vista de lo sucedido a su familia, pidió asilo en una embajada, en Madrid.

—Allí fue donde conocí a Ramón. Pero yo me pasé antes.

—¿Qué fue de tu familia?

—Muertos. Fueron a buscarme a la finca de Godella, donde pasábamos los veranos, y como no me encontraron mataron a mis padres y a mi hermana. Tenía catorce años. Sancho apretó el puño y golpeó el mármol de la mesa.

—Yo lo supe aquí. Creí que me volvía loco. ¿Y sabes cómo me tranquilicé?

Yendo voluntario a los pelotones de ejecución. ¡Veintidós días seguidos! Inclinó la cabeza.

—Sangre de día y vino por la noche. ¡Qué leches! Me sacaron de allí, porque si no todavía le estoy dando al gatillo. ¡Hay que acabar con todos!

Hablaba sin parar, fanatizado por un confuso credo, entre místico y totalitario. Según él, España era un ser vivo con la sangre envenenada.

—¡Y hay que depurar esa sangre! El argumento no es nuevo. Lo usó santo Tomás de Aquino para demostrar racionalmente la necesidad de la pena de muerte. Si un miembro gangrenado pone en peligro el organismo, hay que cortarlo. Aunque duela. En nuestro caso, no se trata de un miembro. Se trata como te he dicho de la sangre de España. ¡Está podrida, Carlos! Y hay que eliminar esa sangre. Hay que hacerla correr. Tirarla a los perros. No importa el número de ejecuciones. Un millón. Dos. Siete. ¡Los que sean! Por eso nuestra cruzada no es la clásica guerra civil. De intereses. O de apetencias dinásticas. No es eso. Aquí se ventila la pureza de una raza y la fe de un pueblo. Por eso ahora combatimos a los que hablan de mediación. ¡Son traidores, y el Caudillo está dispuesto a ejecutarlos! Inglaterra y Francia, ahora que ven que las cosas no les van bien, porque Hitler las meterá en cintura, quieren componendas. Tratan de mediar para que Franco firme una paz con los rojos. Pero él sabe Jo que tiene que hacer. Pelearemos hasta el final. Hasta que no quede ni uno. Y después de la guerra se hará la gran depuración.

Sacó de una cartera de cuero negra un texto mecanografiado.

—Es el último discurso de Franco. Escucha.

Leyó: «Cuantos desean la mediación, consciente o inconscientemente, sirven a los rojos y a los enemigos encubiertos de España.

»La guerra de España no es una cosa artificial; es la coronación de un proceso histórico en la lucha de la Patria contra la anti-Patria, de la unidad en la secesión, de la moral con el crimen, del espíritu contra el materialismo, y no tiene otra solución que el triunfo de los principios puros y eternos contra los bastardos y antiespañoles. El que piensa en una mediación propugna por una España rota, materialista, dividida, sojuzgada y pobre, en la que se realice la quimera de que vivan juntos los criminales y sus víctimas; de una paz para hoy y una guerra para mañana. La sangre de nuestros gloriosos muertos y la fecunda de tanto mártir caería sobre el que escuchase tan insidiosa maniobra; la España Nacional ha vencido y no dejará arrebatarse ni desvirtuarse su victoria, ni por nada ni por nadie.»

Sancho siguió diciendo.

—Ya lo ves. Hay que volver a los orígenes de nuestra grandeza histórica. Reconstruir la sociedad. Buscar los viejos cauces. Los clásicos. Es ahí donde se encierra toda nuestra verdad. Y no en las democracias parlamentarias, que se ha visto que son un fracaso. Que no corresponden a los nuevos tiempos. Tenemos al jefe que manda y a una España dispuesta a obedecer. Sin hacer preguntas. Ciegamente.

Hizo un amplio gesto con los brazos.

—Y cuando acabe la guerra todo esto terminará.

—¿A qué te refieres?

—Al espectáculo que dan nuestras mujeres. Han perdido el recato. La guerra las ha sacado de sus casas porque su ayuda se hace indispensable. Hasta ahí, de acuerdo. Pero esta promiscuidad tiene que terminar. No está bien aprovechar la coyuntura del hospital o la del Hogar del Combatiente para oler pantalones. Ni ultrajar el uniforme. ¿No las estás viendo? ¡Todas van buscando a los tíos! Para eso ya están las tiorras rojas. Las putas milicianas. La mujer española se debe a su hogar y a los hijos. Y al marido, que es quien la mantiene. Pilar está muy preocupada con este asunto. Pero se arreglará.

Había oscurecido. A lo largo del Espigón brillaban las luces mortecinamente. La gente seguía en el paseo, en el que ahora se veían coches lujosos, algunos de los cuales lucían la cruz gamada en puertas, banderines y distintivos. Eran los jefazos de la «Cóndor», que acudían como todas las noches a los restaurantes más caros. Procedían en su mayoría del «Hotel Condestable», donde se alojaban las planas mayores de los Cuerpos de Ejército.

Sancho Barca se levantó.

—Tengo que irme —dijo. Y se ajustó el cinto, con la gran hebilla plateada y las flechas esmaltadas en rojo.

Carlos observó a los dos falangistas uniformados, que esperaban en posición de firmes. Pensó que eran una especie de guardaespaldas.

—Sabes dónde me tienes —siguió diciendo Sancho—. Tenemos un Servicio de Información muy eficiente. Te lo digo por si quieres que intentemos saber algo de Juan.

Agradeció el ofrecimiento. Se dieron la mano. Sancho alzó el brazo y Carlos le hizo un amago de saludo militar.

Cuando se volvió a sentar estaba triste. Pidió una manzanilla para quitarse el muermo.

Eran las tres de la madrugada cuando don Vicente Esteve despertó sobresaltado. Preguntó a su mujer:

—¿Has oído, María Jesús?

