VIII
Los grandiosos planes del ejército cubano de atrapar a los rebeldes en un lazo corredizo aparentemente no habían tenido en cuenta la topografía del campo de batalla. Las unidades de ataque del ejército se empantanaban en los bosques tupidos y las profundas hondonadas de la Sierra Maestra y perdían el contacto entre sí. Por eso los rebeldes podían ceder terreno para luego rodear a las unidades aisladas. En poco tiempo se tuvo la impresión de que la ofensiva pertenecía a los rebeldes.
Para aprovechar el impulso, el Che y Fidel decidieron dividir sus fuerzas, éste se dirigió hacia Jigüe para atacar a las tropas mientras aquél se ocupaba de la defensa de Mompié y dirigía la resistencia en Minas del Frío. El 11 de julio, cuando el Che llegó a Mompié, la fuerza aérea cubana inició un bombardeo feroz del lugar con napalm además de explosivos. Entonces llegó una noticia desconcertante. Raúl Castro, que conducía las fuerzas rebeldes en Sierra Cristal, había tomado cuarenta y nueve rehenes norteamericanos. Además, según el Che, había escrito «un manifiesto hecho al mundo entero y firmado por él. Estaba demasiado fuerte y sumado al arresto de los 49 norteamericanos parecía una nota de peligroso “extremismo”».
En cuatro meses desde su traslado a la Sierra Cristal, Raúl había construido rápidamente una fuerza de combate y hecho sentir su presencia en todo el este de Oriente. En julio tenía más de doscientos combatientes y había construido una infraestructura guerrillera con armería, hospitales y escuelas, una unidad de construcción de caminos, servicio de inteligencia y sistema judicial revolucionario. La ofensiva del ejército amenazaba poner fin a todo. Si bien no enfrentaba un asalto terrestre en toda la línea, como su hermano en la Sierra Maestra, los aviones de Batista hostigaban sus fuerzas. En junio, cuando estaba escaso de municiones, decidió tomar la medida drástica de secuestrar a todos los norteamericanos hallados en su territorio.
El 26 de junio sus combatientes atacaron la Moa Bay Mining Company y detuvieron a doce empleados norteamericanos y canadienses. Secuestraron a otra docena en la mina de níquel Nicaro y en el ingenio azucarero de la United Fruit en Guaro. Secuestraron a veinticuatro marineros e infantes de marina que regresaban en autobús a la base naval de Guantánamo. En un comunicado de prensa, Raúl dijo que su acción era una protesta por el envío norteamericano de cohetes y napalm a Batista y por el reabastecimiento secreto, de bombas y combustible, de aviones cubanos en la base de Guantánamo. El secuestro provocó indignación en Washington, donde varios senadores exigieron una intervención militar. Park Wollam, el cónsul norteamericano en Santiago, fue a un encuentro con Raúl y comenzaron las negociaciones.
Enterado de la crisis por informes de la prensa, Fidel replicó con una orden a Raúl, transmitida por Radio Rebelde, de liberar a los rehenes. En una declaración pública cuidadosamente equilibrada, dijo que la toma de rehenes no era la política del movimiento, pero que tales acciones eran comprensibles en vista del envío de cohetes norteamericanos a Batista. Luego envió a Raúl una carta personal en la que aparentemente le advirtió que no debía tomar medidas drásticas con los rehenes que dañaran la imagen de los rebeldes en Estados Unidos.[*]
Con todo, Raúl obtuvo algunos beneficios con su demostración de fuerza. En una confirmación de la enorme influencia que ejercían los norteamericanos sobre Batista, los ataques aéreos a sus fuerzas en la Sierra Cristal cesaron bruscamente. Ante esa comprobación, Raúl no liberó a todos los rehenes de una vez sino que alargó el proceso y aprovechó la tregua para reabastecer a sus fuerzas. El 18 de julio liberó a los últimos rehenes y a continuación se reanudaron los ataques, pero para entonces su Segundo Frente estaba reabastecido, en condiciones de defenderse y listo para la acción.
La crisis de los rehenes puso de manifiesto una faceta del carácter de Raúl que preocupaba a algunos camaradas: lo que el Che llamó apropiadamente su «extremismo». Sin un control estricto, Raúl era una especie de bala perdida, y en el futuro otros excesos difundidos por la prensa lo mostrarían como un hombre violento que no se detenía ante nada para garantizar la seguridad revolucionaria.
