VI
A principios de 1946, Perón estaba en el poder. Había sobrevivido al derrocamiento por parte de militares rivales, un breve exilio en la isla Martín García, en el estuario del Río de la Plata y, después de que una gigantesca manifestación popular obtuviera su liberación, había efectuado un retorno triunfal para ganar la presidencia en las elecciones generales de febrero.
Además, no estaba solo. Meses antes se había casado con su amante, una joven rubia, actriz de seriales radiofónicos, llamada Eva Duarte. Aunque nadie lo sabía, la huella que dejaría «Evita» en la conciencia popular argentina sería al menos tan profunda como la de su esposo.
El año 1946 fue también el último del colegio secundario de Ernesto. Cumplió dieciocho años en junio, diez días después de que Perón asumiera la presidencia. Mientras proseguía sus estudios, por primera vez obtuvo un puesto remunerado, en el laboratorio de la Dirección Provincial de Vialidad de Córdoba, una oficina pública que supervisaba la construcción de carreteras en la provincia.
Lo acompañaba su amigo Tomás Granado. Los jóvenes, bien dotados para las matemáticas y la ciencia, hacían planes para ingresar en la Facultad de Ingeniería el año siguiente. Habían obtenido aquel trabajo, que ofrecía experiencia útil para un futuro ingeniero, después de que el padre de Ernesto pidiera a un amigo que los aceptara en un curso especial de análisis de suelos en Vialidad. Aprobaron el curso y obtuvieron el certificado de «especialistas en suelos», inspectores de la calidad de los materiales empleados por contratistas privados en la construcción de carreteras. En el laboratorio, donde trabajaban media jornada, Ernesto preparaba jugos de fruta para todos en la licuadora empleada para mezclar muestras de suelos.
Después de recibirse en el Deán Funes, empezaron a trabajar la jornada completa y fueron enviados a distintos lugares de la provincia. Ernesto fue a inspeccionar los materiales empleados en la construcción de una carretera en Villa María, ciento cincuenta kilómetros al norte. Su contrato incluía un salario modesto, el uso de un camión de la empresa y alojamiento gratuito.
En marzo, mientras Ernesto seguía en Villa María, la familia volvió a Buenos Aires después de quince años de ausencia. No fue un regreso triunfal: sus padres habían decidido separarse y de nuevo estaban en mala situación económica. La empresa constructora que Guevara Lynch tenía con el «Marqués» había quebrado, y se había visto obligado a vender la casa de veraneo en Villa Allende. Poco después vendería también el yerbatal en Misiones. Le daba poco dinero y acumulaba un par de años de atraso en el pago del impuesto anual sobre la propiedad.
En Buenos Aires, la familia se instaló en el apartamento de Ana Isabel, la anciana madre de Guevara Lynch, en el quinto piso de un edificio en la esquina de las calles Arenales y Uriburu. Pero a principios de mayo se enfermó Ana Isabel, de noventa y seis años, y los Guevara enviaron un telegrama a Ernesto para avisarle que su estado era grave.
El 18 de mayo les escribió para pedirles mayores detalles y avisar que si su estado se agravaba, él renunciaría al trabajo para viajar inmediatamente a Buenos Aires.
En pocos días recibió la mala noticia: la abuela había sufrido un infarto y su estado era grave. Ernesto renunció a su trabajo y viajó rápidamente a Buenos Aires. Llegó a tiempo para presenciar su agonía. Duró diecisiete días, durante los cuales él no se apartó de su lecho. «Todos veíamos que su enfermedad era fatal —escribió Guevara Lynch—. Ernesto, desesperado al ver que su abuela no comía, con una paciencia increíble trataba de hacerle ingerir alimentos entreteniéndola y sin apartarse de ella. Y así estuvo hasta que mi madre se fue de este mundo».
Cuando murió su abuela, Ernesto quedó desconsolado. Su hermana Celia jamás había visto a su reservado hermano tan abrumado por el dolor. «Estaba muy triste; debe haber sido una de las grandes tristezas de su vida».