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«¡Los nuevos tiempos! Si no podía ser. Era demasiado bonito todo para que pudiera ser real. Si no te entiendes con tu marido, o si te has cansado de vivir con él, y ha surgido en tu vida el gran amor, pues te largas con él y los demás que se arreglen. Así de fácil. Claro que esto, a cierta edad, si la mujer es joven, y él, claro, todavía puede tener arreglo. Pero en tu caso, no, Eulalia. Cuarenta y siete años son muchos años. Cuarenta y siete años, un marido y dos hijos. Sin contar con Nena.»
Eulalia caminó hacia el centro. Era el suyo un paso vivo, decidido. Como el de quien sabe dónde va. Sin embargo ella no lo sabía. Andaba al azar, con las manos metidas en el chaquetón y la mirada ausente.
Por ese instinto especial que poseen las personas criadas entre cemento y asfalto, se paraba en los cruces cuando los semáforos estaban en rojo. Luego continuaba caminando, una soledad más mezclada entre tantas.
«Demasiado bonito, Eulalia. Todo el mundo celebraba tu decisión. Todos te felicitaban. Te daban la razón. ¡Claro, mujer, las cosas tenían que cambiar! ¡Una eme! Y tú, una tonta, Eulalia. ¡Una imbécil! Mira, que fulanito se ha separado de su mujer y vive con menganita, que también se ha dejado al marido. Y mengana, después de tantos años de matrimonio, por fin se ha decidido. ¡Huy, pero si los hay a montones! Apellidos muy conocidos. Intelectuales, artistas, la gente de la izquierda-bien, todos luciendo a la nueva pareja en esas ridículas fiestas a las que asistían la progresía más esnob del país. Y tú con ellos, Eulalia. Lo demás no te importaba. Querías olvidarlo. Sencillamente eso, olvidarlo. Eras la imagen de la mujer de los nuevos tiempos, liberada de prejuicios burgueses. ¡Un cuerno!»
Caía una lluvia menuda, una especie de vapor que parecía no llegar nunca al suelo, pero que ennegrecía la calzada y las aceras en un barrillo viscoso que se pegaba a las suelas de las botas de Eulalia y oscurecía sus punteras. Flotaba en el ambiente una húmeda sensación de agobio, invisible también, pero que apelmazaba los cabellos, enrojecía la punta de las narices y se posaba como diminutos cristales en las pestañas.
«Creía haber rescatado la ilusión. Vivir una segunda juventud. Todavía no eres vieja, Lali. No estás nada mal. Y te pasabas el día haciendo llamadas telefónicas a tu nuevo novio. Escribiendo notas apresuradas que le dejabas en la Redacción. Creándote un trauma que en realidad no existía pero que te sentaba muy bien. Luego, las emociones propias de otros tiempos. Como si hubieran vuelto los quince años. El primer beso en el cine. El sofocón de meterte en una cama extraña en cualquier hotel. ¡Estupideces! Hasta que tomamos la decisión. No. Yo no le culpo a él, porque en realidad fui yo quien se lo propuso. No voy a caer ahora en la mezquindad de decir que lo dejé todo por él y ahora se limita a aguantarme educadamente. Me separé de Ramón porque me convenía. Por aburrimiento. O por cambiar. Aunque a Alejandro le quiero. ¡Pobrecitos hijos! La cara que puso Olga. La culpa es mía y de nadie más.»
Sin tener una noción exacta de lo que hacía, había empezado a bajar por Calvet. En la «Nelly», los barceloneses hacían cola para votar. Esperaban pacientemente enfundados en sus impermeables o en sus abrigos, mirando las nubes, leyendo un periódico o charlando con el vecino de fila.
«Nos faltaba el tiempo. ¡Hala, hala! Que tenemos que almorzar aquí y cenar con menganito. Luego, qué lata, hay que pasar la velada en casa de fulana, que se ha separado de su marqués y vive con un chileno la mar de interesante. Desde diciembre del setenta y cinco. Sí. En seguida que se murió Franco. Como si se hubiera muerto el padre gruñón que nos vigilaba constantemente. Ahora que sabemos que no vas a volver, vamos a desquitarnos. Caiga quien caiga. Bueno, yo tenía la sensación de estar flotando.
Ésa es la verdad. En aquel mundo nuevo todo era tolerancia. Todo estaba bien. Los conocidos, comprensivos con la nueva situación. Mira, chica, si os entendéis, pues adelante. ¿Por qué la bendición de un cura tiene que hacerte la vida un infierno? ¿Es que uno no puede equivocarse al decir sí? Que no me dejan divorciar, como hacen los ciudadanos del mundo civilizado, pues me rejunto y santas pascuas. Todo era perfectamente explicable. Lógico. Decente.»
