19. SAND A FLAUBERT

[Nohant, 15 de enero de 1867]

He recibido tu carta esta mañana, querido amigo de mi corazón. ¿Por qué será que te amo más que a la mayoría, incluso más que a viejos compañeros bien conocidos? […]

En fin, uno se hace, en la vejez, a la luz del sol poniente de su vida —que es la hora de tonos y reflejos más bellos—, una noción nueva de todas las cosas, y de los afectos especialmente. En la edad del crecimiento y de la personalidad, uno tantea la amistad como tantea el terreno, desde el punto de vista de la reciprocidad. Uno se siente sólido, y sólido quiere encontrar a quien le guíe o le conduzca. Pero cuando se siente huir la intensidad del yo, amamos a las personas y a las cosas por lo que son ellas mismas, por lo que representan a los ojos de nuestra alma, y ya no por lo que aportarán a nuestro destino. Es como el cuadro o la estatua que querríamos poseer, al mismo tiempo que soñamos en una bella mansión donde colocarlos. Pero hemos recorrido la verde Bohemia sin ganar nada, hemos permanecido pobres, sentimentales y trovadores. Sabemos bien que será así para siempre y que moriremos en la pobreza. Entonces pensamos en la estatua, en el cuadro, con los que no sabríamos qué hacer y que no sabríamos dónde colocar honorablemente si los poseyéramos. Nos sentimos contentos de saberlos en cualquier templo no profanado por el frío análisis, un poco lejano, y los amamos aún más. Nos decimos: volveré al lugar donde están. Los veré de nuevo y amaré siempre a quien me los hizo amar y comprender. Y es así realmente: el ideal que renunciamos a fijar, queda fijado en nosotros, porque permanece fiel a sí mismo. He aquí todo el secreto de lo bello, de lo bueno, de lo único verdadero, del amor, de la amistad, del arte, del entusiasmo y de la fe. Piensa en ello, verás cómo es así.

Esa soledad en que vives me parecería deliciosa si hiciera buen tiempo. En invierno, la encuentro estoica y tengo que forzarme a recordar que tú no tienes la necesidad moral de la locomoción habitual. Pienso que debe de haber para ti algún otro gasto de fuerzas durante tus encierros; en ese caso, está muy bien, pero no hace falta prolongarlos indefinidamente. Si la novela va a durarte más, es necesario interrumpirla o esponjarla con distracciones. De verdad, querido amigo. Piensa que la vida del cuerpo se irrita y se crispa cuando uno la reduce demasiado. Estando enferma en París, fui a ver a un médico bastante loco pero muy inteligente que me dijo varias cosas ciertas. Me comentó que yo me espiritualizaba de una manera inquietante, y como yo le dije, pensando justamente en ti, que uno puede abstraerse de cualquier otra cosa que no sea el trabajo, y conseguir de él más bien exceso de fuerza que disminución de ella, me respondió que hay más peligro en la acumulación que en la pérdida. Y, sobre esto, muchas otras cosas excelentes que querría saber reproducir para ti. Pero, en fin, tú las sabes, aunque no las practiques. ¡Ese trabajo al que maltratas tanto de palabra, es una pasión, y de las grandes! Te diré, como tú me dices: por nuestro amor y por el de tu viejo trovador, cuídate un poco.

Consuelo, La Comtesse de Rudolstadt, ¿qué es eso? ¿Es algo mío? ¡No recuerdo una maldita palabra de ellas! Dices que las lees. ¿Realmente te divierten? Entonces las releeré un día de éstos, y me querré si tú me quieres.

¿Y qué es eso otro de ser histérico? Quizá yo misma lo he sido, quizá lo soy, pero no sé nada de ello, ya que nunca he profundizado en el tema y sólo he oído hablar de él sin estudiarlo. ¿No es acaso una enfermedad, una angustia, causadas por el deseo de un imposible cualquiera? En ese caso, todos nosotros estamos aquejados de ese extraño mal, cuando tenemos imaginación; y ¿por qué tal enfermedad debería tener un sexo?

Y más aún, algo para los expertos en anatomía: no hay más que un sexo. Un hombre y una mujer son hasta tal punto lo mismo, que es incomprensible el montón de distinciones y de razonamientos sutiles de los que se nutren las sociedades sobre este particular. He observado la infancia y el desarrollo de mi hijo y de mi hija. Mi hijo era yo, es decir mucho más mujer que mi hija, que era un hombre inacabado. […]

Tal vez iré a Cannes, donde algunos amigos me reclaman. Pero no puedo aún abrir la boca ante mis hijos. Cuando estoy con ellos, no es fácil moverse. Hay pasión y celos. ¡Y toda mi vida ha sido así, nunca mía del todo! ¡Laméntate tú, pues, tú que te perteneces!

[sin firma]

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