IV
En el extremo sudoriental de Cuba, con forma de yunque, la Sierra Maestra se alza abruptamente desde la plataforma continental caribeña para formar una accidentada barrera natural entre ésta y los llanos fértiles que se extienden a partir de su flanco opuesto, treinta kilómetros tierra adentro. Dominada por el cerro más alto de la isla, el pico Turquino, de casi tres mil metros, la sierra poseía una de las últimas selvas que aún sobrevivían en la década de los cincuenta, un bosque tropical indígena denso e inaccesible.
Con sólo unos pocos pueblos y aldeas, sus escasos sesenta mil habitantes eran los agricultores de subsistencia llamados guajiros; campesinos negros, blancos y mulatos, pobres y analfabetos, cuyos sombreros de paja informes, pies callosos y dialecto español ininteligible y casi desprovisto de vocales hacían de ellos el blanco de chistes despectivos entre la clase media urbana. «Guajiro» era sinónimo de ignorante, rústico, patán. Algunos eran arrendatarios, pero muchos eran intrusos, los llamados precaristas, que vivían en bohíos con suelo de tierra, desmontaban una pequeña parcela y vivían de la agricultura de subsistencia, la recolección de miel o la venta de carbón de leña. Como todos los campesinos cubanos, para ganar algún dinero contante los guajiros bajaban al llano a trabajar en la zafra azucarera o como vaqueros en las haciendas. Algunos espíritus emprendedores cultivaban clandestinamente la marihuana para abastecer la demanda de las ciudades; abrían sendas secretas en la selva para burlar a los guardias y llevarla al mercado. Algunas compañías madereras tenían concesiones para extraer la madera del bosque, y también había haciendas cafetaleras. Pero en conjunto la sierra ofrecía escasos empleos remunerados, carecía de caminos, escuelas y comodidades modernas. Las noticias del mundo exterior llegaban por medio de la radio de transistores o, más frecuentemente, el eficiente «boca en boca» llamado Radio Bemba.
La vida dura de los guajiros de la Sierra Maestra contrastaba mucho con la de los terratenientes y, en general, con la de los habitantes de Santiago, Manzanillo, Bayamo y Holguín, las ciudades de Oriente. Las mejores tierras de la sierra como del llano pertenecían a empresas privadas cubanas o norteamericanas o a los latifundistas, la aristocracia terrateniente nativa. El cañaveral que los expedicionarios del Granma habían atravesado cuando se dirigían hacia Alegría de Pío era del hombre más rico de la isla, el barón del azúcar Julio Lobo. En una de sus propiedades había crecido Celia Sánchez, hija de un médico rural de ideas liberales.
En la sierra propiamente dicha había grandes extensiones de tierra cuyos propietarios vivían en las ciudades y las hacían administrar por mayorales, capataces armados cuya tarea principal era ahuyentar a los obstinados precaristas. Esos hombres arbitrarios y con frecuencia brutales tenían verdadera influencia en la zona; constituían una virtual fuerza policial alternativa a los guardias rurales mal entrenados y peor pagados cuyas unidades ocupaban puestos remotos y cuarteles distribuidos por toda la región. Por su distancia de las ciudades y su terreno accidentado, la Sierra Maestra también era un refugio tradicional de criminales prófugos de la justicia, y a falta de la presencia de la ley, las peleas entre familias y los actos de venganza se resolvían mediante el machete y el revólver. La Guardia aprovechaba la pobreza y el miedo a la autoridad de los guajiros para mantener un sistema de chivatos, informantes que la mantenían al tanto de los sucesos y la asistían en la investigación de delitos. Después del desembarco del Granma, habían empleado el sistema de chivatos para cazar a Fidel y sus hombres, con éxito devastador.
Desde luego, no faltaba la violencia en las relaciones entre los precaristas y los mayorales. Según el historiador Hugh Thomas, «el mayoral incendiaba la casa del precarista, que respondía mediante el asesinato. Cada bando tenía sus dirigentes destacados y éstos sus bandas de secuaces». Crescencio Pérez, camionero en las empresas del magnate azucarero Julio Lobo, también era un conocido jefe precarista; se decía que había matado a varios hombres y engendrado a «ochenta hijos» a lo largo y a lo ancho de la sierra. De ahí que poseyera una extensa familia, numerosos contactos y no pocos hombres que respondían a sus órdenes. Celia Sánchez había acudido a él para montar una red de apoyo civil a los rebeldes en la sierra, y Pérez, que no sentía gran estima por las autoridades, se había puesto a disposición de Fidel con su familia, sus parientes —como su sobrino Guillermo García— y algunos trabajadores.