Mientras tanto, la muerte de camaradas se convertía en un hecho cotidiano en la Sierra Maestra. Geonel Rodríguez, que había ayudado al Che a fundar El Cubano Libre cuando El Hombrito era el primer «territorio libre» de la Sierra Maestra, murió al caer un mortero en la casa donde se encontraba. En su diario, el Che le dedicó el máximo elogio: «Era uno de los colaboradores más queridos, un verdadero revolucionario». Esa noche recibió la noticia de la muerte de Carlitos Más, «viejo-joven combatiente que murió a resultas de quemaduras y fracturas sufridas junto con Geonel». Lo más frustrante era que esas muertes no se traducían en avances en el campo de batalla, al menos en el sector del Che. Defendía la línea en Minas del Frío, pero la situación había caído en un punto muerto; los soldados enemigos se atrincheraban, sin retroceder ni avanzar. Continuaban los bombardeos aéreos. El 17 de julio los aviones atacaron el hospital de Mompié; el Che supervisó el traslado de los pacientes. Al día siguiente escribió: «Todo sin novedad en la zona. El único pasatiempo de los guardias es matar los puercos que dejamos regados».
Mientras el Che trataba de reforzar las defensas en el perímetro de Minas del Frío, Fidel desgastaba las tropas enemigas en el sitio de Jigüe. En dos días a principios de julio tomó diecinueve prisioneros y capturó dieciocho piezas, entre ellas varias granadas para lanzar con fusil. Pensaba que el enemigo, imposibilitado de recibir alimentos, capitularía en cuarenta y ocho horas.
Al enterarse de que el comandante enemigo, mayor José Quevedo, era un antiguo compañero suyo de la Facultad de Derecho, el 10 de julio le envió una nota curiosa. «Muchas veces he recordado al grupo de jóvenes oficiales que atraían mi atención y despertaban mis simpatías por su gran anhelo de cultura y los esfuerzos que hacían para continuar sus estudios… ¡Qué sorpresa saber que estás por aquí! Y por difíciles que sean las circunstancias, siempre me alegra tener noticias de uno de ustedes, y escribo estas líneas impulsivamente, sin decirte ni pedirte nada, sólo para saludarte y desearte, muy sinceramente, buena suerte».
Si su intención era debilitar la voluntad de Quevedo, no lo consiguió. Luego instaló altavoces y bombardeó a los sitiados con «proclamas bien preparadas y consignas cuidadosas» con la intención de debilitar su moral de combate. El 15 de julio, en una nueva carta a Quevedo, le pidió directamente la rendición. «No será una rendición ante un enemigo de la patria sino ante un revolucionario sincero, un combatiente que lucha por el bien de todos los cubanos».
Pero Quevedo aún resistía. Entonces, Fidel ordenó a uno de sus hombres que se hiciera pasar por soldado de comunicaciones del ejército y comunicara a la fuerza aérea que los rebeldes habían tomado el campamento. El ardid surtió efecto: los aviones bombardearon la fuerza de Quevedo y sembraron el pánico entre sus hombres. El 18 de julio, tras tomar cuarenta y dos prisioneros y un botín de sesenta y seis armas y dieciocho mil proyectiles, comunicó al Che: «Las tropas rodeadas están al borde del colapso».
La caída de Jigüe se produjo la noche del 20 de julio: Quevedo se entregó con ciento cuarenta y seis soldados. Para los rebeldes, la victoria fue un punto de inflexión; habían desbaratado la ofensiva del ejército y ahora podían aprovechar su ventaja.[52]
El día de la rendición de Quevedo, Radio Rebelde anunció la firma del «Pacto de Caracas». Firmado previamente por Fidel en nombre del Movimiento 26 de Julio, el pacto reunía a ocho grupos de oposición, incluidos los Auténticos de Carlos Prío, el Directorio Revolucionario, la llamada fracción militar «barquinista» y el Movimiento Montecristi de Justo Carrillo, que se comprometían a derrocar a Batista mediante la insurrección armada y formar un gobierno provisional de breve duración. Más importante aún, el «Manifiesto de Unidad de la Sierra Maestra» reconocía a Fidel Castro como «comandante en jefe de las fuerzas revolucionarias». Como en todos los pactos anteriores, el más importante de los grupos de oposición excluidos era el PSP. El Che, que evidentemente pensaba que estaría incluido, escribió en su diario: «La unidad por fuera marcha bien pero en el llamamiento no está incluido el Partido Socialista [Popular], lo que me extraña». (Parecía que en lo relativo a las vinculaciones PSP-26 de Julio, Fidel momentáneamente ocultaba su pensamiento al Che, y que a pesar de las conversaciones de alto nivel, ambas organizaciones habían resuelto mantener su diálogo en secreto y evitar una unificación pública que pudiera provocar controversias.)