—Es una voz de ultratumba. ¡Dios mío, apiádate de nosotros!

María Jesús «Aligó a su marido a bajar de la cama y a que se arrodillara a su lado, estaba convencida de que la oración conjuraba todos los males, por lo que empezó g toar, en latín, un tremante Confíteor a dúo con el marido. De nuevo sonaron los aldabonazos, y otra vez escucharon la voz sepulcral: «¡Cochinos beatos! Queréis libraros de mí, pero no podréis conseguirlo. El alma en pena del hijo del sacristán os seguirá dondequiera que estéis. Y os atormentará día y noche.»

Don Vicente Esteve y su mujer se miraron aterrados. Ninguno de los dos sospechó que la voz de ultratumba fuera en realidad la del alférez Carlos Acosta, que andaba de jumera con el teniente Sanromá y con dos furcias de casa de la Lola tratando de olvidar juntos las cosas de la guerra.

Valencia. Julio de 1938

Alejandro encontró entornada la puerta del piso. Llamó con los nudillos porque el timbre había desaparecido de su sitio. En vista de que nadie contestaba entró en el pequeño recibidor, iluminado apenas por la claridad procedente del balcón del fondo. Preguntó:

—¿Hay alguien aquí?

Al final del pasillo apareció la silueta de un hombre. Hasta que no lo tuvo muy cerca no reconoció en el anciano esquelético que avanzaba a contraluz a Emerenciano Adell. Un limbo rosáceo los envolvió cuando éste dio vuelta al interruptor.

Se quedó mirando al recién llegado Escrutando su cara. En vista de su silencio preguntó:

—¿Es usted de la funeraria?

Alejandro negó con la cabeza. La cara chupada de Emerenciano, sus hundidas mejillas y los acartonados pliegues de la sotabarba, le habían privado momentáneamente del habla. Emerenciano estaba sin afeitar y tenía los párpados enrojecidos. Como inflamados.

—¿Entonces qué se le ofrece? Alejandro levantó la cabeza hacia la luz.

—¿No me conoce?

Los resecos labios de Emerenciano temblaron. Se había emocionado.

—Pues, no.

—Soy Alejandro. Hemos recibido el telegrama y he venido yo. Mamá no se encuentra bien.

—¿Tú eres Tito? Se abrazaron.

—Pero ¿cómo iba a conocerte? Si cuando te fuiste de aquí eras un mocoso. ¿Cuánto tiempo hace?

—En el treinta y uno.

—Ya ves. Hace siete años. La de cosas que han pasado. Rió entre las lágrimas.

—Te agradezco que hayas venido. Pero, pasa.

Avanzaron por el pasillo. Al llegar a la puerta del comedor, Emerenciano volvió la cara.

—¿Has visto lo que nos ha hecho tu tía Isabel? No podía ocultar su pesadumbre.

—¿De qué ha muerto?

—De hambre. Y de falta de medicinas. Ella era asmática. Como no podía medicarse, le falló el corazón en uno de los ataques.

Del comedor habían desaparecido todos los muebles. Únicamente quedaba la mesa de camilla, dos sillas bajas de anea, encordadas, y el sillón de mimbre de Isabel. De los óleos sólo restaban las huellas en las paredes. Olla a orines.

Emerenciano abrió los brazos en un amplio ademán.

—Ya ves —dijo—. Hemos tenido que vender poco a poco los muebles. Todo.

Explicó que les habían quitado el sueldo y se habían incautado de las fincas de Godella.

—Nos quedamos sin nada. Al principio yo trabajaba por las mañanas en una fábrica de tiza. Y tu tía hacía apósitos. Pagaban poco, pero íbamos tirando. Pero el trabajo se acabó.

Se sentó trabajosamente.

—Nos hemos deshecho de todo. Empezamos por las alhajitas de Isabel. Mi reloj de oro. Todo. Y ahora no sé qué venderé.

Rió menudamente.

—¡El alma al diablo!

Alejandro examinaba los pantalones grises de Emerenciano, de amplias culeras, con la pretina floja y una mancha amarillenta bajo la bragueta. Llevaba una camisa sin cuello con los puños recogidos sobre las muñecas.

—Pero usted era republicano.

—Y lo soy. Pero, amigo, íbamos a misa.

Sus ojillos claros chispearon.

—El culpable de todo esto es un mal bicho. Un maestro que hay en la Inspección. Un inútil. Yo me negué a firmarle las prácticas y ahora se ha vengado de aquello. Pero me las pagará.

Levantó la cabeza hacia Alejandro, que seguía de pie.

—¿Quieres ver a tu tía?

Le acompañó al dormitorio. Isabel yacía amortajada sobre el somier de la cama de matrimonio. Tenía el rostro contraído, los ojos habían desaparecido tras la aborrachadura del párpado, y en sus labios había un frunce apicarado como de burla. Su marido le había puesto un vestido negro de lanilla con pequeños volantes en la pechera. Llevaba el cinturón y la correa del hábito de la Virgen del Rosario. Un velo de blonda cubría su menuda cabeza de pájaro.

Emerenciano dijo:

—Antes de que se la lleven le pondré el rosario de nácar. La pobre, me lo pidió. El rosario es lo único que no quiso vender. Manías.

Por la rendija del balcón entraba un dorado rayo de sol que se rompía en irisaciones sobre el pulimento del cabezal. La mosca que se inflamaba en él, y que zumbaba insistentemente como un sostenido de celo, se posó en la afilada nariz del cadáver. Entonces el marido la espantó con la mano y extendió sobre el rostro un fino pañuelo de batista.

—Esperemos que los de la funeraria se acuerden —dijo. Y tomó a Alejandro del brazo.

En el comedor, donde se sentaron, hablaron del padre de Alejandro.