Si la colaboración de un hombre como Pérez le causaba algún recelo, Fidel no lo demostró. Al día siguiente de la Navidad de 1956, al reestructurar su grupo de mando, designó un «estado mayor» de cinco hombres dirigido por él mismo como comandante e integrado por Crescencio Pérez y uno de sus hijos, su guardaespaldas Universo Sánchez y el Che. A su hermano Raúl y Juan Almeida, que habían demostrado coraje al mando de sus grupos en Alegría de Pío, los designó «jefes de pelotón» al mando de cinco hombres cada uno. También designó exploradores de avanzada: Ramiro Valdés, veterano del Moncada y uno de sus primeros seguidores; el resucitado Calixto Morales y otro hombre, Armando Rodríguez.
En vista de la reciente derrota y sus fuerzas menguadas —por no hablar de sus dudosas perspectivas de triunfo—, el pomposo otorgamiento de grados de oficial a siete de sus quince hombres podría parecer casi gracioso, pero también era testimonio del singular optimismo de Fidel y su ilimitada confianza en sí mismo. No era la clase de hombre que se desalentaba fácilmente. Había perdido más de dos tercios de sus fuerzas y casi todas sus armas y pertrechos, pero había llegado a la sierra, reanudado los vínculos con el aparato clandestino del 26 de Julio en las ciudades y contaba con Crescencio Pérez para familiarizarse con el terreno desconocido y reconstruir su ejército. A cambio de ello había conferido a su flamante aliado un grado especial, que podría quitarle —y en efecto, lo haría— cuando lo requiriese la ocasión. Puso a «todo campesino incorporado» bajo el mando de su nuevo oficial guajiro, quien nombró a Guillermo García su lugarteniente.
En realidad, Fidel se comportaba como si ya fuera el comandante en jefe de Cuba. Con la «reestructuración» había creado una jerarquía rígida para el ejército que pensaba llevar al poder, con él mismo como jefe indiscutido. El carácter autoritario que lo distinguiría ya se hacía notar en las órdenes perentorias al aparato clandestino en el llano para que le enviara armas y provisiones, al tiempo que se ocupaba de extender su dominio sobre la sierra y sus habitantes.
A pesar de los líricos elogios del «noble campesinado» de la sierra después del triunfo de la revolución, es evidente que en los primeros tiempos Fidel y sus hombres pisaban tierra hostil. Lejos de conocer o comprender el espíritu y la manera de pensar de los nativos, debían negociar por medio de Crescencio y sus hombres… a veces con resultados desastrosos. Acaso la mejor prueba de su desconocimiento del terreno escogido es el hecho de que en sus contactos iniciales con los campesinos, con frecuencia Fidel se hacía pasar por oficial del ejército para descubrir sus verdaderas simpatías.
Los días siguientes, preocupado por la posibilidad de que el ejército los descubriera si permanecían demasiado tiempo en un lugar, el Che se impacientaba con Fidel, que no daba la orden de partir. A la espera de unos voluntarios enviados por Celia Sánchez, escribió en su diario: «No me parece acertado pero Fidel insiste en eso». Llegaron los mensajeros desde Manzanillo con una provisión de granadas de mano, dinamita, municiones de ametralladora y tres libros pedidos por el Che: «Álgebra, Historia elemental de Cuba, Geografía elemental de Cuba».
No llegaron los voluntarios, pero media docena de guajiros se unieron al campamento. Casi diezmado un mes después de su desembarco en Cuba, el Ejército Rebelde empezaba a crecer. Más importante aún, los voluntarios eran gente de la zona, lo cual constituía un verdadero triunfo inicial. El 30 de diciembre, Fidel por fin dio la orden de partir hacia un refugio nuevo en el corazón de la sierra. Bajo una lluvia torrencial, dos docenas de hombres partieron hacia el punto de destino, la remota comunidad costeña de La Plata, a cuarenta kilómetros de distancia. Parecía un buen lugar donde instalar el centro estratégico de operaciones, y había un pequeño cuartel de la Guardia que Fidel pensaba atacar por sorpresa.
El entusiasmo del Che ante el nuevo giro de los acontecimientos se revela en el tono de sus apuntes en el diario, más sereno y con más aplomo que hasta entonces. Al anochecer de la víspera de Año Nuevo, un mensajero les llevó la noticia de que un batallón del ejército se disponía a adentrarse en la sierra para buscarlos. «El último día del año pasó en la instrucción de los nuevos reclutas, leyendo algo y haciendo las pequeñas cosas de la guerra», escribió el Che.