Finalmente, con intermediación de la Cruz Roja se negoció una tregua de dos días. El 23 y 24 de julio, se entregaron 253 prisioneros del ejército famélicos y exhaustos; entre ellos había 57 heridos. Dejaron en manos de los rebeldes un total de 161 armas, incluidos dos morteros, un lanzagranadas y dos ametralladoras pesadas. Dos horas antes del fin del cese de fuego, el Che movilizó a sus hombres; algunos debían defender el paso de La Maestra mientras otros ponían sitio a las tropas en Las Vegas.
En un día rodearon el campamento y, siguiendo el ejemplo de Fidel en Jigüe, el Che instó a los soldados a entregarse. La mañana del 28 de julio, el Che se reunió con dos emisarios del capitán del ejército en una granja situada entre las líneas. Los oficiales traían una oferta: si se les permitía retirarse, dejarían sus alimentos pero se llevarían sus armas. El Che respondió que era inaceptable y volvió a sus líneas. Poco después, un centinela le advirtió que el enemigo huía en sus vehículos con una bandera blanca y una de la Cruz Roja; evidentemente, el encuentro había sido una táctica de distracción. El Che ordenó a sus fuerzas que abrieran fuego y él mismo encabezó la persecución.
«Se veía un espectáculo desolador de derrota —escribió—; mochilas y cascos regados por todo el camino, bolsas con balas y toda clase de enseres, hasta un jeep y un tanque intacto… Luego cayeron los primeros prisioneros, entre ellos el médico de la compañía». Sin embargo, al continuar el avance, las fuerzas del Che cayeron bajo el fuego de su propia tropa oculta en las laderas circundantes; murió un prisionero del Che y un oficial rebelde resultó herido de gravedad. «Tenía la incómoda situación de estar sitiado por nuestras fuerzas que hacían fuego apenas veían moverse los cascos. Mandé un soldado a que parara el fuego con las manos en alto y en un lugar dio resultado pero del otro siguieron tirando un rato, hiriendo a dos guardias más».
Finalmente se normalizó la situación y se condujo a decenas de guardias prisioneros de vuelta a Las Vegas. Cuando inspeccionaba el tanque capturado, el Che recibió un mensaje urgente de Fidel. Aparentemente, la segunda retirada del ejército ese día, desde el sector de Santo Domingo, había sido una maniobra, porque mientras los rebeldes perseguían a las tropas en su retirada, la compañía de Sánchez Mosquera había tomado la colina Los Arroyones cerca de Las Mercedes y los habían flanqueado. Uno de los capitanes rebeldes al mando de la fuerza había muerto; el otro —que era René Ramos Latour, el antiguo rival del Che en el llano— aún vivía y devolvía el fuego, pero el combate era encarnizado. La tarde del día siguiente, Daniel murió de una herida de granada en el abdomen. «Profundas divergencias ideológicas me separaban de René Ramos y éramos enemigos políticos —escribió el Che en su diario—, pero supo morir cumpliendo con su deber, en la primera línea y quien muere así es porque siente un impulso interior que yo le negara y que en esta hora rectifico».
Durante la siguiente, caótica semana de guerra, los combates se centraron en un objetivo nuevo y casi gracioso: el tanque capturado por el Che en Las Mercedes. Como un indicio de que la Revolución Cubana jamás superó la pequeña escala, ese tanque solitario era un gran trofeo que Fidel quería conservar a toda costa, y con el mismo encarnizamiento el enemigo se empeñaba en destruirlo. Aviones enemigos realizaban incursiones para bombardearlo mientras las fuerzas de Fidel trataban de sacarlo del barro del camino donde había quedado atascado.
