170. FLAUBERT A SAND
[París, 3 de abril de 1876]
Lunes por la tarde
Querida maestra,
He recibido esta mañana su libro. Tengo dos o tres más que me han enviado hace tiempo, los voy a dejar para otro momento, y leeré el suyo el fin de semana, durante un pequeño viaje que debo hacer a Pont-l’Evêque y a Honfleur para mi Historia de un corazón sencillo, una bagatela que está “en construcción”, como diría el señor Prudhomme.
Me alegro de que Jack le haya gustado. Es un libro encantador, ¿a que sí? Si conociera usted al autor, todavía lo amaría más que a la obra. Le he dicho que le envíe Risler y Tartarín. Me agradecerá usted que le haya aconsejado esas dos lecturas, estoy seguro de antemano.
Habría que estudiar más de un paralelismo entre Jack y Rougon. La segunda es, para mí, infinitamente más fuerte que la primera. ¿No piensa usted que Daudet se deja llevar un poco por el efectismo, por el pasatiempo, por lo chic? Va esquivando el fondo de las cosas, nos va sirviendo golosinas, descripciones siempre previsibles, es demasiado prolijo y complaciente con el lector. Especula sobre la sensibilidad de las mujeres. Su personaje principal es más una Víctima que un Carácter. El episodio de Cécile fracasa, y la última palabra, “liberado”, me parece de un gusto un tanto vulgar. Todo lo que le reprocho es lo que le da el éxito. Si corrigiese sus defectos, vendería menos. En cuanto a las cualidades, no hace falta que las nombre. Son considerables y numerosas.
Rougon está concebida y ejecutada de un modo más serio. Y me parece de mayor alcance. No hay ni una palabra de más. Es sólido, y sin impostura alguna. Sin embargo, no comparto la severidad de Turguéniev con Jack, ni la inmensidad de su admiración por Rougon.
Uno tiene el encanto y el otro la Fuerza. Pero ninguno de los dos está preocupado ante todo por lo que es para mí la meta del Arte, a saber: ¡la Belleza! Recuerdo haber tenido palpitaciones, haber sentido un placer violento al contemplar un muro de la Acrópolis, un muro desnudo (el que hay a la izquierda, cuando uno sube a los Propíleos). Pues bien, me pregunto si un libro, independientemente de lo que cuenta, no puede producir el mismo efecto. En la precisión de los ensamblajes, la rareza de los elementos, lo pulido de la superficie, la armonía del conjunto, ¿no hay acaso una Virtud intrínseca, una especie de fuerza divina, algo de eterno, como un principio? (Hablo como un platónico). ¿Por qué hay una relación necesaria entre la palabra justa y la palabra musical? ¿Por qué uno siempre acaba haciendo un verso cuando se estruja la cabeza? La ley de los números gobierna pues los sentimientos y las imágenes, y ¿no es acaso lo que parece el exterior lisa y llanamente el interior? Si continuara por ahí, metería completamente la pata. Porque, por otro lado, el Arte debe perseguir el bien; o más bien el Arte es tal como uno lo puede hacer. No somos libres. Cada uno sigue su vía, a pesar de su propia voluntad. En resumen, su Botija no tiene ni una idea sensata en su cocorota.
¡Qué difícil es entenderse! He ahí dos hombres a los que quiero mucho y que considero artistas de verdad: Turguéniev y Zola. Lo que no impide que no admiren en absoluto la prosa de Chateaubriand y aún menos la de Gautier. Las frases que me maravillan les parecen huecas. ¿Quién se equivoca? ¿Y cómo complacer al público, cuando tus amigos no te entienden? Todo esto me entristece mucho. No se ría usted.
[…]
Su viejo
Trovador.