18

—Estoy aterrada. Acabo de oír en la radio que han matado a Calvo Sotelo.

—Pero ¿qué dice usted?

—Lo que oye, Juan. Mire cómo se me han puesto los brazos. Carne de gallina. ¡Dios mío! ¿Dónde vamos a parar?

Juan cerró el libro y salió precipitadamente de su habitación. En el comedor había un par de desconocidos, un hombre y una mujer, con las cabezas materialmente pegadas al receptor, un mueble grande y aparatoso que apenas se oía.

Saludó con una inclinación de cabeza y preguntó si había más noticias. En aquel momento entró doña Inmaculada. Tenía los ojos llorosos, y en su cara se leía ese entusiasmo dramático con que acogen las malas noticias quienes nacieron para histrionizar.

Presentó a los desconocidos como un hermano suyo, Emilio, apoderado del «Banco Central», y Encarna, su mujer. Luego dijo que iba a hacer un poco de tila.

Pata vosotros, si no os gusto la tila, haré café con leche. ¿Y usted, Juan? ¿Qué? Juan se encogió de hombros. Escuchaba atentamente lo que decía el locutor, peto sus palabras llegaban confusas.

—¿Algo de interés? —preguntó a Emilio.

El interpelado bajó la voz.

—Este endiablado chisme no se oye. ¡Tendrían que tirarlo por la ventana!

—Porque tú estás medio sordo —intervino su mujer riendo—. Yo sí que me he enterado.

A la muda pregunto de Juan, Encarna repuso que todavía estaba todo muy confuso. Que la Policía investigaba.

—Lo que hay de cierto es que el cadáver ha aparecido en no sé qué cementerio con vados tiros en la cabeza. Y que no han sabido de quién se trataba hasta bien avanzada la mañana. ¡Una salvajada más!

Juan se puso la americana precipitadamente y salió a la calle.

A aquellas horas de la tarde, que era cuando empezaba a refrescar, la gente había salido de sus casas. Como todos los días desde que se había presentado el calor, se veían las familias en el Paseo del Prado, por donde ahora caminaba apresuradamente Juan. Parecían ajenas a la tragedia que se preparaba, tomando agua de cebada en los aguaduchos o bebiendo largas tragalladas en los botijos que pregonaban aguadores circunstanciales.

Muy otro era el ambiente que había en los alrededores de Cibeles y Alcalá. Más que discurrir por las aceras, la gente hablaba en pequeños grupos o leía los periódicos de la tarde. En el quiosco de Sol, había cola. Juan se detuvo unos instantes y decidió esperar su vez. Compró La voz y un par de ejemplares extra que habían lanzado algunos matutinos de las derechas. Éstos coincidían en presentar el asesinato como una monstruosidad sin precedentes. El mártir había sido sacrificado por las oscuras fuerzas del mal, cumpliendo con ello el último servicio a la Patria. No hacía falta que la Policía se molestara en buscar a los culpables, porque la culpa era de un Gobierno de asesinos que ya lo había sentenciado en el Parlamento.

Desde un bar de la calle Mayor, Juan llamó a Gazapo y a la pensión donde se hospedaba Velarde. El teléfono del primero no contestaba y en la pensión le dijeron que Velarde se había mudado la víspera. Cogió un taxi y se dirigió a la redacción de Juventud, que había sacado su primer número hacía unos días. Le dijeron que Lolita había ido con dos compañeros más a ver qué ambiente había en la calle.

—Pero no tardará —añadió una pelirroja sentada a la máquina de escribir—. Al menos, eso ha dicho.

Juan dio unos pasos por la pequeña habitación. Se sentía nervioso. Indeciso.

La mecanógrafa le preguntó si quería dejar algún recado.

—No. Es igual.

Le sonrió.

—¿Tú eres Juan?

—Sí. ¿Por qué?

Levantó un hombro.

—Nada. A veces me habla de tí.

Hizo un mohín de naricita atrevida.

—¡La tienes loca!

Juan sonrió y dijo que volvería más tarde.

—Si llega antes, que la espero en el café donde estuvimos la última vez. Hasta las nueve o así.

Pero Lolita llegó mucho antes de las nueve.

—Qué.

—Lo que todos nos suponíamos. Era de esperar.

—Pero, ¿qué ha pasado? ¿Quién ha sido?

—Unos compañeros del teniente Castillo. Se han tomado la venganza por sus propias manos. Ahora veremos qué pasa.

Juan dijo que se temía lo peor.

Se habían sentado muy juntos en un peluche marrón lleno de mataduras, y el cuerpo de Lolita trascendía hasta Juan un aroma de carne joven ligeramente acre.

—Es posible que te equivoques y que la sangre no llegue al río —dijo ella—. De todas formas, después de las amenazas que ese hombre soltó en las Cortes se lo tenía más que merecido. ¿O es que su vida vale más que la del capitán Faraudo, la de Castillo, la de Juanita Rico o cualquier otro de los que han matado los fascistas?

—Desde el punto de vista humano, no. Eso es de cajón. Pero políticamente es el líder más significado de las derechas. Es el motivo. El fulminante que puede hacer que estalle todo esto. Además, todo el mundo sabe que ya lo tienen todo preparado. Sólo faltaba esto.

Ella le cogió del brazo.

—¿Sabes qué te digo? Si nos buscan, nos encontrarán.

—Eso es lo peor.

—¡Hombre! ¡Me gusta! ¿Entonces qué quieres? ¿Que nos degüellen como si fuéramos inocentes corderitos? Tienes que bajar de tus alturas, Juan. La naturaleza humana es así. No hay que darle vueltas.

Por entre el largo escote de ella asomaban sus pechos, blancos, sedosos. Juan tomó la mano de Lolita y la apretó entre sus dedos.

—Eres una mujer muy entera —dijo en voz baja.

—Y tú un niño. Te catequizaron en Valencia los jonsistas, en tu casa te hicieron un beato, y luego te metiste a matón callejero con esa gente. Menos mal que te has dado cuenta a tiempo.

—Me pediste que reflexionara. ¿Y tú? ¿Lo has hecho?

—Yo seguiré adelante.

—¿Conmigo?

—¿Por qué no? No me llames engreída si juzgo tu situación, pero creo que has dado un paso muy importante. Has comprendido que por la fuerza no se va a ninguna parte. Ahora te encuentras como vacío. Lo sé. Pero quizá te conviniera seguir reflexionando. Tratar de ver todavía más claro. De comprender lo que exige la vida de una persona medianamente decente.

El fresco vestido de percal prometía los muslos de ella. Juan entornó los ojos. Veía a Lolita desnuda, frágil y al mismo tiempo absorbente, dominadora. Pero habían pasado muchos años. Se preguntó de dónde sacaba la voluntad, si era que en efecto lo quería, para seguir negándose a acostarse con él.

—¿Hasta cuándo, Lolita? —murmuró a su oído.

—Hasta que tú quieras. Sabes que a mí eso del matrimonio me deja fría. Pero, si tenemos que vivir juntos, hemos de asegurarnos antes. Los dos.

Hizo una pausa.

—Además, hay un vacío, un paréntesis muy grande en nuestras vidas.

—Te lo he dicho mil veces. No me importa. No quiero saber nada. Lo que hayas hecho estos últimos años es algo que me tiene sin cuidado. Créeme.

—Te creo. Pero yo necesito que lo sepas todo. Lo que hice en Valencia el tiempo que estuve sola. Cómo fue trasladarme aquí. En fin, todo. Quiero contártelo todo detalladamente. Lo necesito. —Suspiró—. Luego, decides tú mismo.

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