Los esfuerzos de ambos bandos resultaban vanos; el tanque seguía intacto. El 5 de agosto, Fidel envió a un campesino con una yunta de bueyes a sacarlo del barro, pero se rompió el volante y había pocas esperanzas de repararlo. «Esperanzas destruidas —escribió Fidel al Che esa noche—. Hacía mucho que no tenía tales fantasías».
Dos días después, protegidos por un fuego mortífero, el ejército inició la retirada en masa de su última posición asediada en la Sierra Maestra. Era el fin de la alardeada ofensiva de Batista… pero no de las muertes. El 9 de agosto, Beto Pesant, veterano del primer grupo de voluntarios de Manzanillo, murió al manipular un proyectil antiaéreo. Zoila Rodríguez, la amante del Che, presenció la escena.
«El comandante Guevara, otros rebeldes y yo fuimos a cumplir una misión, en esa ocasión murió Alberto Pesant. Cuando escuché una explosión, observé que el mulo de Guevara, llamado Armando, resultó herido y lo había lanzado [al Che] por los aires, corrí a su lado pero ya se estaba levantando. Miré para Pesant y le faltaba un brazo, tenía la cabeza destrozada y el pecho abierto… Empecé a gritar: “Beto, no te mueras, no te mueras.” Rápidamente lo atendieron. El comandante me dijo: “Zoila, está muerto.”» El Che ordenó que llamaran a la esposa del muerto en Manzanillo. Cuando llegó, «se puso a llorar en la tumba —recuerda Zoila—, todos lloramos y cuando miré a Guevara tenía los ojos con lágrimas».
Tras la retirada del ejército, Fidel aún tenía ciento sesenta prisioneros, varios de los cuales estaban heridos, y quería deshacerse de ellos rápidamente. Después de muchas idas y venidas, la mañana del 11 de agosto Fidel, el Che y los comandantes del ejército se reunieron con representantes de la Cruz Roja. Conversaron amablemente mientras bebían café. Se impuso una tregua de dos días para liberar a los militares, tanto los ilesos como los heridos. En un momento el Che y Fidel realizaron un breve vuelo en helicóptero con sus contrapartes enemigos. Los rebeldes aprovecharon la tregua para efectuar procesos judiciales. El Che apuntó que se ajustició «a un desertor del ejército que intentó violar una muchacha».
Durante la pausa, un alto oficial del ejército que los rebeldes creían que era un enviado especial de Batista instó a Fidel a negociar con el régimen. «Propuso veladamente el reemplazo [de Batista] por un magistrado del Supremo [Tribunal de Justicia] (el más viejo) y la salida pacífica. No se llegó a nada concreto». Fidel no respondió al ofrecimiento. No veía motivos para apresurarse a iniciar negociaciones porque tenía planes para extender la guerra al resto de la isla y aún tenía esperanzas de ganar al general Cantillo, cuya ofensiva acababa de derrotar. Como señaló el Che más adelante: «El ejército batistiano salió con su espina dorsal rota de esta postrera ofensiva sobre la Sierra Maestra, pero aún no estaba vencido. La lucha debía continuar». Efectivamente, el 14 de agosto, después de una desusada muestra de humanidad en la que el ejército envió plasma sanguíneo a los rebeldes, la fuerza aérea reanudó los bombardeos.
Mientras tanto, sin que lo advirtiera el enemigo ni los aliados putativos de Fidel en el Pacto de Caracas, un visitante distinguido partió del territorio rebelde en la Sierra Maestra. Carlos Rafael Rodríguez, miembro del Comité Central del Partido Comunista, había mantenido conversaciones secretas con Fidel después de visitar el Segundo Frente de Raúl en la Sierra Cristal. El Che mencionó la visita discretamente y sólo después de la partida del dirigente del PSP. «Carlos Rafael salió para la zona libre. Su impresión es positiva a pesar de todas las intrigas de dentro y fuera».[53]
A pesar del secreto que aún persiste acerca de la visita de Rodríguez, es evidente que Fidel le dio la luz verde para buscar la unidad del PSP y el 26 de Julio en un frente obrero reconstruido. Otra señal de cooperación que envió Fidel fue su autorización para que el partido tuviera un delegado permanente en la sierra. Tres semanas después de la partida de Rodríguez, llegó el veterano dirigente Luis Más Martín, un viejo amigo de los Castro. En septiembre volvió el propio Rodríguez para permanecer junto a Fidel hasta el fin de la guerra.
