13. SAND A FLAUBERT

[carta no enviada]

[Palaiseau, 29 de noviembre de 1866]

En París la próxima semana.

No hay que ser espiritualista ni materialista, dice usted, sino naturalista. Ésa es una cuestión importante.

Mi Renacuajo (así llamo a mi ingenierito) la resolverá como mejor considere. No es un estúpido, y sopesará las ideas y las deducciones, y las emociones, antes de llegar a su conclusión. Yo no lo catequizo sin reservas, porque es más fuerte que yo en estas cuestiones, y no es por cierto el espiritualismo católico el que lo asfixia.

Pero la cuestión es por ella misma muy seria y sobrevuela nuestro arte, el de los trovadores más o menos pendulares o penduloides. Tratémosla de la manera más impersonal que podamos, porque lo que está bien para uno puede ser lo contrario para el otro. Preguntémonos, haciendo abstracción de nuestras tendencias o de nuestras experiencias, si el ser humano puede buscar y alcanzar su entero desarrollo físico sin que el intelecto lo pague. Sí, en una sociedad ideal y racional, así sería. Pero en ésta, en la cual vivimos y con la que nos hemos de conformar, ¿el goce y el abuso no van acaso de la mano? ¿Se los puede separar, limitarlos, a menos que se sea un sabio prematuro? Y si uno lo es, adiós al aprendizaje que es el padre de los goces reales.

La cuestión para nosotros los artistas, es saber si la abstinencia nos fortifica, o si nos exalta demasiado, lo cual degenera en debilidad. Usted me dirá: hay tiempo para todo, y fuerza suficiente para cualquier desgaste. Así pues, usted hace una distinción y pone límites; no se puede hacer de otra forma. La naturaleza, cree usted, pone sus propios límites y nos impide abusar. ¡Ah!, pero no, no es más sabia que nosotros, que también somos naturaleza. Nuestros excesos de trabajo, como nuestros excesos de placer, nos destruyen por completo, y cuanto más grande es nuestra naturaleza, más sobrepasamos nuestros límites y hacemos retroceder los de nuestras fuerzas.

Yo no tengo teorías. Paso la vida planteándome cuestiones e intentando resolverlas en un sentido o en otro, sin que una conclusión victoriosa e irrefutable se me haya presentado nunca. Yo espero la luz de un nuevo estado de mi intelecto y de mis órganos en otra vida, porque, en ésta, cualquiera que se ponga a reflexionar hasta las últimas consecuencias topa con los límites del pro y el contra. Fue Platón, creo, quien pretendía haber encontrado el vínculo entre ambos. No lo conocía en absoluto más que nosotros. Sin embargo, ese vínculo existe, porque el universo subsiste sin que el pro y el contra que lo constituyen se destruyan mutuamente. ¿Cómo llamar a eso para la naturaleza material? Equilibrio, por supuesto. ¿Y para la naturaleza pensante? Moderación, castidad relativa, abstinencia de los abusos, todo lo que quiera, pero se traducirá siempre como equilibrio. ¿Me equivoco, maestro?

Piénselo: en nuestras novelas, lo que hacen o dejan de hacer nuestros personajes no descansa sobre otra cuestión que ésta. ¿Conseguirán o no conseguirán el objeto de sus ardientes deseos? Ya sea amor o gloria, fortuna o placer, en la medida en que existen, aspiran a una meta. Si nosotros poseemos una filosofía, ellos se comportan según queremos; si no la tenemos, marchan al azar y se dejan dominar en exceso por los acontecimientos con que los hacemos tropezar. Imbuidos de nuestras propias ideas, conmocionan a menudo las de otros. Desprovistos de nuestras ideas y sumidos en la fatalidad, parecen un tanto ilógicos. ¿Hay que poner un poco o un mucho de nosotros en ellos, o no hay que poner nada, excepto lo que la sociedad pone en cada uno de nosotros?

Yo soy de la vieja escuela, me meto en la piel de mis personajes. Me lo reprochan, me da igual. Usted, no sé si por método o por instinto, sigue otro camino. Lo que usted hace le funciona; por eso me pregunto si diferimos sobre la cuestión de las luchas interiores, si el hombre-novela las debe tener, o si no hace falta que las conozca.

Me sorprende usted siempre con su trabajo penoso. ¿Es una coquetería? ¡Ciertamente no lo parece! Lo que yo encuentro difícil es escoger entre las mil combinaciones de la acción escénica, que pueden variar hasta el infinito, la situación límpida y sobrecogedora que no resulte brutal ni forzada. En cuanto al estilo, salgo de apuros mejor que usted.

El viento toca en mi vieja arpa como le place. Tiene sus altos y sus bajos, sus notas brillantes y sus desfallecimientos; en el fondo me da igual, con tal de que llegue la emoción, pero nada puedo encontrar en mí. Es la otra quien canta a su gusto, mal o bien, y cuando trato de pensar en ello, me asusto y me digo que no sé nada, nada en absoluto.

Pero una gran sabiduría nos salva. Sabemos decirnos: y bien, aun siendo nada más que instrumentos, es una feliz situación y una sensación incomparable sentirse vibrar. Deje pues correr el viento por sus cuerdas. Creo que se aflige usted más de lo necesario, y que debería dejar hacer al otro más a menudo. Todo iría igual, y con menos fatiga. Quizá el instrumento sonara débil en algunos momentos, pero el soplo, al prolongarse, encontraría su fuerza. Y como más tarde haría usted lo que yo no hago, lo que yo debería hacer, ya reconduciría el tono de la obra entera y sacrificaría los excesos a la luz del día.

Vale et me ama.

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