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La muchacha baja el arco y devuelve su flecha a la aljaba con suma lentitud, mientras se acerca hasta tocarte. No parece muy convencida por tus palabras pero ha decidido hacerte caso.
El formidable lobo gris de cresta grande avanza hacia ti con cuidado. Os miráis fijamente y percibes una extraña sabiduría que te proporciona confianza. Un vaho templado sale de su hocico cuando resopla, cada vez más cerca. Dos lobos se han posicionado a cada lado y el tercero se pone detrás. La chiquilla se arrima todavía más a ti. El lobo gris, que sin lugar a dudas es el jefe de la manada, gira lentamente hasta darte la espalda y empieza a caminar hacia el bosque.
—Tenías razón… nos están llevando a alguna parte —admite la chiquilla mientras se vuelve a guardar el arco a la espalda—. Espero que sea para sacarnos de aquí.
La manada empieza a trotar a paso más ligero, como si hubiese comprendido los deseos de la chica. Eso os obliga prácticamente a correr, por la diferencia de tamaño. Al cabo de quince minutos, tu compañera está agotada y se agarra a tu cinturón para no desfallecer. Te gustaría pedirle al lobo gris el hacer una pequeña pausa para que se recuperara, pero su tamaño te impresiona y sospechas que no le gustaría que lo agarrases por la cola para detenerlo, aunque la tengas al alcance de la mano. La muchacha empieza a jadear ruidosamente y ya te planteas parar (aunque no sabes cómo), cuando de pronto el lobo negro que está a tu lado se detiene bruscamente y emite un bufido ronco, en actitud vigilante hacia su flanco descubierto.