6. «NO SOY EL MISMO QUE ERA ANTES»
Al regresar, Ernesto halló una Argentina distinta. Cinco días antes de su llegada a Buenos Aires, Evita Perón había muerto de cáncer a los treinta y tres años.
En su funeral se produjo una demostración pública de dolor sin precedentes, y su cuerpo fue exhibido durante dos semanas antes de retirarlo para ser definitivamente embalsamado. Se hablaba de erigir un monumento en su honor más grande que la Estatua de la Libertad, como correspondía a una mujer cuyos acólitos confiaban en que el Papa la elevaría a la dignidad de los altares. Su apenado esposo Juan Domingo Perón realizaba sus tareas presidenciales mientras los cortesanos cuchicheaban y sus enemigos conspiraban. La política seguía como siempre en la Argentina, pero los amigos íntimos de Perón lo veían desorientado y menos íntegro después de la muerte de su joven esposa.
Entretanto, Ernesto tenía que ocuparse de sus propios dramas. En aquella época, había que aprobar treinta asignaturas para graduarse de médico; él había aprobado dieciséis antes de partir con Granado, pero debía aprobar las catorce restantes antes de mayo si quería obtener el título al año siguiente.
No tenía tiempo que perder, porque los primeros exámenes eran en noviembre. Se puso a estudiar con verdadero frenesí, escudado detrás de una barricada de libros en el apartamento de su tía Beatriz y a veces en el despacho de su padre en la calle Paraguay. A su casa sólo iba de vez en cuando a comer. A pesar de las presiones, encontró tiempo aún para trabajar en la clínica para alérgicos, donde el doctor Pisani lo recibió complacido.
También empezó a hacer un balance de sus aventuras al redactar Notas de viaje sobre la base de su diario personal. Decidió que el viaje lo había cambiado. «El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina, el que las ordena y pule, “yo”, no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior. Este vagar sin rumbo por nuestra “Mayúscula América” me ha cambiado más de lo que creí».
En la familia había pocos cambios. El padre seguía bregando con sus negocios de construcción y alquiler de propiedades. Su madre, la ensimismada abeja reina de la calle Aráoz, jugaba al solitario y se ocupaba de Juan Martín, que tenía nueve años y cursaba la escuela primaria. Roberto había terminado la secundaria y cumplía el servicio militar obligatorio. Celia y Ana María estudiaban arquitectura en la Universidad de Buenos Aires. Las tertulias de Celia madre eran más concurridas; nuevas personalidades engrosaban el clan Guevara. Ana María había formado un grupo de estudio con amigos de la Facultad de Arquitectura. Entre ellos estaban Fernando Chávez y Carlos Lino, que se disputaban su amor. En aquella época salía con Lino, pero finalmente se casaría con Chávez. Los Guevara estaban encantados de tener a Ernesto de vuelta en casa; esperaban que, satisfechos sus apetitos nómadas, se estableciera en Buenos Aires como médico o investigador alergista.
En noviembre de 1952, Ernesto debía presentarse a los primeros exámenes. Entonces enfermó gravemente, no de asma sino de una fiebre provocada por el contacto con vísceras humanas infectadas. Pisani había comprado una máquina especial para reducir vísceras con fines de investigación y Ernesto, impaciente por estrenarla, había adquirido algunas muestras infectadas en la Facultad de Medicina y empezado a reducirlas sin colocarse una mascarilla protectora. Al sentirse mal, se fue a la cama con una fiebre altísima. Allí lo encontró su padre, y comprobó que su estado se agravaba minuto a minuto. Guevara Lynch dijo que llamaría a Pisani, pero Ernesto no quiso. Pasó un tiempo; Guevara Lynch permanecía junto a la cama y lo vigilaba estrechamente. «De pronto me hizo una seña y, al acercarme, me dijo que llamase enseguida a una clínica para que le trajesen un estimulante cardíaco, y que llamara al doctor Pisani».