—Fue una temeridad —dijo Emerenciano—. No tenía que haberles llevado la contraria a los del Comité de a bordo. Pero yo sé que tu padre era, ante todo, un capitán de barco. Lo llevaba en la sangre.

Alejandro dijo sordamente:

—Mi hermana Marta también ha muerto. Y su hijo.

—¿Martita? ¡Señor! ¿Cómo ha sido?

—En un bombardeo. Nos lo dijo Diéster. Por carta.

Emerenciano se había llevado las manos a la cabeza.

—Tu pobre madre estará deshecha —dijo reprimiendo las lágrimas.

—Allí está. Sin moverse de la silla. Se le hinchan los pies y tose. Pero dice que quiere vivir. Por mí. Y para ver a Carlos y a Juan.

—Aquí también ha sido horroroso. ¿Te acuerdas de don Antonio León?

—¿El padre de Emilín?

—Y de Luisa. Sí, señor. Le dieron el paseo.

—¿Por qué?

Emerenciano se encogió de hombros.

—Para estas cosas nunca hay porqués. Fueron un par de tipos a su casa y se lo llevaron. Apareció en una cuneta. Creo que por Benimámet.

—¿Y la familia?

—No sé nada de ellos. A Emilín la pusieron sus padres en las Adoratrices, una especie de residencia para jovencitas descarriadas.

Bajó la voz.

—¡Buscaba a los hombres! Se iba con el primero que encontraba. Es una enfermedad muy fea de las mujeres. No recuerdo ahora cómo se llama. Cuando vino todo esto asaltaron el convento y ella se fue con un miliciano. Ahora dicen que anda por ahí. Perdida.

Una banda militar cruzaba la Plaza de Serranos interpretando una marcha. La seguían varias compañías de Infantería formadas por soldados de los últimos reemplazos. Casi niños.

Alejandro salió al balcón. Veía la escena. Emilín se había quitado las bragas y le enseñaba su sexo sonrosado como una fruta, mientras hurgaba con una mano en su entrepierna, la de Alejandro.

Preguntó a Emerenciano:

—¿A dónde van?

—Hoy es 18 de julio. Supongo que habrá desfile. Éstos irán a la Alameda. Siempre salen de allí.

Rió un poco desganadamente. Añadió:

—A celebrar la «victoria». ¡Ay, Señor!

Cuando entró en el comedor, Emerenciano le miró a los ojos con fijeza.

—¿Y tú que opinas de todo esto?

—Que la guerra está perdida.

—La guerra la perderemos todos, hijo.

Pellizcaba distraídamente los colgajos de la barba. Los estiraba, como si fueran tiras de goma, y dejaba que la inercia de la carne los recuperara en su justo volumen.

—Cuando vengan los otros —siguió diciendo—, que ya los tenemos ahí, en Burriana, Franco y su camarilla echarán el freno al progreso democrático del país. Será como si diéramos todos un salto atrás de lo menos un siglo. El cacique, el cura y el militar. Porque los falangistas no van a servirle más que para verdugos. Acabarán con todas las personas decentes que queden.

Dejó escapar una menuda carcajada y pronosticó:

—Y luego Franco acabará con ellos. Ya lo verás.

Hizo una pausa.

—Yo lo que quería preguntarte es del lado de quién estás tú.

Alejandro se encogió de hombros.

—¡No irás a decirme que eres neutral!

—No exactamente.

—Es que los neutrales son los grandes culpables de todas las guerras civiles. La propician con su desinterés. Con su apatía criminal. Y la justifican. Los neutrales son precisamente los que quieren «ser salvados». Por eso a los Gobiernos reaccionarios les interesa que la gente sea inculta. Y rutinaria. Y cobarde. Yo, dicen, a lo mío, que es mi trabajo y mi familia. ¡Y no es así, córcholis! Su familia no es esa cosa pequeñita y cerril que se reúne en torno a la mesa a la hora de comer. Así únicamente se consigue hacer hijos insolidaríos. Egoístas. Su familia somos todos. La Humanidad entera es la familia de uno. Esto es lo que tenéis que entender los jóvenes.

—¿Y la causa del pueblo? Supongo que los pobres, el trabajador español, está antes que la Humanidad. Necesitan ayuda.

—El pueblo es desagradecido. Mira lo que ha hecho aquí. Robar, matar inocentes. A la gente pobre, e ignorante, se le hace un flaco favor hablándole de libertad y de igualdad. Es algo así como ponerle al burro una chistera. ¿Para qué quiere la chistera el burro? Al pueblo hay que enseñarle que la libertad hay que conquistarla día a día. Que no es algo que se regala. Y la única forma de que te comprendan es dándoles cultura. ¡Ésa es la verdadera libertad! Una persona digna, y humana, si además tiene cultura, sabrá compartir con los demás. Lo que sea. Un plato de fideos, unas pesetas o lo que uno sabe. El problema de España es un problema de cultura. Nada más.

Se quitó la salivilla de los labios y continuó:

—Irás por el mundo. Conocerás a mucha gente. Les hablarás de todas estas cosas, porque sé que lo harás, pero no te entenderán. Te dejarán solo con la palabra en la boca. Y ganarás fama de aburrido, porque los españoles somos así. O de resentido.

Se levantó trabajosamente al oír voces en el recibidor.

—Pero tu obligación es seguir hablándoles. No lo olvides, Alejandro. Lo que el pueblo necesita es cultura, cultura y cultura. Únicamente con la cultura podrá seguir ese punto de reflexión indispensable para que el hombre, el pueblo que dices tú, sea más humano. Es la única forma de evitar que llegue a los extremos de barbarie a que hemos llegado nosotros. Porque hay que ver el ejemplo que estamos dando al mundo.

Al oír las voces en el pasillo anunció:

—Ya están ahí los de la funeraria.

