I
En el verano de 1964, el Che había resuelto abandonar Cuba y volver al campo de batalla revolucionario. La pregunta era adónde ir. En alguna parte tenían que darse las condiciones necesarias. A partir de entonces, ese objetivo se convirtió en su mayor obsesión.
Su presencia ya no era indispensable en la isla. La revolución difícilmente podía estar más consolidada. Aunque abundaba la actividad contrarrevolucionaria auspiciada por la CIA y los aviones de espionaje U-2 seguían sobrevolando el espacio aéreo, una invasión norteamericana parecía improbable en el futuro inmediato; después de todo, Kennedy lo había prometido a cambio del desmantelamiento de los misiles nucleares soviéticos. Ninguna promesa era inviolable, pero el sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson tenía otras cosas de que ocuparse: el áspero debate sobre los derechos civiles de los negros, la inminente campaña presidencial y la escalada del conflicto en Vietnam con la intervención directa de las tropas norteamericanas para apuntalar al inestable Vietnam del Sur contra el Norte comunista.
Jrushov ensalzaba a Cuba como «la hija» de la Unión Soviética y en La Habana ya no se cantaba en público «Nikita mariquita». La ayuda soviética a la isla era más generosa que nunca, pero con ella se incrementaba la dependencia cubana de Moscú. La situación disgustaba al Che, pero al menos, por el momento, Fidel parecía tener menos reservas y en todo caso no le quedaban alternativas a la vista.
El Che aún estaba convencido de que a largo plazo, la independencia de Cuba no dependía de los subsidios soviéticos sino del triunfo de la revolución latinoamericana. Al compartir sus recursos colectivos, una comunidad fraternal de Estados revolucionarios latinoamericanos podría reducir la dependencia tradicional de sus países de las fuerzas externas, incluido Moscú, e inaugurar una nueva era socialista en el mundo en desarrollo.
Otros factores motivaban la decisión del Che de partir. Ya existían en 1962, cuando el foco de Salta aún estaba en la etapa de planificación, pero en 1964 se habían agudizado. El clima político cubano se volvía cada vez más claustrofóbico; la nómina de enemigos del Che en el país y el exterior crecía sin cesar.
La exportación de la lucha armada a sus países había enfurecido a los partidos comunistas tradicionales de la región. Indignados por el episodio salteño, el Partido Comunista argentino y su venerable caudillo Victorio Codovilla habían condenado enérgicamente el foco de Masetti, señalando que los comunistas del grupo eran extremistas «expulsados» de la organización. De más está decir que tanto los comunistas peruanos como Monje y sus camaradas bolivianos se mostraban afines a la posición de Codovilla y, como él, se lo hacían saber a Moscú.
A pesar de las afirmaciones repetidas del Che, en el Kremlin persistía la convicción generalizada de que era un maoísta, un extremista peligroso, un «trotskista». Los chinos estaban al tanto de los rumores y lo perseguían obstinadamente. En Ginebra, durante la conferencia de la ONU sobre comercio y desarrollo, agentes chinos lo seguían a todas partes, vigilaban el vestíbulo de su hotel y tomaban nota de los que subían en el ascensor hasta su piso.
Sergo Mikoyán, presente en Ginebra durante la conferencia, trató de concertar un encuentro informal del Che con el ministro de Comercio Exterior soviético Nikolái Patolichev con el fin de que se conocieran y a la vez disipar los rumores.
En el hotel, Mikoyán advirtió la presencia de los chinos en el vestíbulo. Subió a la habitación donde el Che lo recibió con alborozo, aceptó inmediatamente reunirse con Patolichev y a continuación preguntó: «¿Vio usted chinos en el vestíbulo?» Ante la respuesta afirmativa, el Che asintió: «Ustedes los de Moscú creen que soy agente chino o que tengo relaciones con ellos, pero [no es así]. La verdad es que me siguen constantemente».