Se paró delante de un escaparate con maniquíes vestidos de novia. Parecían niñatas de merengue y el cuerpo de plástico expresaba un pudor cursi, caducado. Eulalia se indignó consigo misma por haberse parado en aquel lugar. Siguió caminando.
«¡Qué estupidez! Bueno, la verdad es que estoy hecha un lío. Porque lo del traje de tul ilusión y la boda con Mendelssohn a todo trapo era muy bonito. A la vida hay que echarle su ración de sueños, qué caramba. Luego ya vendrán los desengaños. ¡Y yo que creía que lo nuestro era un amor eterno! Ramón no es mal chico, lo que pasa es que me aburría con él. En cambio Alejandro es un hombre brillante. Bueno, lo era. Por que ahora no sé cómo está. Apagado. Raro. Le ha entrado la fiebre de los poemas. De la soledad. Ni siquiera parece preocuparle la política. ¿Y yo? ¿Le preocupo yo? Él jura que me quiere como el primer día, pero por lo que veo trata de quererme igual. Se empeña. Que no es lo mismo. Ahora su hermano acabará de arreglar las cosas. ¡Intrigante! Que es lo que es, el tipo. Ha fracasado en lo del golpe, y ahora, como se aburre, quiere volver a su hermano al redil familiar. De no ser por eso, ¿a santo de qué presentarse en casa? Con ese cinismo. Porque hay que ver cómo me ha mirado.»
Delante de ella había resbalado un niño. Eulalia lo levantó del suelo y le dio un beso en la frente. Su madre, una joven rubia de piel clara, le agradeció di gesto con una sonrisa y siguió delante de ella calle abajo. Recordó los tiempos en que sacaba a su hijo Quique a tomar el sol en el Turó Park, y se encaminó allí.
«La familia tira. Por mucho que cambien los tiempos, no se puede borrar toda una historia familiar. No se puede derribar todo un mundo de afectos de un papirotazo. Y menos en el caso de Alejandro, que es un sentimental.»
Se metió en «Tejada» y pidió un agua tónica. Luis, el limpia, era el único superviviente del servicio. Se acercó a saludarla y le preguntó por Ramón, su marido. Eulalia le mintió con la más encantadora de sus sonrisas. Dijo que habían cambiado de barrio y que Ramón estaba viajando. Las caras de los clientes eran distintas a las de años atrás, unos pocos. Habían cambiado también las actitudes, la indumentaria, el gesto.
«¿Qué hará? ¿Unos doce años? Todavía vivimos en Fernando Agulló. Ramón me llamaba a veces del despacho. O desde aquí mismo. ¿Bajas, Eulalia? Hay unos pinchos morimos que dan gloria. Charlábamos ahí en ese rincón. O si hacia buen tiempo nos sentábamos fuera en la terraza. Si me traía los niños, Ramón se enfadaba. Si me los dejaba en casa, preguntaba por ellos y trataba de aligerar. ¡Qué distinto todo! Los clientes de aquí eran gente joven. Como la de ahora, pero completamente diferentes. ¿De qué se hablaba entonces? ¡Ah, sí! De «Matesa» y de los del Opus. ¡Cómo poníamos a Carrero y a monseñor Escrivá! Los chicos bien de entonces empezaron a vestir de una manera informal. Dejaron los buenos modales y soltaban tacos. Muchos sustituyeron la chaqueta por el suéter. En cambio los que veo ahora son diferentes. Como si hubieran desandado el camino y se acercaran a los años cuarenta. Cualquier día irán en manada por la calle con la camisa azul. Y ellas, tan monas, desfilarán con la boinita roja graciosamente ladeada. Esta gente, que es la que marca el rumbo, no es la de antes. Ahora se les ve unos hijos de papá orgullosos de serlo. Llevan corbata y traje. Vuelven a mirar por encima del hombro y fuman "Winston" en lugar de aquellos "celtas" cortos que pusieron de moda los de mi época imitando al exiliado. Claro que ahora serán respetables padres de familia, que hoy votarán un sí con reparos o se abstendrán. Aunque quizás haya algunos en mi situación.»
Eulalia observó que también Luis, el limpia, había cambiado. Ahora llevaba un pantalón negro bien planchado, camisa blanca con pajarita y un chaleco oscuro a rayas finas amarillas como los de los mayordomos británicos. En lugar de gastar chirigotas los dientes se mantenía alejado, guardando las distancias.