Aquella misma noche, en el tren, Alejandro escuchaba el final del discurso que con motivo de la celebración del 18 de julio había pronunciado don Manuel Azaña, Presidente de la República. Lo leía a sus compañeros en voz alta un joven teniente de Artillería y decía así: «Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otras generaciones, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección, la de estos hombres que han caído embravecidos en la batalla, luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor y nos envían con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la Patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, piedad, perdón.»

Cuando hubo terminado de leer, el teniente exclamó furioso:

—¡Eso es cantar la gallina! ¿A quién pide doña Manolita paz, piedad y perdón? ¿Al traidor Franco? Lo que él se estará riendo con el discursito. Lo que hay que hacer es luchar hasta el final. Y si no es posible acabar con los fascistas, le pegaremos fuego a lo que quede.

Nadie se atrevió a replicarle, en vista de lo cual el teniente cruzó los brazos sobre el pecho y se dispuso a dormir. Alejandro observó su rostro anguloso lleno de sombras. Ignoraba, lo mismo que el propio teniente, que veinte años más tarde sería un hombre gordo de derechas y franquista «de toda la vida».

Mas «Can Toni», Julio de 1938

En seguida que el Mayor Cartón supo la noticia montó a Garrido y galopó en dirección al mas.

El sol caía a plomo sobre los resecos montes de carrascas. La tierra ardía. Como ardía el aire que se respiraba y el robusto pecho de Garrido, que resoplaba con los secos ollares dilatados y los ojos inyectados en sangre.

El Mayor Cartón detuvo su cabalgadura en lo alto de una loma de espinos todavía verdes, desde la que se divisaba entre los pinos el achatado caserón del mas. Invisibles insectos estridulaban en los jarales en un crepitar semejante al de la broza ardiendo. La calina que ascendía de la tierra desdibujaba el paisaje asilvestrado de la sierra de Pándols. El Mayor Diéster Cartón palmeó agradecido el cuello de su montura y golpeó suavemente sus ijares con el tacón de la bota. Entonces Garrido empinó las orejas al tiempo que iniciaba el descenso de la ladera.

Desde la muerte de la mujer y el hijo, hacía poco menos de cinco meses, Diéster había adquirido un prestigio casi mítico entre sus hombres. Había combatido en la batalla de Levante y defendido hasta el último instante la ciudad de Gandesa. Luego, siempre en retirada, organizó personalmente la salida de los vehículos rezagados y, en un intento suicida, se había instalado con una sección de voluntarios en un viejo edificio de la entrada de la ciudad, a fin de contener en lo posible el avance del enemigo. Tuvo que ir personalmente el teniente coronel Tagüeña, con sus hombres y tres «Vickers», a sacarlo de allí.

No le importaba morir a Diéster Cartón. Más bien lo estuvo deseando durante los primeros meses, en los que la rabia había convertido su valor en temeridad. A pesar de ello, fue condecorado personalmente por el Presidente del Consejo de Ministros, el doctor Negrín.

Durante aquel tiempo se había operado un notable cambio en su carácter. Muertos el hijo y la mujer, Diéster vivió un tiempo obsesionado por la idea de que aquello había sido una especie de castigo a su ambición. Quería a Marta, aunque en el fondo siempre había visto en el matrimonio con ella una forma de elevarse ante los demás. Casarse con una señorita quizá le había envanecido demasiado. Pero las dramáticas escenas que vivió en Barcelona del diecinueve al veintidós de julio le revelaron hacia qué lado se inclinaban sus verdaderos afectos. Supo, además, quién era él en realidad: un hombre del pueblo, en cuyo corazón despertó de pronto un odio brutal hacia las personas de clase como Marta. Se apartó, pues, de ella.

Ahora sonreía al oír los ladridos de Máximo, un podenco que había llevado él misino al mas unas semanas antes.

La habitación era grande y penumbrosa. Fresca. Tenía las paredes enjalbegadas, el techo alto, con envigado de pino, y una pequeña ventana enrejada que daba a la ladera del monte. La ventana tenía echada una cortina blanca de lienzo con greca azul abajo. Se oía el zumbido de una mosca. Arriba, en el tejado, chiaban débilmente los gurriatos de la última pollada, aportando al ambiente de paz una enervante nota como de siesta.

Frente a la puerta de entrada, al fondo, se veía una cama de matrimonio. Grande, alta, con pulidos barrotes torneados en el cabezal y el rodapiés, frescas sábanas de hilo y un cabecero. Todo aseado. Muy limpio. Una alta cómoda de nogal con media docena de cajones ocupaba gran parte del espacio que dejaba la cama hasta la pared de la izquierda. Sobre la cómoda había un quinqué, un espejo de luna neblinosa, una jofaina de loza con el jarro y una especie de arqueta sustentando una palmatoria azul de porcelana. A la otra parte de la cama estaban el palanganero, con espejo de bisagra y un rústico sillón de mobila con asiento de esparto. Un perchero de brazos curvados y varias sillas completaban el mobiliario.

La criatura que descansaba en medio del lecho sólo llevaba puesta la venda umbilical. Era de carnes sonrosadas, facciones pequeñas y pelo oscuro. Dormía sosegadamente. A su lado, sentada en el borde de la cama, su madre miraba con encono la mosca que sobrevolaba la cara del niño, quizás atraída por la baba transparente que colgaba de sus labios como una gran lágrima.

Lolita levantó la cabeza al oír los ladridos de Máximo. Descartó la posibilidad de que fuera Diéster quien llegaba, para caer en la cuenta de que el podenco ladraba a los aviones que sobrevolaban la zona.

