V
La fe inquebrantable del Che en sus propias convicciones se afirmaba en la combinación insólita de una pasión romántica y un pensamiento frío y analítico. En esta mezcla paradójica se encuentra probablemente el origen de la estatura cuasi mística que adquirió, pero también la fuente de sus debilidades intrínsecas: la soberbia y la ingenuidad. Aunque singularmente dotado para comprender y elaborar una estrategia a gran escala, parecía incapaz de advertir los pequeños detalles humanos que constituían el cuadro mayor, como lo demuestra la nefasta elección de Masetti para conducir el «foco» argentino. Allí como en Cuba, el Congo y Bolivia, los hombres en los que depositó su confianza lo decepcionaron una y otra vez; por su parte, él nunca aprendió a modificar la naturaleza fundamental de los demás para convertirlos en «comunistas abnegados». Pero errores aparte, lo que más se recuerda del Che es su ejemplo personal, encarnación de la fe, la fuerza de voluntad y el sacrificio.
Como me dijo «Santiago», un veterano agente de inteligencia cubano: «Hacia el fin el Che sabía qué le esperaba y se preparó para una muerte ejemplar. Sabía que su muerte sería un ejemplo en la causa de la revolución latinoamericana, y tenía razón. Hubiéramos querido tenerlo con vida aquí en Cuba, pero la verdad es que su muerte fue una ayuda tremenda para nosotros. Difícilmente hubiéramos tenido tanta solidaridad revolucionaria en todos estos años si el Che no hubiera muerto como lo hizo».
Hoy el Che vuelve a ser una figura tan controvertida y universalmente reconocida como en la época en que la rebeldía estudiantil lo adoptó como su icono. Después de caer en el olvido durante los años setenta y ochenta, en los noventa ha resurgido como símbolo perdurable de combate intransigente contra un poder arraigado.
Los que creían que el Che o la guerra de guerrillas habían pasado de «moda» tras el eclipse de la insurgencia marxista y el fin de la guerra fría estaban equivocados. Así lo demuestra la insurrección indígena zapatista dirigida por el enmascarado Subcomandante Marcos en el sur de México. Sus tácticas militares escasamente agresivas y sus objetivos políticos —la autonomía de los pueblos indígenas de Chiapas— son mucho más modestos que los del Che, pero su legado se hace evidente en el rechazo por parte de los guerrilleros de la subordinación mexicana a los intereses capitalistas norteamericanos, así como en sus reclamaciones de una amplia reforma social, política y económica. La figura carismática de Marcos —con su arma, su pipa, su aire a la vez reflexivo, irónico y lírico— ha despertado la fascinación popular como alguna vez lo hizo la del Che. En verdad, es difícil no ver en Marcos un Che Guevara redivivo y adaptado a los tiempos modernos —menos utópico, pero idealista y dispuesto a pelear por lo que cree—, que acaso aprendió de los errores de su predecesor pero aun así sigue su modelo.
En otras partes del mundo, el espectro del Che reaparece dondequiera que subsisten los conflictos no resueltos de su época. En diciembre de 1996, la toma de rehenes en la embajada japonesa en Lima, Perú, por el grupo guerrillero «guevarista» Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, atrajo la atención del mundo sobre una causa hasta ese momento ignota y estremeció a un régimen que hasta entonces se consideraba sólido. Semanas antes, en África, en medio de las tensiones regionales provocadas por la presencia de millones de refugiados hutu ruandeses en el Zaire oriental y las milicias armadas ocultas entre ellos, irrumpió de manera espectacular un movimiento rebelde zaireño hasta entonces desconocido que obligó a los refugiados a regresar a Ruanda, tomó varias ciudades y dispersó las milicias hutu.
El hombre que estaba al frente de esa rebelión no tardó en aparecer. Era Laurent Kabila, el caudillo rebelde a quien el Che había tratado de ayudar tres décadas antes, y que ahora resurgía de la oscuridad para enarbolar nuevamente la bandera.
