110. SAND A FLAUBERT

[Nohant, 25 de octubre 1871]

Tus cartas caen sobre mí como una lluvia que empapa la tierra y hace crecer de golpe lo que estaba en germen. Me dan ganas de responder a tus razonamientos, porque son fuertes y empujan a la réplica. No pretendo que mis réplicas sean también fuertes: son sinceras, y surgen de mis raíces, como las plantas. Por eso acabo de escribir un artículo sobre el tema que tú planteas, dirigiéndome esta vez a una amiga, que me escribió en un sentido similar al tuyo, con menor brillantez, no hay que decirlo, y un poco desde el punto de vista de la aristocracia intelectual, para la cual ella no cumple del todo los requisitos.

Mis raíces, eso no se extirpa de uno mismo así como así, y me sorprende que me invites a hacer salir de ellas tulipanes, cuando no pueden responderte sino como patatas. Desde los primeros días de mi eclosión intelectual, cuando —instruyéndome yo sola junto al lecho de mi abuela paralítica, o por los campos cuando la dejaba con alguien— ya me planteaba las cuestiones más elementales sobre la sociedad. No estaba más avanzada a los 17 años que un niño de 6, gracias a Deschartres (el preceptor de mi padre), que era una contradicción de los pies a la cabeza, gran instrucción y ausencia de sentido común; gracias al convento donde me habían metido Dios sabe por qué, porque yo no creía en nada; gracias también a una fortaleza de pura Restauración en la que mi abuela, filósofa, pero ya en sus últimos días, se extinguía, sin resistirse a la corriente monárquica. Entonces yo leía a Chauteaubriand y a Rousseau; pasaba del Evangelio al Contrato social; leía la historia de la Revolución escrita por los devotos, la historia de Francia escrita por los filósofos; y un buen día, combiné todo aquello como una luz hecha de dos lámparas, y tuve principios. No te rías, eran principios de niña muy ingenua, que pervivieron en mí a través de todo, a través de Lélia y la época romántica, a través del amor y la duda, los entusiasmos y los desencantos. Amar, sacrificarse, no retirarse a menos que el sacrificio sea perjudicial para aquellos que son el objeto de él, y seguir sacrificándose, con la esperanza de servir a una causa verdadera, el amor. No hablo aquí de la pasión personal, sino del amor de la raza, del sentimiento extendido del amor propio, del horror del yo solo. Y ese ideal de justicia del que tú hablas, yo jamás lo he separado del amor, porque la primera ley por la que una sociedad natural subsiste es que todos se sirvan mutuamente, como las hormigas y las abejas. Estamos de acuerdo en llamar instinto a esa colaboración de todos para un mismo fin de los animales, y en realidad importa poco. Pero en el hombre el instinto es amor; quien se sustrae al amor, se sustrae a la verdad, a la justicia.

He pasado por revoluciones y he visto de cerca a los principales actores; he visto el fondo de su alma, debería decir más bien el fondo de su saco: ningún principio, y tampoco ninguna verdadera inteligencia, ninguna fuerza, ninguna perdurabilidad. Nada más que los medios y un fin personal. Sólo uno de ellos tenía principios, no todos buenos, pero ante la sinceridad de los cuales no contaba para nada su personalidad: Barbès. Entre los artistas y los literatos, no encontré ni uno. Tú eres el único con quien puedo intercambiar ideas que no sean las del oficio. No sé si tú estabas en Magny un día en que los llamé a todos Señorones. Decían que no hacía falta escribir para los ignorantes; me criticaban porque yo no quería escribir más que para ellos. Los amos están provistos, ricos y satisfechos. Los imbéciles carecen de todo; los compadezco. Amar y compadecer no se diferencian. Y éste es el mecanismo poco complicado de mi pensamiento.

Tengo la pasión del bien, lejos de todo sentimentalismo prejuiciado. Desprecio con todo mi corazón a aquél que asegura tener mis principios y hace lo contrario de lo que dice. No compadezco al incendiario ni al asesino que caen bajo el peso de la ley. Compadezco profundamente a la clase a la cual una vida brutal, mísera, sin medios ni ayuda, ha llevado a producir semejantes monstruos. Compadezco a la humanidad, yo la querría buena, porque no puedo abstraerme de ella; porque ella es yo; porque el mal que ella se hace me desgarra el corazón; porque su vergüenza me sonroja; porque sus crímenes me retuercen el vientre; porque no puedo comprender el paraíso en el cielo ni en la tierra para mí sola. Estoy segura de que me comprendes, tú que eres bondad de la cabeza a los pies.

¿Estás todavía en París? Hace unos días tan hermosos que estoy tentada de ir a abrazarte. Pero no me atrevo a derrochar el dinero, aunque pudiera, mientras haya tanta miseria. Soy avara porque me sé pródiga cuando olvido; y siempre acabo olvidando. Además, ¡tengo tanto que hacer!… No sé nada, no me entero de nada, porque siempre tengo que volver a empezar. Sé, sin embargo, que tengo necesidad de volverte a ver. Es una parte de mí que echo de menos.

Mi Aurore me tiene muy ocupada. Aprende muy deprisa y habría que educarla a triple galope. Comprender la apasiona, saber la disgusta. Es perezosa como lo fue su señor padre. Por suerte, yo no me impaciento. Me ha prometido escribirte muy pronto una carta. Ya ves que no te olvida. La marioneta de la Titite ha perdido su cabeza, a fuerza literalmente de ser abrazada y acariciada. La aman aun sin cabeza; ¡qué ejemplo de fidelidad en la desgracia! Su vientre se ha convertido en un cofre a donde van a parar los juguetes.

[…]

Un abrazo. Dime cómo te va con Aïssé, el Odéon, y todo ese lío en que te has metido. Te quiero, es la conclusión de todos mis razonamientos.

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