Cerró los ojos. Desde que había dado a luz los acontecimientos bélicos se habían precipitado. Reconquistado Teruel, los nacionalistas habían rebasado Belchite el once de marzo, el mismo día que nació su hijo. Sucesivamente cayeron Montalbán e Híjar, así como las minas de Utrillas. Veinticuatro horas más tarde llegaban las primeras avanzadillas a Alcañiz y Caspe, en cuya zona no existía ni una sola unidad republicana organizada. Era aquél un peligroso espacio abierto a la costa mediterránea. Un gran boquete de unos cincuenta kilómetros, que separaban el Ejército de Maniobra de los del Este. Las tropas enviadas por el mando para taponar la brecha fracasaron en su propósito, abrumadas por la superioridad de hombres y de material. El Ejército republicano perdió en la operación cerca de cincuenta mil hombres, sesenta aviones y varios tanques. Y la ofensiva enemiga continuó. El veintitrés de marzo caía Pina, el veintisiete los nacionalistas pisaban tierra catalana y al día siguiente tomaban la ciudad de Fraga. La lucha era enconada. El enemigo estaba a las puertas de Lérida en los primeros días de abril. A pesar de la tenaz oposición de los hombres del V Ejército, al mando de Líster, las Brigadas Navarras y el Cuerpo de Galicia ocupaban el 15 de abril Vinaroz y las poblaciones inmediatas hasta San Carlos de la Rápita.

Días después, entre el clima de derrota que se respiraba, se presentaba Diéster en la pensión de Conde de Asalto, donde se había refugiado Lolita con su hijo. Le ordenó que preparara rápidamente sus cosas y que se fuera con él, que había sido destinado a la XV División, al mando de Tagüeña, en el Ebro.

Ahora Lolita recordaba lo sucedido. Marta se había despedido de ella hasta el día siguiente en el hospital donde había dado a luz. Pero empezaron los bombardeos, que habían de durar tres días. Temiendo lo peor, Lolita se presentó en casa de Marta, donde los vecinos la informaron de lo sucedido. De allí, directamente, había ido al cuartel de Montjuic. No conocía personalmente a Diéster, aunque sabía por Marta dónde podía encontrarlo. Por eso no le reconoció cuando él salió a ver quién era la joven que le buscaba.

Aquella misma tarde Diéster la acompañó al cementerio de Montjuic. La vio llorar ante el nicho de Marta y el niño. Más tarde, en el cuarto de la pensión de Lolita, Diéster besaba la frente del pequeño Juan Antonio.

»—Ojalá esta criatura pueda vivir en paz —había dicho—. Él y todos los españoles de su quinta. Y los que vengan detrás. Todos.»

Lolita declaró:

»—Fue engendrado en el infierno de Brúñete. Bajo la metralla. Éste es el hijo de la guerra. Vengará a su padre. Y a su tía Marta. Y al pequeño Diéster. Nos vengará a todos.

»—¿Qué quieres decir?

»—Que haré de él un auténtico revolucionario.»

No lo volvió a ver hasta que se presentó en la pensión, meses después, para llevársela. A ella y al niño.

Los días que estuvieron en el mas antes de incorporarse él a su destino, Lolita creyó descubrir en la mirada de Diéster un deseo reprimido. Una noche de últimos de junio, sentados al fresco bajo un cielo cuajado de estrellas, ella le dijo que nunca podría querer a otro hombre que no fuera Juan.

«-Ni siquiera por gratitud. Un sentimiento que suele confundirse con el amor. Yo quieto a Juan como si aún estuviera vivo. Te diré más. Para mí no ha muerto. Está aquí. A mi lado. Ahora mismo. ¿Comprendes lo que trato de decirte?»

Diéster inclinó la cabeza.

«-En lo que se refiera al amor de los hombres, Juan fue la letra mayúscula y el punto final. No hay más, Diéster. Nunca lo habrá. En lo sucesivo, la letra mayúscula de mi vida ea mi hijo. El punto final veremos cuándo llega. Pero si le tocara antes a él, el suyo seria el mío.»

Diéster calló.

La vieja Montse asomó su amigada cara.

—Es él —dijo en voz baja para no despertar al niño.

Lolita salió de la habitación de puntillas.

—¿Diéster?

—Sí.

—Qué rato.

La vieja Montse no había aprendido a pronunciar el nombre de Diéster. Le llamaba Mayor. O, cuando hablaba con Lolita, simplemente él. Vestía un amplio faldellín ala de mosca, blusa clara y cubría su cabeza con un pañuelo de pita anudado bajo la barbilla.

Desde el portal, con arcada de medio punto en piedra sillar, se divisaba la llanada hasta el lecho del Ebro. El sol hería los ojos, por lo que Lolita hizo visera con la mano derecha. Una brisa suave agitaba los bajos de su falda azul, que dejaba transparentar sus piernas.

—Lo he visto detrás de la loma —dijo Montse. Y su barbilla puntiaguda tembló de oscuros miedos.

—¿Y Manel?

—Salió por la alberca.

La vieja rió una risita húmeda y desdentada.

—Va a esperarlo porque le trae tabaco.

Lolita avanzó hacia el centro de la era. Las hojas de los álamos que ceñían el espacio abierto entre la casa y los cuadros de hortalizas se agitaban como si fueran mudas castañuelas al viento. Llegaba desde el palomar el zureo de un macho atrafagado. La tierra despedía un calor de horno.

—¡Qué día! —exclamó la vieja desde la sombra de un pino inmóvil.

Lolita calló.

—Por Santiago, ya se sabe —siguió la Montse—. Son los días más fuertes del año. Mi abuela, en paz descanse, decía que el apóstol mata las pulgas con su espada de fuego.

Diéster bajaba la ladera con la gorra en una mano v se enjugaba el sudor del cuello con la otra. Detrás, a unos pasos de él, avanzaba Manel llevando al caballo de las riendas.

