VI
Así como los expertos del Kremlin en busca de señales de cambios en la cúpula observaban cuidadosamente la ubicación de los miembros del Politburó en las ceremonias de la Plaza Roja, el recibimiento del Che en La Habana después del escandaloso discurso de Argel fue objeto de minuciosos estudios en busca de pruebas de camaradería o conflicto entre él y Fidel.
El 15 de marzo, cuando llegó al aeropuerto de Rancho Boyeros, además de Aleida lo esperaban Fidel, el presidente Dorticós y, acaso la presencia más significativa, Carlos Rafael Rodríguez. Hasta el día de hoy Aleida se niega a revelar lo que sucedió a continuación, y Fidel Castro no ha dicho nada al respecto, pero los informes coinciden en que éste y el Che se fueron directamente del aeropuerto a una reunión a puertas cerradas que duró varias horas. A falta de información oficial, y dada la posterior desaparición del Che, la interpretación tradicional de los observadores escépticos es que el encuentro fue la culminación irrevocable de las presuntas tensiones acumuladas entre los dos. Ante una pregunta sobre este asunto aún delicado, una fuente bien informada del gobierno cubano optó por una respuesta elíptica: Fidel «probablemente» recriminó al Che con «vehemencia», pero no porque hubiera una divergencia de fondo entre ambos sino por su «falta de tacto» en el discurso de Argel. En este contexto, se podría decir que Carlos Rafael Rodríguez se hizo presente en representación de los ánimos caldeados del Kremlin.
Distinta es la interpretación del historiador Maurice Halperin. «El discurso, que leí unos días más tarde, me causó estupor —escribió—. Cuando pregunté a un alto funcionario del Ministerio de Comercio Exterior qué significaba la filípica del Che, me respondió con una sonrisa maliciosa: “Representa el punto de vista cubano.”» Halperin llegó a la conclusión de que muy probablemente era así en vista de las declaraciones recientes de Fidel y porque además le constaba que éste estaba «cada vez más molesto con los métodos comerciales soviéticos en el ministerio». En definitiva, pensó, Fidel había ido al aeropuerto a recibir al Che en su regreso a Cuba con el fin de demostrarle su aprobación. En efecto, el hecho de que el discurso del Che fuera publicado en Política Internacional, la revista trimestral del gobierno, aparentemente elimina cualquier duda que pudiera persistir acerca de la posición de Fidel.
En realidad, la mayoría de los indicios sugieren que ambos trabajaban en equipo, hasta el punto de acordar lo que dirían en público. El 2 de enero, en su discurso por el sexto aniversario de la Revolución, Fidel criticó con vehemencia el modelo socialista soviético —sin nombrarlo— y por primera vez habló al pueblo cubano sobre los «problemas» en el seno de la hermandad de las naciones socialistas. El pueblo cubano, dijo, tenía el derecho de expresarse con su propia voz y de interpretar las ideas de Marx, Engels y Lenin de acuerdo con su propia visión y circunstancias, y debía prepararse para sobrevivir por sus propios medios si se interrumpiera bruscamente la ayuda que estaba recibiendo del exterior. Era un mensaje inequívoco a Moscú: Fidel no permitiría que los soviéticos impusieran su modelo político en Cuba.
El 13 de marzo, dos días antes del regreso del Che a La Habana, Fidel habló nuevamente en público, esta vez para aludir en términos vehementes a la rivalidad y demagogia de China y la Unión Soviética que tanto hablaban de apoyar la «liberación de los pueblos» pero no acudían en ayuda de los vietnamitas frente a la escalada militar norteamericana. «¡Proponemos que se dé a Vietnam toda la ayuda que sea necesaria! ¡Ayuda en armas y hombres! ¡Nuestra posición es que el campo socialista corra todos los riesgos que sean necesarios!»
