6. SAND A FLAUBERT
[París, 10 de noviembre de 1866]
Sábado por la noche
Al llegar a París me entero de una triste noticia.[14][15] Ayer por la tarde, mientras nosotros charlábamos —e incluso creo que anteayer habíamos hablado de él—, murió mi amigo Charles Duveyrier, el corazón más tierno y el espíritu más cándido.[16][17] ¡Lo entierran mañana! Tenía un año más que yo. Mi generación se va poco a poco. ¿Los sobreviviré yo? No lo deseo ardientemente, sobre todo en días de duelo y de adiós. Que sea lo que Dios quiera, a condición de que me deje amar siempre, en esta vida y en la otra. Guardo hacia los muertos una viva ternura. Pero por otro lado, amo a los vivos. Le doy a usted la parte de mi corazón que él tenía, lo cual, junto a la que usted ya tiene, hace una parte importante. Creo que me consuela hacerle a usted este regalo. Literariamente, Charles no era un hombre de primer orden, le amaba por su bondad y su espontaneidad. Menos ocupado por negocios y filosofía, habría desarrollado un talento encantador. Deja una bella obra, Michel Perrin.
Hice la mitad de la ruta sola, pensando en usted, en su madre, en Croisset, y contemplando el Sena, que gracias a usted se ha convertido en una divinidad amiga. Después, tuve que soportar la compañía de un hombre y dos mujeres de una imbecilidad ruidosa y falsa como la música de la pantomima del otro día. Ejemplo: «He mirado al sol, me ha dejado dos puntos en los ojos». El marido: «Se llaman puntos luminosos». Y así durante una hora, sin parar.
[…] Voy a dormir, estoy destrozada, he llorado como una bestia toda la tarde, y le envío un fuerte abrazo, querido amigo. Quiérame más que antes, porque estoy apenada.