Cuando se paró frente a ella, Lolita dijo:

—¿Cómo se te ocurre ponerte en camino con este calor?

Diéster alzó las cejas. Tenía hinchadas las venas de la frente y la cara llena de oquedades. Sudaba por todos los poros de su piel.

—Era preciso —repuso—. Tengo que volver esta misma noche.

En el zaguán se quitó las botas altas y la guerrera. Después bebió del botijo que Montse le ofrecía.

—Sólo un traguito, Mayor. El agua hace pulmonía cuando el cuerpo suda.

La miró agradecido.

Mientras Lolita llenaba una palangana, Diéster se acercó a la puerta entornada del dormitorio.

—¿Cómo está?

—Bien. La diarrea le pasó en seguida. Es fuerte.

Como todas las mañanas a la misma hora había entrado el levante. Las primera» ráfagas silbaban en los pinos que crecían detrás de la casa y llenaron el zaguán del aroma dulzón de las garrofas almacenadas en la cuadra.

—Ahora refrescará —dijo Lolita. Y añadió—: Jabón es lo que no puedo darte. Diéster estiró las piernas.

—He traído yo —dijo con aire cansado—. Y provisiones para varios días.

La miró a los ojos.

—Tenéis que salir de aquí.

—¿Cuándo?

—Cuanto antes.

Lolita seguía de pie con los brazos cruzados sobre el pecho. Había engordado y era una mujer plena y saludable de talante resuelto.

—¿Qué ha pasado?

—Atacamos a medianoche. Se pone en movimiento todo el Ejército del Ebro.

—Qué te parece a ti.

—Una locura. Tácticamente, claro. La estrategia de la operación no está mal. Yo creo que es cosa de Negrín.

—¿Qué pretende ese putero?

—Dar la sensación de que la guerra no está perdida. Sobre todo a las democracia» europeas.

—No son tontos.

—Ese Hitler tiene al mundo atemorizado. Si Francia e Inglaterra reaccionaran a I tiempo, todavía podíamos salvarnos.

—Una guerra europea no se ve venir. Al menos de inmediato.

—Lo peor sería que los ingleses y los franceses pactaran con Hitler. Entonces sí que podíamos despedirnos. Hay toneladas de material ruso detenido en la frontera. Y aquí, en el Ebro, vamos a jugárnoslo todo.

Lolita le preguntó qué pensaban los Estados Mayores. —Anoche hablé con Manolo.

—¿Tagüeña?

—Sí. Dice que ve a Modesto muy entusiasmado. Pero ya sabes cómo es él. Igual que se anima se derrumba.

—¿Y qué pensáis hacer?

—Atacaremos por sorpresa todo el V Cuerpo y el XV. A Líster le gusta la sorpresa.

—¿Pasar a la otra orilla?

—Y ocupar el bucle que hay entre Ribarroja y Benifallet, con Mora y Flix en el centro. Hay que rebasar la línea que va de Pobla de Masaluca a Gandesa. ¡Una tontería! Lolita se sentó.

—Una barbaridad. Os destrozarán. Se encogió de hombros.

—Ojalá tengáis suerte, pero...

—Ya sé. La penetración. Nos pasará lo de siempre. Además, no tenemos suficiente material. Pero uno no puede hablar. Modesto, Líster, el mismo Tagüeña, son comunistas. Cualquier indicación puede costar je a uno la cabeza, aunque también sea del Partido. Nos tenemos miedo unos a los otros. Allí nadie se atreve a decir lo que piensa honradamente.

Cerró los ojos con un gesto de abatimiento.

—A mí me parece que la maniobra de Negrín tiene detrás a Stalin. Si esto sale medianejo y Europa se anima, el padrecito nos ayudará. De lo contrario cerrará el grifo. Y ya me dirás. Con una retaguardia desmoralizada, jodida, sin pan que llevarse a la boca, con los frentes del Sur abandonados, Cataluña aislada y todo el Norte de ellos, ya me dirás lo que vamos a durarles.

Se levantó.

—Todo esto va a ser un infierno dentro de poco. Tardará más o menos. No lo sé. Pero Franco no es de los que aguanta chulerías. Por eso tenéis que largaros de aquí. Tú y el niño.

—¿En seguida?

—Yo opino que sí. Luego podría ser tarde. ¿Quién te dice que no hacen una bolsa por detrás y nos cogen como corderitos? Y tú estás muy comprometida. Cualquier bocazas puede llevarte al paredón.

Diéster le dio una pequeña bolsa de cuero con varias monedas de oro.

—Guárdate esto. Te servirá. Pero yo que tú no las cambiaría aquí. Mejor hacerlo si tienes que pasar la frontera.

Ella dijo un poco envarada:

Voy a esperar.

—¿Por qué?

—Quiero ver lo que pasa.

Le volvió la espalda.

—Además —añadió con voz firme—, me gustaría que nos acompañaras.

Lolita avanzó hacia la chimenea y cogió un limón grueso muy maduro que había en el revellín. Después de clavarle las uñas y aspirar su aroma, confesó:

—Te necesito. Me asusta el destierro sola con el niño.

Vaciló antes de seguir. Luego dijo de tirón:

—Podrías acompañarnos.

Diéster se acercó a ella. Le temblaban las manos cuando las puso sobre los hombros desnudos de Lolita.

—No me gusta que me quieran por compasión. Pero de ti lo admitiría todo.

Lolita se volvió. Estaba rabiosa.

—¡Nadie ha hablado de quererte!

Corrió hacia su dormitorio y se volvió al llegar a la puerta.

—Yo sólo he dicho que necesito tu ayuda.

Desapareció ciando un portazo.

Castell de Guadalest. Febrero de 1939

Los heleros centelleaban alcanzados por los rayos oblicuos de un sol color naranja. Las blancas lenguas de nieve depositada se extendían irregularmente sobre el verde pálido de la montaña. Un halo iridiscente los envolvía, imprimiendo al conjunto una apariencia irreal de mundo soñado.