Guevara Lynch comprendió que la situación era grave y efectuó las llamadas. Poco después llegaron una enfermera y Pisani, quien se hizo cargo de la situación y pasó varias horas a solas con el paciente. Al partir, dejó una receta para varios medicamentos e indicó reposo absoluto. La familia, angustiada, pasó la noche en vela como habían hecho tantas veces a lo largo de los años debido a lo que el padre llamaba la «imprudencia» de Ernesto.
«Aproximadamente a las seis de la mañana —recuerda el padre—, Ernesto había mejorado mucho y, con gran sorpresa nuestra, vimos que comenzaba a vestirse. No le dije nada. Lo sabía muy empecinado, pero al final, viendo que terminaba de vestirse como para salir a la calle, le pregunté: “¿Qué vas a hacer?” “Voy a dar examen, la mesa se reúne a las ocho de la mañana.” “Pero no seas animal —le contesté—. ¿No ves que no podés hacer eso?” Fueron inútiles todas las objeciones que se hicieron en ese momento. Él había determinado dar su examen ese día y lo tenía que hacer. Y así lo hizo».
A pesar de la enfermedad, Ernesto aprobó tres exámenes en noviembre y otros diez el mes siguiente. Le quedaba uno solo, en abril, para obtener el título de médico y volver a Venezuela. Mientras tanto, dedicaba el mayor tiempo posible a la Clínica Pisani. El trabajo era interesante porque además de estudiar los casos de pacientes afectados de alergias podía tratar de descubrir las causas y buscar antídotos en el laboratorio.
Pisani, que lo alentaba al máximo, empezó a nombrarlo entre sus colaboradores en los trabajos que publicaba. La revista especializada Alergia, en su edición de noviembre de 1951-febrero de 1952, menciona a Ernesto junto con el doctor Pisani y otros como coautores de un trabajo de investigación titulado «Sensibilización de cobayos al polen mediante inyecciones de extracto de naranja».
El 11 de abril de 1953, Ernesto aprobó el último examen. Su padre recuerda: «Yo estaba en mi estudio cuando sonó el teléfono. Lo cogí y reconocí enseguida su voz, que decía: “Habla el doctor Ernesto Guevara de la Serna.” Y ponía el énfasis en la palabra doctor».
«Muy grande fue mi alegría —añadió el padre—, pero también muy corta; casi al mismo tiempo que nos enterábamos que se acababa de graduar de médico, anunció su nuevo viaje: esta vez su compañero sería un viejo amigo de la infancia, Carlos Ferrer».
Desde que Ernesto le prometió llevarlo en su viaje siguiente, Calica aguardaba ansioso su regreso. Había llegado el momento de materializar el proyecto e iniciar los preparativos. «Nosotros empezamos a recolectar conexiones en los distintos lugares adonde íbamos a ir —recuerda Calica—, de personas que en caso de pedirle alguna ayuda, no económica, sino de enfermedad, algún lazo interesante, a los efectos de que tal cosa nos saliera más barato, con más fortuna que la otra, algún itinerario, todas esas cosas. Para el viaje ya habíamos decidido que iba a ser por Bolivia, porque Ernesto quería conocer las ruinas incas, para lo cual ya había empezado a estudiar, había interiorizado, y Machu Picchu, que era nuestra meta».
En cuanto a sus planes de más largo plazo, Ernesto hablaba de ir a la India, mientras Calica, más interesado en la buena vida, ya se veía en París, elegantemente vestido en un cóctel y con una hermosa mujer cogida de su brazo. «Nuestra meta era Salta —dice Calica—, después trabajar un poco, y lo menos posible, en Venezuela y después irnos a Europa».
