129. FLAUBERT A SAND
[Croisset, 28-29 de octubre de 1872]
Noche del lunes
Querida maestra,
Usted adivinó que mi pena se había redoblado y me escribió una carta muy tierna. ¡Gracias! Y le mando un abrazo más fuerte aún que de costumbre.
Aunque prevista, la muerte del pobre Théo me ha desolado. ¡Es el último de mis amigos íntimos que se va! Él cierra la lista. ¿A quién veré ahora, cuando vaya a París? Conozco a pensadores (o al menos, a gente a la que llaman así), pero un artista, ¿dónde está?
Le aseguro que murió asqueado de la «carroñería moderna». Eran sus palabras. Y me las repitió muchas veces, este invierno. «¡Maldita sea la Comuna!», etc. El 4 de septiembre inauguró un orden de cosas donde la gente como él no tiene nada que hacer en el mundo. No se pueden pedir peras al olmo. Los obreros de lujo son inútiles en una sociedad donde la plebe domina. ¡Cómo lo echo de menos! Él y Bouilhet me faltan y nadie puede reemplazarlos. ¡Era tan bueno, además, y como se dice habitualmente, tan sencillo! De aquí a un tiempo se admitirá (si alguna vez alguien vuelve a ocuparse de literatura) que era un gran poeta. Mientras, es un autor absolutamente desconocido. ¡También lo es Pierre Corneille!
Tenía dos odios. El odio a los tenderos en su juventud. Ése le dio su talento. El odio a los granujas en su madurez. Éste último lo mató. Murió de cólera reconcentrada, y por la rabia de no poder decir lo que pensaba. Fue oprimido por Girardin, por Turgan, por Fould, por Dalloz.[107] Y por esta República. Le digo esto a usted porque he visto cosas abominables y porque soy la única persona, seguramente, a quien él hacía tales confidencias. Le faltaba lo que es más importante en la vida, para él y para cualquiera: el Carácter. No haber entrado en la Academia fue para él una verdadera pena.[108] ¡Qué debilidad! ¡Y qué poco hay que estimarse! ¡La búsqueda de un honor cualquiera, además, me parece incomprensible!
No estuve en su entierro por culpa de Catulle Mendès,[109] que me envió un telegrama demasiado tarde. Hubo muchísima gente. Un montón de cretinos y farsantes fueron a dejarse ver, como de costumbre. […]
En resumen, ¡yo no lo compadezco! Lo envidio. Porque, francamente, la vida no es una maravilla.
No, no creo en “la felicidad posible”, sino en la tranquilidad. Es por eso que me alejo de lo que me irrita. Soy insociable. Así pues, huyo de la Sociedad. Y me siento bien. Un viaje a París es para mí ahora una pesadez. Apenas agito el vaso, las heces suben y todo se estropea. El menor diálogo con quien sea me exaspera, porque todo el mundo me parece idiota. Mi sentimiento de la Justicia me exaspera continuamente. ¡Nadie habla más que de Política, y de qué manera! ¿Dónde hay una apariencia de idea? ¿A qué aferrarse? ¿Por qué causa apasionarse?
No me considero, sin embargo, un monstruo de egoísmo. Mi yo se dispersa de tal manera en los libros que paso días enteros sin sentirlo. Tengo malos ratos, es cierto. Pero me recupero con esta reflexión: “Nadie, al menos, me molesta”, tras lo cual recobro mi aplomo. En fin, me parece que me comporto según mi tendencia natural, ¿no es eso estar en la Verdad?
En cuanto a vivir con una mujer, a casarme como usted me aconseja, es un horizonte que me parece del todo irreal. ¿Por qué? No lo sé. Pero es así. El ser femenino no ha encajado nunca en mi vida. Y además, no soy precisamente rico. Y además, además… soy demasiado viejo. Y demasiado especial, como para infligir a perpetuidad mi persona a otro. Hay en mí un fondo de eclesiástico que nadie conoce. Charlaríamos sobre todo esto mucho mejor de viva voz que por carta.
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Trabajo como un poseso. Leo medicina, metafísica, política, de todo. Porque he emprendido un proyecto de gran envergadura, que me exigirá bastante tiempo. Perspectiva que me place.
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Hasta pronto, querida maestra. Siga queriéndome.
Su viejo