Alejandro los observaba desde la cama a través del ventano de su pequeño dormitorio. Veía también un pedazo de cielo, todavía incoloro, y parte de las ramas de un almendro con dos flores sonrosadas. Salvo el quejido un poco burlón de la cogujada, todo era silencio.

_ Había llegado a la masía la noche anterior, muy tarde, con el padre de Marina. Viaje accidentado, que empezó en el tren, siguió en tartana y que había de terminar a lomos de acémila por senderos iluminados por una luna fría de cara enharinada. Viaje insospechado, además, que había tenido su origen en la visita que hizo la víspera a Beatriz el padre de Marina para decirle que su hijo Carlos vivía.

«-Nos hemos enterado por casualidad —había dicho Martín—, y vengo a ponerlo en su conocimiento. Buscábamos a un tal Braulio Acosta, un soldado desaparecido hará cosa de un año, y la información que nos ha dado el Socorro Rojo se refiere a Carlos Acosta. Su hijo. No hay duda. Vive. Y es oficial con los otros. Creo que teniente.»

Beatriz había estado a punto de desmayarse.

«-Pero ¿está usted seguro, Martín?

»—Completamente. De otra forma, no hubiera venido. Y quiero advertirle que si lo he hecho personalmente es porque esta noticia no debe trascender. Como alcalde, me crearía problemas. Podrían acusarme de cualquier cosa. De quintacolumnista. ¡Qué sé yo!»

Beatriz le había prometido:

«-Descuide usted.»

El padre de Marina había podido comprobar la falta de salud de Beatriz. Adivinó también que la causa era el hambre. Por ello invitó a Alejandro a acompañarle a la masía.

«-Estarías en el campo —le había dicho sonriendo— y de paso podrías traerte algo de comida. No sé. Harina de maíz. Fruta. Algo de embutido. A aquellos parajes no ha llegado la guerra. Yo voy a ver cómo se encuentra mi hija.»

Alejandro no lo dudó ni un instante.

Ahora, mirando los heleros, recordaba la expresión del padre de Marina en la tartana que los trasladó a Guadalest. Barcelona había caído en poder de los nacionalistas y, tras la evacuación de Gerona, el cuatro de aquel mes, el Ejército Republicano de Cataluña y buena parte de la población civil había huido en desbandada hacia la frontera francesa.

«-El cerco se estrecha —le había dicho Martín en un tono sombrío—. Ahora caerán sobre Valencia.

»—Quizá contraataquemos nosotros —había replicado él vivamente—. Madrid aguanta. Y Negrín dice que la victoria es nuestra.

»—Negrín que diga lo que quiera, hijo. No hay nada que hacer. Todo el mundo ha puesto pies en polvorosa. Aguirre, Companys. Hasta el Presidente de la República se ha largado a París. Y ése no vuelve.»

La tartana ascendía por una polvorienta carretera blanca de luna. Fantasmales, los olivos desfilaban a derecha e izquierda envueltos en un halo plateado. A veces aparecía una pequeña casa huertana de contornos vagos. Ladraba un perro medrosamente, y las orejas de la muía se empinaban denunciando el miedo del animal.

El padre de Marina le había preguntado si conocía a su hija.

«-La he visto alguna vez. En su casa. Cuando iba con su hijo Justo.

»—Me preocupa esa chiquilla. Le afecta todo demasiado. Y ahora, con lo que se avecina, no sé qué va a pasar.

»—¿Qué tiene?

»—Es demasiado sensible. Y en la vida no se puede ser así.»

Martín había hecho una larga pausa. Después había dicho como si pensara en voz alta:

«-Me parece que está llamada a sufrir. Como todos los soñadores.»

Hicieron el resto del viaje en silencio, a lomos de dos mulos absortos en el difícil camino.

Estaba el sol alto cuando la vio en la mecedora.

Alejandro se acercó a ella tímidamente. La encontró más pálida que antes, pero había engordado.

—Lo que menos te figurabas —dijo nervioso—. Verme por aquí.

Marina rió.

—¿Cómo se te ha ocurrido?

Se miraron, y Alejandro empezó a hablar de la belleza de los heleros que había descubierto desde la cama.

—Si estuviera más tiempo aquí subiría a verlos. A correr sobre el hielo. ¿O es nieve?

—Hielo o nieve, si subieras a verlos, destruirías esa belleza que has descubierto en ellos.

Marina seguía desconcertándole. La primera vez que la vio, en casa de ella, quedó impresionado por su belleza. Comprendió, además, que los dos habían descubierto oscuramente que nada de ellos era ajeno al otro y que nunca podría serlo por mucho que intentaran disimularlo. Pero le daba miedo. De pronto ella rió nerviosamente.

—Siéntate, hombre. Aquí hay muy poco que ver. Así que tendrás que contar cosas a la enfermita.

Marina se sintió ofendida por su propia risa, que consideraba fuera de lugar. Lo mismo que la absurda manía de empujar la mecedora con la punta del pie y balancearse estúpidamente.

La frenó en seco y preguntó:

—¿Qué piensas de mí?

Alejandro la miraba en silencio, sin contestar a la pregunta, y ella volvió a reír. Enseñaba dos filas de dientes iguales, menudos, ligeramente separados los de arriba. Su pequeña nariz, de punta fina y remangada, vibraba, y en las mejillas se marcaban dos hoyuelos que él hubiera querido llenar de sí mismo. De su propia esencia. Algo que se había acostumbrado a no entregar a nadie. Pero seguía temiendo que tampoco ella le comprendiera.

