97. FLAUBERT A SAND

[Croisset, 30 de abril de 1871]

Querida maestra,

Respondo enseguida a sus preguntas sobre lo que me concierne personalmente. ¡No! Los prusianos no saquearon mi casa. Birlaron algunas cosillas sin importancia, un neceser, una lámina, pipas, en suma, no hicieron daño. En cuanto a mi despacho, lo respetaron. Yo había enterrado una gran caja llena de cartas, y puesto a buen recaudo mis voluminosas notas sobre San Antonio. Lo encontré todo intacto.

¡Lo peor de la invasión, para mí, ha sido que mi pobre madre ha envejecido diez años! ¡Qué cambio! No puede caminar sola y padece de una debilidad desesperante. Es muy triste ver a los que uno quiere degradarse poco a poco.

[…]

Para no lloriquear más sobre las miserias públicas y sobre las mías, me he lanzado con furia de nuevo sobre San Antonio, y si nada me lo impide y continúo a este ritmo, lo habré acabado el próximo invierno. Tengo de veras ganas de leerle a usted las 60 páginas que he escrito. Cuando se reanuden las comunicaciones por ferrocarril, venga a verme unos días. Hace mucho tiempo que su viejo trovador la espera. Su carta de esta mañana me ha enternecido. ¡Qué bondad la suya y qué inmenso corazón tiene usted!

No soy como la mayoría de la gente, que parece afligirse por los combates en París. A mí me parecen más tolerables que la invasión. Porque, después de ella, no hay más desesperación posible, y una vez más se prueba nuestro envilecimiento. “¡Ah, gracias a Dios, los prusianos están aquí!” ha sido el grito universal de los burgueses. ¡Yo meto en el mismo saco a los señores obreros y que los tiren a todos juntos al río!

Por otra parte, todo volverá a su cauce, y la situación se calmará. Vamos a convertirnos en un gran país plano e industrial como Bélgica. La desaparición de París (como centro de gobierno) dejará a Francia incolora y torpe. No tendrá ya corazón, ni centro, ni, creo yo, espíritu.

En cuanto a la Comuna, que está a un paso de su final, es la última manifestación de la Edad Media. ¿La última? ¡Esperemos que sí!

Odio la Democracia (al menos tal como se entiende en Francia) porque se apoya sobre la “moral del evangelio”, que es la inmoralidad misma, digan lo que digan, porque es la exaltación de la Gracia en detrimento de la Justicia, la negación del Derecho, en una palabra: la antisociabilidad.

La Comuna rehabilita a los asesinos, igual que Jesús perdonó a los ladrones. Y se desvalijan las casas de los ricos, porque se ha aprendido a maldecir a Lázaro, que no era un malvado rico, sino simplemente un rico. “La república está por encima de cualquier discusión” equivale a decir: “el papa es infalible”. ¡Siempre las fórmulas! Siempre los dioses.

[…] ¿En qué hay que creer, entonces? ¡En nada! Ése es el comienzo de la Sabiduría. Ya va siendo hora de deshacerse de los “Principios” y de entrar en la Ciencia, en el Examen. La única cosa razonable (vuelvo siempre sobre eso) es un gobierno de Mandarines, a condición de que los Mandarines sepan algunas cosas, o incluso de que sepan muchas cosas. El pueblo es un minero eterno, y estará siempre (en la jerarquía de los elementos sociales) en el último escalón, porque es el número, la Masa, lo ilimitado. Poco importa que un montón de campesinos sepan leer y ya no escuchen a su cura; importa infinitamente más que muchos hombres como Renan o Littré puedan vivir, y sean escuchados. Nuestra salvación no está, ahora, más que en una aristocracia legítima, entiendo por eso una mayoría que se componga de otra cosa que de cifras.

Si Francia hubiera sido más ilustrada, si hubiera habido en París más gente que conociera la historia, no habríamos sufrido ni a Gambetta, ni Prusia, ni la Comuna. ¿Qué hacen los católicos para conjurar un gran peligro? ¡Se persignan, y se encomiendan a Dios o a los Santos! Nosotros, que estamos tan avanzados, nos ponemos a gritar “viva la República” evocando los recuerdos del 92. […]

Por el momento, París está completamente epiléptica. Es el resultado de la congestión que le provocó el sitio. El resto de Francia vive en un estado mental alterado. […]

Esta locura es la continuación de una gran idiotez. Y esa idiotez viene de un exceso de farsa. Porque a fuerza de mentir uno se vuelve idiota. Se había perdido toda noción del bien y del mal, de lo bello y de lo feo. Observe usted la crítica de estos últimos años. ¿Qué diferencia aprecia entre lo Sublime y lo Ridículo? ¡Qué falta de respeto! ¡Qué ignorancia! ¡Qué caos! ¡«Hervido o asado, es lo mismo»! Y, al mismo tiempo, qué servilismo hacia la opinión del día, el plato de moda.

Todo era falso; falso realismo, falso ejército, falsa banca, e incluso falsas fulanas. Se las llamaba “Marquesas” de la misma manera que las grandes damas se trataban familiarmente de “marranillas”. […] Y esa falsedad (que tal vez era herencia del romanticismo, predominio de la Pasión sobre la forma y de la inspiración sobre la regla, se aplicó sobre todo en la manera de juzgar. Se alababa a una actriz no como actriz, sino como una buena madre de familia. Se pedía al arte que fuera moral, a la filosofía que fuera clara, al vicio que fuera decente y a la ciencia “que se pusiera a la altura del pueblo”).

Pero ya es una carta demasiado larga. Cuando me pongo a insultar a mis contemporáneos, no acabaría nunca.

Un abrazo muy fuerte.

Su viejo

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