«Es que ha ido todo muy de prisa. Como si a la muerte de Franco hubiera entrado un vendaval que lo tirara todo patas arriba para luego, a los pocos años, dejarlo igual que estaba antes. En vida de Franco, yo recuerdo que los chicos y las chicas que venían aquí leían a Marcuse, a Lotea, a Antonio Machado. Ahora no les veo ningún libro, ¿Y tú, Eulalia? ¿Qué hacías entonces? Coger rabietas con d servido, ir de riendas por la mañana y jugar a la canasta por la tarde hasta la hora de cenar, que por cierto solías hacerlo casi siempre fuera. Se había puesto de moda despotricar contra el régimen. No dejábamos títere con cabeza. López Bravo, Fernández Miranda, Girón. El mismo Garicano, que era casi vecino nuestro. Les hacíamos trizas a todos. Empezaban a aparecer las jovencitas que hablaban de ir a Londres a ponerse un diafragma, porque, dato, todavía no teníamos píldoras. Todos nos envalentonamos a medida que se iba descubriendo el desnudo en las revistas, en el cine, en d teatro. Las feministas, tan apagadillas ahora, entonces no paraban. Cada mujer era un portavoz del feminismo, sobre todo si era casada. Como no sabíamos nada del sexo, pues, hala, a tragarse a Miller. A comprar libros de sexología, que llenaban los escaparates de las librerías. Ramón decía que todo aquello le asqueaba. Pero no le asqueaban sus secretarias. La Montse sobre todo. Con sus minivestidos. Y enseñando las patazas. Llegó a desafiarme la niña. Creo que fue por entonces cuando apareció Alejandro. Ramón, el pobre, lo pasó muy mal. Nunca me lo dijo, pero supo que me acostaba con d genio, como le llamaba él, desde d primer día.»
Pagó su tónica y salió, tras haber regalado una cálida sonrisa a Luis en recuerdo de los tiempos pasados. En el Turó Park todo seguía igual. El quiosco de pipas y globitos de la puerta, la explanada que había al entrar, los cuidados andadores, d yudo ladrón de los mirlos, que se escurrían entre d follaje como si fueran pequeños fantasmas negros. Pica gente, porque d día no invitaba. El teatro de polichinelas tenía un no sé qué de tristeza ceñado. Como si hubieran muerto todos los niños del mundo. Eulalia cerró los ojos también, como si rezara por sus niños muertos. Niños que habían creado y que en aquellos momentos ni siquiera sabía dónde estaban. Le pareció oír una voz que la llamaba. No era posible, porque la voz era la de su marido. Siguió avanzando hacia d estanque de los peces de colores. Los nenúfares seguían allí, entre dos aguas como ella. ¿Por qué oía aquella voz? —Eulalia.
Se paró en seco. Esta vez la voz no tenía nada de fantasmal. Sonaba detrás de ella, a pocos metros de distancia. Ahora que la oía precisa, con toda claridad, se volvió.
—¡Eulalia!
Ramón estaba de pie con las manos metidas en los bolsillos de una gabardina dan. Había envejecido mucho.
Ella no supo qué decir. Seguía sin moverse, junto a un banco de madera pintado de verde. Se agarró al respaldo. Ramón avanzó hacia ella despacio, como si arrastrara los pies Cuando lo tuvo delante, le preguntó estúpidamente:
—¿Qué haces tú aquí? El trató de sonreír.
—Supongo que lo mismo que tú.
No dejó que la pausa se prolongara y le preguntó cómo estaba.
—Bien. Ya lo ves. ¿Llevas mucho tiempo en Barcelona?
—Un mes o cosa así. Se sentía turbada.
—¿Y tú? ¿Estás bien? Quiero decir de salud.
—He venido a que me vea Puigvert. Una cosa de riñón.
Como siempre que se inquietaba por alguna razón, las pestañas de Eulalia aletearon un instante.
—Supongo que no será nada importante. —Eso espero.
Ramón había sacado un paquete de «habanos» y se llevó uno a los labios. —Aunque para lo que hay que ver —dijo con la voz empañada de humo—, qué más da.
La miró.
—¿Cómo te van las cosas?
—Bueno. Ya sabes.
—Si lo supiera no te lo preguntaría, mujer. Sigues estando joven. Y guapa. —Gracias. Eres muy amable. Y ahora perdona, pero tengo que irme.
—¿Te espera alguien?
—¡No! Bueno, sí. He de hacer unas cosas. Y me esperan. Claro. Le preguntó si podía hablar con ella.
—Pues, claro. Pero otro día. En otra ocasión.
Levantó la cabeza y dijo estúpidamente:
—Va a llover.
—Podíamos meternos en «Tejada». Antes íbamos. Supongo que no lo habrás olvidado.
—Iremos. Pero otro día. Hoy no puedo. Tengo que marcharme.
Se fue sin darle la mano tan siquiera. Como si su presencia le causara miedo.