Entretanto, en la Sierra Cristal, Raúl Castro y el PSP habían avanzado mucho más allá de un «entendimiento». Se habían establecido vínculos organizativos serios desde la llegada de Raúl a principios de marzo. En la misma época que Raúl abandonó la Sierra Maestra para abrir el nuevo frente, José «Pepe» Ramírez, jefe de la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP), controlada por el PSP, recibió órdenes del partido de «presentarse a Raúl». Éste le encomendó que organizara a los campesinos de la zona y convocara a un «Congreso Campesino» en el otoño. El trabajo estaba bien encaminado. Ramírez realizaba reuniones con ayuda de la red local del PSP. Asimismo, se había creado una escuela para instructores de la tropa dirigida por los comunistas, cuya orientación política era marxista.
Resulta curioso que además del apoyo de los comunistas, Raúl también contara con el apoyo de un número importante de activistas católicos de la ciudad de Santiago. También entre ellos había un voluntario norteamericano, Russell Evans, que trabajaba en la fábrica de bombas de los rebeldes. Pero la característica destacada del Segundo Frente de Raúl era la influencia comunista. En efecto, el frente fue el semillero de muchos futuros dirigentes del partido. Expulsado de la Juventud Socialista a raíz de su papel en la aventura «putschista» de Fidel en el Moncada, Raúl no era miembro del partido, pero conservaba su lealtad y, con un guiño de aliento de Fidel, procedió a cimentar sus vínculos con él.
Estos sucesos sin duda no eran vistos con buenos ojos por los norteamericanos, pero por el momento no era mucho lo que se podía hacer para apaciguar sus temores sobre los verdaderos objetivos de un Ejército Rebelde cuyo poderío crecía constantemente. Por el momento, esos objetivos exigían una audaz expansión de la guerra. El Che y Camilo Cienfuegos debían abandonar la Sierra Maestra para llevar la guerra al centro y el oeste de la isla. La columna Ciro Redondo del Che debía asumir la autoridad revolucionaria en los montes Escambray de la provincia central de Las Villas, «golpear implacablemente al enemigo» y dividir la isla en dos. Al mismo tiempo, la columna Antonio Maceo de Camilo debía emular la hazaña de ese ilustre prócer de la independencia en el siglo XIX al marchar hasta la provincia de Pinar del Río, en el extremo occidental de Cuba.
El Che estaba impaciente por iniciar la marcha, pero el 15 de agosto escribió: «No he podido organizar todavía la columna, pues ha habido un cúmulo de órdenes contradictorias sobre su composición». Se trataba de reunir a los hombres que marcharan con él y estaba decepcionado por la escasa cantidad de voluntarios que se presentaban en los distintos pelotones. Él mismo no los alentaba demasiado a seguirlo, ya que les decía que probablemente sólo la mitad sobreviviría a la misión y que debían prepararse para el combate y el hambre constantes. Evidentemente, no cualquiera podía participar en la misión. Fidel convocó al Che a Mompié. Le había organizado una unidad al mando del Vaquerito y le dijo que eligiera a los hombres que necesitara en los demás pelotones. Pablo Ribalta, el comisario político en Minas del Frío, empezó a seleccionar hombres de la escuela sobre la base de las instrucciones recibidas del Che.
Durante la quincena siguiente, bajo los incesantes bombardeos aéreos, el Che reunió su fuerza expedicionaria con sumo cuidado: era una columna de 148 hombres con media docena de jeeps y camionetas. La fuerza de Camilo, de 82 hombres, también estaba preparada para partir. La noche del 29 de agosto, cuando cargaba unos jeeps con municiones traídas desde Miami y se aprestaba a partir al amanecer, el ejército capturó dos camionetas cargadas con provisiones y todo el combustible para la travesía. Resolvió partir a pie.
El 31 de agosto, cuando se preparaba para partir, Zoila le pidió que le permitiera acompañarlo. El Che se negó. Se despidieron en la aldea de El Jíbaro. Fue su último encuentro como amantes. «Me encargó que cuidara a su mulo Armando —recuerda Zoila—. Lo atendí como si fuera un cristiano».