II
La tarde del 9 de octubre, el cuerpo empapado de sangre del Che fue colocado en una camilla sujeta al tren de aterrizaje de un helicóptero y transportado sobre los áridos cerros a Vallegrande. Lo acompañaba Félix Rodríguez, vestido con uniforme de capitán del ejército boliviano. Poco después de aterrizar, se perdió en la multitud y desapareció.
Días después se encontraba nuevamente en Estados Unidos para informar a sus jefes en la CIA. Llevaba consigo algunas reliquias de su viaje, entre ellas uno de varios relojes Rolex del Che y un resto de tabaco a medio fumar sacado de su pipa y envuelto en papel; más adelante lo pondría en una burbuja de cristal encajada en la culata de su revólver preferido. Pero el recuerdo más insólito que aún conserva es la falta de aliento que empezó a padecer poco después de su llegada a Vallegrande. «Al caminar en el aire fresco de la montaña, me di cuenta de que jadeaba y se me hacía difícil respirar —escribió Rodríguez veinticinco años después—. El Che estaba muerto, pero su asma, un mal que nunca había padecido en mi vida, se me había transmitido. Aún hoy mi crónica falta de aliento es un recuerdo constante del Che y sus últimas horas de vida en la aldea de La Higuera».
Colocado sobre una pila de hormigón en el lavadero del jardín del hospital Nuestro Señor de Malta en Vallegrande, el cuerpo del Che permaneció en exhibición esa noche y todo el día siguiente con la cabeza alzada y los ojos pardos muy abiertos. Para detener la descomposición, un médico le abrió la garganta y le inyectó formaldehído. Una multitud de soldados, pobladores curiosos, fotógrafos y periodistas desfilaron junto al cuerpo, que daba la macabra impresión de estar vivo. Entre las monjas del hospital, la enfermera que lavó el cadáver y las mujeres de Vallegrande se difundió rápidamente la impresión de que presentaba un parecido extraordinario con Jesucristo; varias de ellas cortaron mechones de su cabello para conservarlos como talismanes.
El teniente coronel Andrés Selich y el mayor Mario Vargas Salinas se hicieron fotografiar junto al cuerpo. Selich se llevó el portafolio de cuero del Che y uno de varios relojes Rolex; el capitán Gary Prado se quedó con otro. El verdugo Mario Terán se llevó la pipa. El coronel Zenteno Anaya se llevó como trofeo personal la dañada carabina M-2 y autorizó a Prado a repartir el dinero hallado en poder del Che —varios miles de dólares y una buena cantidad de pesos bolivianos— entre los suboficiales y la tropa.
A esas alturas se había resuelto que el Che no tendría tumba. Sus restos, como los de sus camaradas que habían muerto antes, acabarían «desaparecidos». Para contrarrestar las expresiones de incredulidad procedentes de La Habana, el general Alfredo Ovando Candia propuso decapitar al Che y conservar su cabeza como prueba. Félix Rodríguez, quien aún se encontraba en Vallegrande, dice que calificó la propuesta de «excesivamente bárbara» y propuso que conservaran un dedo. Ovando Candia cedió en parte: le amputarían las manos. La noche del 10 de octubre se realizaron dos máscaras mortuorias de cera y se tomaron las impresiones digitales; se amputaron las manos para ser conservadas en frascos de formaldehído. Dos peritos forenses de la policía argentina llegaron para comparar las huellas con las del expediente de «Ernesto Guevara de la Serna» en Buenos Aires; coincidían totalmente.
En las primeras horas del 11 de octubre, el cuerpo del Che fue enterrado, como siempre, por el teniente coronel Andrés Selich acompañado, según él, por el mayor Mario Vargas Salinas y otro oficial en calidad de testigos. La viuda de Selich dice que lo arrojaron a una tumba secreta abierta por una excavadora bajo la maleza cerca del campo de aviación de Vallegrande; en otra tumba colectiva cercana enterraron a seis de sus camaradas.[140]
Esa mañana llegó Roberto, el hermano del Che, con la esperanza de identificarlo y llevarse los restos, pero ya era tarde. El general Ovando Candia dijo que lo lamentaba, pero ya habían incinerado el cadáver. Esta y otras versiones contradictorias de los generales bolivianos empezarían a circular durante los días siguientes, y el paradero de los restos del Che sería un enigma sin solución durante los veintiocho años siguientes.
A Roberto, de expresión sombría y traje oscuro —tan parecido a su célebre hermano y a la vez tan distinto—, no le quedaba otra cosa que hacer que volver a Buenos Aires, donde lo esperaban su padre y sus hermanos. Todos aceptaron la triste noticia menos la tía Beatriz, quien jamás reconoció la muerte de su sobrino preferido ni aceptó hablar del asunto.