116. FLAUBERT A SAND
[París, 26 de febrero de 1872]
Lunes por la tarde
¡Cuánto tiempo hace que no le he escrito, querida maestra! ¡Tengo tantas cosas que decirle, que no sé por dónde comenzar! ¡Pero qué estúpido es vivir así, separados, queriéndonos como nos queremos!
¿Ha dicho usted a París un adiós eterno? ¿No nos veremos más por allí? ¿Vendrá usted a Croisset, a escuchar San Antonio?
Yo no puedo ir a Nohant porque mi tiempo, dada la escasez de mi cartera, está medido al segundo; y tengo aún por lo menos un mes de lecturas e investigaciones en París. Después de eso, desembarazaré a mi pobre sobrina de la compañía de su abuela, que se ha vuelto insociable, inaguantable; ¡qué decadencia! ¡Y qué triste es sentir cómo crece la impiedad en nuestro corazón! (Estamos buscando una dama de compañía, ¡no es nada fácil de encontrar!). Así pues, hacia Pascua regresaré a Croisset y me volveré a meter en faena. Empiezo a tener ganas de escribir.
Ahora leo la Crítica de la razón pura de Kant, traducido por Barni, y repaso mi Spinoza. Durante el día, me divierto hojeando los bestiarios medievales, buscando lo más barroco que encuentro entre los animales. Estoy en medio de monstruos fantásticos. Cuando haya agotado la materia, espero que dentro de poco, iré al Museo a soñar despierto ante los monstruos reales. ¡Y después las indagaciones para el buen San Antonio se habrán acabado!
Usted me expresó, en su penúltima carta, su preocupación por mi salud. Puede estar usted tranquila, jamás he estado tan convencido de que es robusta. La vida que he llevado este invierno era para matar a tres rinocerontes. Y aún así me encuentro muy bien. ¡Debe de ser que el envoltorio está bien hecho! Pues la hoja está bien afilada. ¡Pero todo se convierte en tristeza! ¡La acción, sea cual sea, me asquea de la existencia! He seguido sus consejos: me he distraído. Pero eso me divierte mediocremente. Decididamente, no me interesa otra cosa que la sacrosanta literatura.
Mi prólogo a Dernières chansons ha suscitado en la señora Colet[102] un furor pindárico. He recibido una carta anónima, en verso, donde me representa como un charlatán que toca el tambor sobre la tumba de su amigo, un desgraciado que hace el payaso ante la crítica, después de haber ¡«adulado al César»![103] Triste ejemplo de las pasiones, como diría Prudhomme.
A propósito del César, no puedo creer lo que se dice por ahí, sobre su próximo retorno. ¡A pesar de mi pesimismo, no creo que lleguemos a eso! Sin embargo, si se consulta al dios llamado Sufragio Universal, ¿quién sabe?… ¡Ah, qué bajo hemos caído!
He visto Ruy Blas, lamentablemente interpretada, excepto por Sarah [Bernhardt]. Mélingue es un pocero sonámbulo, y los demás son igualmente irritantes. El viejo Hugo se lamentó amigablemente de no haber recibido mi visita, y me pareció que debía hacerle una. Y lo encontré… ¡encantador! Repito la palabra. ¡En absoluto gran hombre, en absoluto pontífice! Este descubrimiento, que me sorprendió mucho, me sentó bien. Porque yo tengo tendencia a la veneración. Y me gusta amar lo que admiro. Con esto me refiero a usted, mi querida maestra.
[…]
Un fuerte abrazo para sus nietas de mi parte, y para usted todo mi cariño.
Suyo,