En su discurso en la Universidad de La Habana, dijo que la clase de solidaridad que reclamaba tenía un precedente: la misma Cuba. Durante la crisis de los misiles, se había mostrado dispuesta a afrontar el riesgo de la «guerra termonuclear» con la instalación de misiles soviéticos en su territorio a fin de fortalecer el campo socialista. Cuba aún creía que era su deber histórico combatir el imperialismo yanqui, y tenía lazos con los que llevaban adelante una lucha similar en otras partes del mundo.[95]
Con todo, como siempre, en su discurso de Argel el Che había superado a Fidel al decir todo lo que pensaba y creía… y al diablo con las consecuencias. Había arrojado el guante y no había retroceso posible. En un nivel más directo, demostraría personalmente cómo se llevaba a la práctica el «internacionalismo proletario», y que los demás lo siguieran. Sin embargo, después de esas palabras a Fidel se le hacía más difícil que nunca defender a su amigo «maoísta» ante los soviéticos. Por eso le «sugirió» que partiera inmediatamente de la isla y regresara a África para dirigir el contingente guerrillero que ya se entrenaba para su misión en el Congo. El corazón del Che estaba en Sudamérica, pero las condiciones aún no estaban maduras, mientras que África parecía ofrecer perspectivas verdaderamente revolucionarias. Aceptó.
Según el agente de inteligencia cubano Juan Carretero («Ariel»), él mismo con su jefe Piñeiro y Fidel «instaron» al Che a que aceptara la misión. Ésta duraría un par de años y, entretanto, prometieron, la gente de Piñeiro continuaría la tarea de construir una infraestructura guerrillera en América Latina hasta que las condiciones fueran propicias para su traslado allá. La guerra del Congo sería un ejercicio valioso para endurecer a los combatientes del Che y un buen filtro para determinar quiénes lo acompañarían a Sudamérica. Según Piñeiro, no fue difícil convencerlo. «El Che estaba tan entusiasmado con sus contactos africanos que Fidel le dijo: “¿Por qué no vas a África?” Estaba realmente alterado por el paso del tiempo y su incapacidad para cumplir con [lo que consideraba era] su misión histórica».
Los pasos siguientes se sucedieron con rapidez. El 22 de marzo, el Che informó a sus colegas del Ministerio de Industrias sobre el viaje por África, pero sin anunciar su partida inminente. Una semana después, visitó a los guajiros veteranos de su antigua columna en la sierra que trabajaban en la granja experimental Ciro Redondo en Matanzas y les dijo que se iría a «cortar caña» por algún tiempo.
De regreso en La Habana, reunió a sus camaradas más íntimos del ministerio y les contó la misma historia. Muy pocos sabían que el Che se aprestaba a partir definitivamente de Cuba, pero ésa era su intención. Durante los últimos quince días en la capital, desapareció gradualmente de la vista, evitó las apariciones públicas y se despidió de un puñado selecto de personas en las que podía confiar que guardarían el secreto. El 15 de marzo, fecha de la publicitada llegada al aeropuerto después de su viaje por África, sería la última vez que el pueblo cubano, en general, vería al Che.
Sería también la última vez que sus hijos lo verían en calidad de padre, y el menor de ellos no guardaría el menor recuerdo de él. Una vez más, un hijo suyo había nacido durante su ausencia; el 24 de febrero, mientras volaba de Argel a El Cairo, Aleida había dado a luz a su último hijo, un varón a quien llamó Ernesto.
Aleida estaba trastornada. Pidió al Che que no se fuera, pero la decisión era irrevocable. Sin embargo, le prometió que la mandaría llamar cuando la revolución alcanzara una «etapa más avanzada».
La víspera de la partida, cuando almorzaban con la niñera Sofía, el Che le preguntó qué había sido de las viudas de los cubanos muertos durante la revolución. Sofía respondió que muchas habían vuelto a casarse. El Che se volvió hacia Aleida y señaló su pocillo de café: «En ese caso, este café que me sirves, que puedas servírselo a otro». Conmovida aún hoy por ese recuerdo, Sofía comprendió que le daba su bendición a Aleida si decidía volver a casarse en caso de que él muriera.
Al amanecer del 1 de abril, salió de la casa donde había vivido los últimos ocho años, no como el Che Guevara sino como un hombre bien rasurado, de gafas y aspecto sobrio llamado Ramón Benítez.