En mayo de 1997, después de una vertiginosa campaña militar, Kabila derrocó la dictadura de treinta y un años de Mobutu, tomó el poder y rebautizó Zaire con el nombre de República Democrática Popular del Congo. Pero muy pronto Kabila demostró que no había aprendido de sus errores del pasado, y como líder de su país fue igual de decepcionante que cuando ostentaba «liberarlo» con la generosa ayuda del Che. Al año y medio de su llegada al poder, el antiguo Zaire estaba envuelto en una nueva guerra, más grande que todas los anteriores, con milicias tribales y tropas invasoras de cinco países vecinos combatiendo por un lado u otro y apoderándose de sus ricos yacimientos de cobre, diamantes y oro. En enero del 2001, Kabila fue asesinado por un guardia presidencial en una intentona de golpe de Estado. Fue sucedido por su hijo Joseph, de apenas 29 años, que ha logrado mantenerse en el poder desde entonces. Sin embargo, la guerra en la República Democrática del Congo no se detuvo, y se calcula que cuatro millones de personas han muerto en el baño de sangre. Sea como sea, lo que pasa en el Congo es una prueba más de que algunas de las batallas libradas por el Che en la década de los sesenta aún esperan su desenlace.
En el pueblo de Vallegrande, en Bolivia, el empeño para hallar y exhumar el cadáver del Che finalmente dio sus frutos en julio de 1997. Tal como había dicho el general Mario Vargas Salinas, apareció junto con otros seis cadáveres —los de Pacho, Aniceto, Willy, el Chino Chang, Arturo y Antonio— debajo de la pista del aeródromo, cuando un equipo forense argentino-cubano encontró el esqueleto sin manos. Una vez exhumados, los restos de los guerrilleros fueron colocados en ataúdes y enviados a La Habana. Allí los recibieron en una ceremonia discreta y emotiva, presidida por Fidel y Raúl Castro, juntamente con Aleida y sus hijos. El Che Guevara había regresado a su patria adoptiva a tiempo para el funeral de Estado organizado para el trigésimo aniversario de su «última batalla». En octubre, después de unas exequias en la Plaza de la Revolución, los ataúdes del Che y sus compañeros fueron llevados en una procesión de honor por carretera hasta Santa Clara. Allí fueron colocados en un mausoleo especial construido en las afueras de la ciudad que él había liberado cuarenta y un años antes. Un año después, en otra ceremonia en el mausoleo de Santa Clara, los restos de Tania y de algunos otros guerrilleros caídos, rescatados de sus tumbas anónimas en Bolivia, fueron sepultados al lado del Che.
La historia sigue dando sus vuelcos. El 14 de junio del 2006, el nuevo presidente de Bolivia, Evo Morales, asistió a un acto en La Higuera en conmemoración del 78.º cumpleaños del Che. Junto con él estaba el hijo del Che, Camilo Guevara, y los embajadores de Cuba y de Venezuela. El carismático presidente de Venezuela, Hugo Chávez, quien propugna una «revolución bolivariana» en America Latina, es también un devoto del Che. Con los recursos provenientes del petróleo venezolano, Chávez se ha convertido en el principal baluarte económico de Cuba, y ahora promete serlo de Bolivia también. Para algunos, la nueva alianza entre Fidel, Chávez y Evo Morales representa el renacimiento del viejo sueño del Che, de crear una «revolución continental» pero esta vez sin balas.
Durante su investidura como presidente, unos seis meses antes, Morales había calificado su victoria, y la lucha que tenía por delante, como «una continuación de la lucha del Che Guevara». No fue, al parecer, una invocación puramente retórica. En mayo, Morales nacionalizó de golpe los hidrocarburos de Bolivia y mandó tropas para ocupar las refinerías e instalaciones privadas y extranjeras. Algunas semanas después, en La Higuera, Morales pidió un minuto de silencio en memoria al Che, y dijo: «Jamás traicionaremos la lucha del Che Guevara, de Fidel, de Chávez, y esto lo decimos en el lugar en el que nuestro hermano mayor perdió la vida». En una alusión a los Estados Unidos, agregó: «Hoy el imperio levanta armas contra los pueblos, y si lo hiciera contra Cuba o Venezuela o Bolivia, estamos dispuestos a poner nuestra propia sangre».
En Vallegrande quedó una leyenda escrita en la pared de adobe de la oficina telefónica…: Che, vivo como nunca te quisieron. Esta frase describe acaso mejor que ninguna otra el verdadero legado del Che. Su poderosa presencia que trasciende el tiempo y el espacio sigue viva en la imaginación popular. Siempre juvenil, valiente, implacable y desafiante, con esa mirada intensa e indignada, el Che ha desafiado la muerte. Mientras sus amigos y camaradas más entrañables se marchitan con los años o sucumben al bienestar de una existencia que ya no da cabida a «la revolución», el Che permanece inalterable. Es inmortal porque otros lo quieren así, ejemplo solitario del Hombre Nuevo que vivió alguna vez y desafió a otros a seguirlo.