Al observar el ajetreo, Guevara Lynch escribió: «Nuestras ilusiones, como un castillo de naipes, se deshicieron; ya sabíamos lo que le esperaba, y lo sabíamos bien: caminaría leguas y leguas o andaría colgado de cualquier carro o camión; dormiría en cualquier parte y comería lo que pudiera. De su asma y de su salud, ni remotamente se ocuparía y volvería como siempre a correr mundo, sin cuidarse de los peligros. Pero nosotros, los padres y sus hermanos, nada podíamos hacer, ni debíamos intervenir. Ya no era ni el niño ni el joven, sino el doctor Ernesto Guevara de la Serna, que hacía lo que se le daba en gana».
Cuando Ernesto informó al doctor Pisani de su partida, éste trató de retenerlo. Le ofreció un puesto remunerado, un apartamento en la clínica y un futuro a su lado como investigador. Ernesto se negó. Estaba resuelto, no quería «estancarse» como Pisani. «No me quiero atar a una sola cosa —dijo a Mafalda, la hermana del doctor—, quiero conocer el mundo».
En junio Ernesto recibió una copia de su diploma y unos días después cumplió veinticinco años. Con su título debidamente legalizado, era un médico auténtico. Sólo quedaba que Calica y él obtuvieran visados y dinero, y nuevamente había que gorronear. Elaboraron un plan de ataque. Calica recuerda: «A las tías, todas las tías, a las abuelas, a algún nieto o sobrino, a los cuales se les podía pedir un pechazo. Entonces, tanto Ernesto como yo íbamos calculando por ahí. “¿Pechaste a fulana?” “Sí, le pedí tanto.” “Y yo a mi abuela, me va a dar tanto, mamá también me va a dar plata.”»
En poco tiempo habían reunido el equivalente de trescientos dólares cada uno y todos los visados salvo el de Venezuela. Debido al boom petrolero, Venezuela era un polo de atracción para buscadores de trabajo de todo el mundo y en los últimos tiempos el gobierno limitaba la entrega de visados. El consulado venezolano rechazó sus solicitudes porque no tenían pasajes de salida del país.
Aunque salieron del consulado venezolano con las manos vacías, Ernesto dijo a Calica que no se preocupara, que ya conseguirían las visas en otro país. Transformó el incidente en una anécdota divertida para relatar a los amigos. A Tita Infante le dijo que era un malentendido: el cónsul había confundido un ataque de asma, que le había deformado las facciones, con un ataque de furia y había temido por su propia seguridad.
Era julio de 1953. Calica era el «economista» de la expedición: el que llevaba el dinero. Su madre le confeccionó un cinturón especial para llevarlo debajo de la ropa interior, al que Ernesto llamó el «cinturón de castidad». Compraron billetes de segunda clase para el tren del ferrocarril Belgrano que partía el 7 de julio hacia Bolivia. Todo estaba dispuesto.
Un gran número de familiares y amigos se congregó en la estación para despedirlos. Ernesto llevaba uniforme militar de combate, regalo de su hermano Roberto. Desde luego, el equipaje era excesivo; Ernesto llevaba más libros que ropa.
Se sentaron en los asientos de madera del vagón de segunda clase, atestado de indios con sus bultos. Bruscamente los jóvenes advirtieron el penoso contraste entre sus humildes compañeros de viaje y sus propios parientes y amigos, todos bien vestidos. En el último momento les entregaron montones de regalos y golosinas: tartas de la madre de Calica, dulces de otro pariente.
En el andén, Celia Guevara de la Serna tomó con fuerza la mano de Matilde, la novia de Roberto, y dijo con tristeza: «Lo pierdo para siempre; ya nunca más veré a mi hijo Ernesto». El revisor hizo sonar su silbato y el tren se puso en marcha lentamente. Todos saludaron y agitaron las manos.
Cuando el tren se alejaba lentamente, una figura solitaria se apartó del resto para correr junto al coche que ocupaban Ernesto y Calica. Era Celia, que agitaba un pañuelo. Estaba muda y las lágrimas bañaban su rostro. Corrió, agitando el pañuelo, hasta que se le acabó el andén y el tren se alejó hasta desaparecer.