Pero la mayoría de la dirigencia soviética desconfiaba de semejantes declaraciones de inocencia. En Cuba, todos sus ayudantes conocían su favoritismo para con los chinos debido a sus muestras «desinteresadas» de solidaridad revolucionaria. Orlando Borrego señaló que los únicos técnicos chinos que trabajaban en la isla lo hacían en el ministerio del Che y gratuitamente, en tanto los soviéticos exigían sueldos y vivienda pagaderos con los créditos concedidos por Moscú al gobierno de Fidel. El Che no ocultaba su opinión de que los chinos demostraban una «moral» socialista «más auténtica». En aquellos tiempos ideológicos, cuando la menor desviación de la política del Kremlin era señal de herejía o peor aún, de traición, el Che se había mostrado de acuerdo una y otra vez con la línea china para la revolución socialista. Si recibía atenciones de Pekín, sin duda las había solicitado.
Así cayó un manto de sospechas sobre todas sus actividades en Cuba, incluso en el trato con sus camaradas más entrañables como Raúl Castro, quien había forjado vínculos fuertes con los militares soviéticos y los líderes del partido. Desde los días en México y en la sierra, cuando Raúl era el aliado más firme del Che y le demostraba una total consideración, la relación entre ambos había variado de acuerdo con sus divergencias de visión política, y si bien aún persistía cierta afinidad, se dice que discutían con frecuencia. Algunos cubanos dicen que el punto de inflexión fue la negociación por los misiles soviéticos en el verano de 1962, cuando el Che recibió la orden de «hacer limpieza» después de la partida de Raúl. A medida que se agriaban las relaciones del Che con Moscú, Raúl se volvía cada vez más prosoviético y se dice que le gustaba hacer chistes a costa del Che como «el agente de China» en la isla.
En otro frente, la política industrial del Che estaba en tela de juicio y se desarrollaba una polémica ideológica rabiosa, aunque fraternal, sobre la orientación y el control de la economía. Se había generado una violenta oposición a su concepción del «sistema financiero presupuestario» en virtud del cual las empresas estatales compartían sus bienes y recursos en lugar de competir entre ellas según el sistema de «capitalismo de Estado» aplicado en la Unión Soviética y por el cual abogaban los soviéticos. Sus adversarios principales eran Carlos Rafael Rodríguez, a quien Fidel había puesto a cargo de la agricultura desde la dirección del INRA, y Marcelo Fernández, su antiguo oponente en el 26 de Julio, ahora funcionario del Ministerio de Comercio Exterior.
La disputa ideológica se libraba en torno a la posición del Che de establecer «incentivos morales» además de «incentivos materiales» para desarrollar una conciencia comunista entre los trabajadores cubanos. El sistema empleado en la Unión Soviética derivaba de la Nueva Política Económica adoptada por Lenin en 1924 para provocar el despegue de la economía estancada de la posguerra civil. Admitía formas de competencia capitalista entre las fábricas y los obreros individuales como un medio para aumentar la producción. El Che pensaba que con ese sistema los obreros jamás podrían adquirir respeto socialista por su trabajo, una actitud que sólo se podía generar por medio de incentivos morales. Tal era la idea motriz de su plan de trabajo voluntario, la demostración de que uno estaba «dispuesto a sacrificarse» por el bien común.
También estaba en discusión la futura orientación de la economía. El sueño del Che de industrialización rápida se había estancado muy pronto. Él aceptaba que parte de la responsabilidad era suya por haberse «apresurado» con una mano de obra no calificada y recursos insuficientes, pero existían otros factores que no podía controlar: la incompetencia, la falta de conocimientos técnicos y, con frecuencia, la mala calidad de los equipos y materiales importados de la Unión Soviética: algo que lo enfurecía y que no dejaba de destacar. La alternativa era volver a «Su Majestad el Azúcar». A mediados de 1964, tras la firma de un nuevo acuerdo azucarero y con la oferta de Jrushov de ayudarlos a inventar una nueva máquina para mecanizar la zafra, estaba bastante claro que el futuro de Cuba no estaba en la industria sino en la agricultura. En cierta medida, esta realidad atentaba contra el sueño del Che de crear el Hombre Nuevo Socialista.
Por último, el Che no era cubano sino argentino, y aunque jamás lo dijo en público, seguramente persistía en él la sensación de que éste era el país «de ellos». Hombres leales formados por él, que creían en sus métodos, podían dirigir la batalla en su ausencia, pero para él había llegado el momento de abandonar la escena.
Acaso también era consciente de su edad. A punto de cumplir los treinta y seis años, aún podía marchar, combatir y liderar hombres, pero si dejaba pasar el tiempo sería demasiado tarde.