Alejandro tomó asiento a horcajadas en una silla de alto respaldo enrejillada de mimbre, y ella siguió preguntando:

—¿Te parezco una niña malcriada? Aquí, al sol, sentadita en la mecedora.

—No pienso eso.

—¿Entonces qué?

El jersey blanco de cuello alto prometía los hombros y los senos, quizás excesivos para los quince años de Marina.

—No lo sé. La verdad es que cuando estoy contigo no sé nada más que mirarte. Me olvido de todo. ¿Sabes? Como si se me borrara lo demás.

Había cierta gratitud en la mirada verde de ella, pero también un oscuro temblor. Cambió de tema y dijo:

—Te has metido a mi padre en el bolsillo. Dice que eres un chico muy formal. Yo le quiero mucho. Sólo piensa en los demás.

—Tiene mucha suerte tu padre.

La mujer que irrumpió inesperadamente en el patinillo era alta y tenía en la cara el color saludable del monte.

—Si no lo digo, reviento —exclamó risueña—. Hacéis muy buena pareja.

Se quedó mirando a Marina y le preguntó con fingida indiferencia:

—¿Éste es el chico de quien me hablas tanto?

Ella se sofocó.

—¡María, por Dios! Se te ocurre cada cosa.

La mujer desapareció en la casa envuelta en un clamor de carcajadas vibrantes, traviesas.

Marica se sentía descubierta. Peor aún. Como si estuviera desnuda en medio de la calle.

—Son cosas suyas —dijo poniéndose colorada—. Yo no le he hablado nunca de ti.

—¿Nunca?

Los ojos verdes de ella, inmensos, le miraron con gravedad.

—Es mentira —dijo. Y añadió entre rabiosa y emocionada—: Le hablo de ti. ¡Todos los días!

Se levantó y caminó hacia el sendero que salía de la casa, pero volvió sobre sus pasos. Estaba desconcertada.

Alejandro se había puesto de pie. No sabía qué hacer con sus manos. La pregunta le salió sin apenas darse cuenta:

—¿Tú sabes por qué he venido?

Marina tragó saliva. Era muy orgullosa, y aquella estúpida había desnudado su intimidad. Denegó con la cabeza.

Él insistió.

—Contesta. ¿Sabes por qué he venido?

Sentía un nudo en la garganta y, cuando se hubo sentado, volvió la cara para que él no descubriera sus lágrimas.

—Lo sabes —siguió diciendo—. Y te diré más. Me esperabas. Hace mucho tiempo que me esperas.

¿Qué había a su alrededor? El poyete de mampostería arrimado a la pared, junto a la puerta, con un puchero rojo de azófar bocabajo y un mortero con el almirez de madera desgastado. Había una parra fibrosa y retorcida como una mala conciencia. La parra trepaba enroscándose al hierro que sostenía aquel ángulo del parral rebinado y frío. ¿Qué más? Marina necesitaba saber dónde estaba. Necesitaba un sitio en la realidad. Tenía que impedir su entrada en el callejón sin salida de sus sueños. La vida era aquello: un perol, un mortero y una parra absurda. Y Alejandro Acosta no era un sueño. No era el chico distinto a los demás, capaz de comprenderla, con el que siempre andaba a vueltas. Era aquel pollastre de cejas alborotadas y nariz roja, con la frente llena de granos. La mirada, sí. Lo decía todo en silencio. Era dulce. Transmisiva. Y un poco atormentada, como la suya. Pero ¿quién piensa en las miradas dulces y atormentadas sino una estúpida romántica? Se iría. Alejandro se marcharía al día siguiente y el mundo suyo, el de Marina, seguiría estando allí, en el perol de azófar y el mortero, pero sería, volvería a ser, el mundo de sus sueños. Y aquello tenía que acabarse. ¿Qué más había a su alrededor? La tierra apisonada del patio. Endurecida por el frío. Desigual. Incómoda. Prosaica.

De pronto entró la pinta, erizada de recelos, con su docena de polluelos. Quejumbrosos, frágiles, implorando y exigiendo a la vez.

Marina se levantó.

—¿Dónde os habíais metido? —dijo. Y añadió sin atreverse a mirar a Alejandro-». Son mis mejores amigos. Los únicos.

Alejandro la cogió de un brazo y la obligó a mirarlo. Exigió:

—Dime la verdad. ¿Me esperabas?

El brazo era débil, poco musculado. Tenía las manos pequeñas, de dedos afilados.

El se las tomó. Estaban heladas.

—Marina. Sabías que vendría, ¿no?

—Lo sabía. Estaba segura.

El pelo negro, brillante, ligeramente ondulado. La frente clara, de piel transparente. El arco perfecto de sus cejas negras enmarcando los ojos verdes sin fondo. Pensó que el frío seco de la sierra era el causante de las pequeñas grietas de sus labios suaves una pulpa perfectamente dibujada.

Los besó sin pensar y Marina entornó los ojos.

Después de comer, mientras ella reposaba en su cuarto, el padre le había dicho;

—Está muy asustada. Cree que cuando esto acabe los otros me matarán.

—¿Cómo puede pensar eso? Usted no ha hecho nada malo.

—Es lo que yo le digo. Pero como oye, y ve, tanta cosa, desconfía. He tenido que traerla, a ver si el aire de la sierra le prueba. En él pueblo comía menos que un pájaro. Pero no quisiera que se habituara a la soledad. Tiene que vivir en el mundo. Con la gente. Sea como sea, tiene que aprender a comprenderla. No puede alimentar su experiencia con los libros que lee.

—¿Quiere que se lo diga yo? A lo mejor me hace caso.

Martín, sus ojos bondadosos, parecía que se lo suplicaban.

—Inténtalo.

No tuvo ocasión de decírselo, porque Marina se negó a salir de su habitación. Cuando la volvió a ver, mucho tiempo después, era una muchacha triste vestida de luto.

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