52
Corres a toda velocidad en dirección opuesta y al rato escuchas a tu espalda ladridos y un rugido ensordecedor. Intentas acelerar pero apenas te quedan fuerzas. Golpeas ramas y zarzas que te hieren en el rostro y en los brazos a tu paso, pero procuras no detenerte. Cuando crees que ya te has alejado lo bastante, te detienes extenuado y resoplas contra un viejo olmo, intentando recuperar el aliento.
Respiras con fuerza para aliviar la quemazón que notas en los pulmones.
Y de súbito, lo vuelves a oler. Ese pestilente efluvio con reminiscencias metálicas.
No puede ser. Debe ser otro. Y ha olido tu sangre.
Desenvainas la espada, dispuesto a afrontar el peligro.