II

Ernesto Guevara y Fidel Castro eran personalidades diametralmente opuestas. A los veintiocho años, Castro era un ser político cabal que desbordaba de confianza, uno de los nueve hijos de un terrateniente de la provincia de Mayarí, en el este de Cuba. Su padre Ángel Castro, un gallego analfabeto que había llegado a Cuba sin un centavo, había hecho una fortuna modesta en tierras, azúcar, madera y ganado. En su gran finca, Manacas, que poseía su propio almacén, matadero y panadería, Castro era un patriarca rural, señor de los destinos de trescientos trabajadores y sus familias.

Ángel Castro dio a su tercer hijo, inteligente y díscolo (fruto de sus segundas nupcias con Lina Ruz, la cocinera de la familia), la mejor educación que se podía conseguir: la escuela primaria marista Dolores en Santiago; la escuela secundaria jesuita Belén en La Habana, un exclusivo establecimiento para alumnos internos; y la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. Joven de naturaleza competitiva y colérica, Fidel había ganado fama de alborotador violento en el agitado ambiente universitario. Incluso antes del Moncada se lo había acusado de participar en dos tiroteos —en uno de los cuales fue herido un agente de policía—, pero había evitado la captura.

Al madurar durante las presidencias de Grau San Martín y Prío Socarrás, caracterizadas por la corrupción oficial, el gangsterismo y la brutalidad policial, Castro se había dedicado a la política, invocando la retórica purista del héroe nacional José Martí en sus reclamos de gobierno probo, derechos estudiantiles e igualdad social. Cuando el fogoso senador Eddy Chibás creó el Partido Ortodoxo para disputarle las presidenciales de 1947 a Grau San Martín, Castro se afilió a la rama juvenil del nuevo partido y en poco tiempo se convirtió, para muchos, en el aparente sucesor del líder. Aunque tenía amigos en el Partido Comunista y coincidía con ellos en algunas cuestiones, eso no le impedía disputarles las elecciones estudiantiles con las organizaciones católicas.

Antiimperialista vehemente, Fidel se había afiliado a diversas organizaciones estudiantiles que propugnaban estos puntos de vista; una de ellas reclamaba la independencia de Puerto Rico, un territorio de Estados Unidos. Tenía plena conciencia de la reciente condición de Cuba como neocolonia de Estados Unidos a partir de la guerra con España y la invasión norteamericana.

Cuba había obtenido su «independencia» putativa a costa de la humillante Enmienda Platt de 1901, que reconocía a Washington el derecho de intervenir a voluntad en «defensa» de la isla y le cedía la bahía de Guantánamo para instalar una base naval bajo sus propios términos. Cuando Fidel llegó al colegio secundario, la Enmienda Platt ya había sido derogada, pero los norteamericanos conservaban Guantánamo, poseían grandes intereses en el azúcar, que era la base de la economía cubana, y cumplían un papel proconsular en su vida política. En 1949, tras un incidente en que varios marineros norteamericanos orinaron sobre la venerada estatua de José Martí en el Parque Central de La Habana Vieja, Fidel ayudó a organizar una protesta frente a la embajada, que fue reprimida a garrotazos por la policía cubana. En 1951, los hermanos Castro (cuya posición en este caso era idéntica a la de Ernesto Guevara en la lejana Argentina) proclamaron a voz en cuello su oposición a la intención del gobierno de Prío de enviar tropas cubanas a combatir en la «guerra norteamericana» de Corea.

En síntesis, Fidel Castro sentía una enconada antipatía por los yanquis que habían convertido a la Cuba independiente en una «seudorrepública» y permitido la consolidación de las dictaduras corruptas. Mayarí, su provincia natal, era virtualmente un Estado vasallo de la United Fruit Company, propietaria de vastas extensiones de tierra y la mayoría de los ingenios azucareros. Al igual que en sus dominios en Centroamérica, los empleados norteamericanos y algunos cubanos llevaban una vida privilegiada en las tierras de la empresa, que incluían viviendas exclusivas, tiendas, hospitales, instalaciones deportivas y colegios privados. El padre de Fidel dependía de «la Compañía»: le había arrendado tierras y estaba obligado a vender su caña a los ingenios de la United Fruit.

Por consiguiente, no era casual que Fidel culpara a Estados Unidos por perpetuar la economía agraria cubana, dependiente de las exportaciones, que creaba una clase de terratenientes ricos y condenaba a los trabajadores a la pobreza endémica. Al reconocer el gobierno de Batista, legitimando así su golpe de Estado, Washington no hizo más que reforzar la íntima determinación de Castro de poner fin a la influencia norteamericana en la isla.

Es probable que Fidel Castro se considerara desde siempre el futuro líder de Cuba. En sus años estudiantiles, cuando participaba en alguna actividad, se esforzaba por convertirse en el líder indiscutido entre sus camaradas, fuese para ganar un concurso de poesía en la escuela primaria, ser el capitán del equipo de baloncesto en el Colegio Belén o destacarse en la actividad política universitaria.

A los doce años, Fidel había enviado una carta precoz a Franklin Delano Roosevelt para felicitarlo por su tercera elección presidencial y pedirle «un dólar». Más adelante, aunque José Martí seguía siendo el numen inspirador de toda la vida, aprendió a admirar a personalidades históricas poderosas como Julio César, Robespierre y Napoleón. Revelaba esas dotes de negociador astuto que requiere la política y era un simulador consumado.

Estas características lo diferenciaban nítidamente de Ernesto Guevara, el hombre que más adelante aparecería a su diestra. Guevara consideraba a la política un medio para la transformación social; ése era su acicate, no el poder como fin en sí mismo. Sus incertidumbres, si es que las tenía, no eran de tipo social. Carecía de esa agresividad implacable que Castro había sabido convertir en uno de sus puntos más fuertes. Su familia, aunque pobre, era de sangre azul, y se había criado en medio de la confianza social y el sentido del privilegio que brinda la conciencia del linaje propio. Los Guevara eran las ovejas negras de la alta sociedad argentina, pero no por eso dejaban de pertenecer a ella. Por más que se esforzara por rechazarlos, Ernesto llevaba la impronta indeleble de su herencia y vínculos familiares.

Ciertamente Ernesto Guevara poseía un vigoroso amor propio, pero no en el grado impresionante de Fidel Castro. En grupo, mientras Guevara tendía a apartarse, observar y escuchar, el genio obligaba a Castro a imponerse y hacerse reconocer como la autoridad sobre el asunto en discusión, fuera historia, política o ganadería.

Debido a su asma, Guevara era penosamente consciente de sus limitaciones físicas, mientras Castro, hombre robusto, no reconocía ninguna en su propia constitución. Aunque la naturaleza no le había dado condiciones de atleta, estaba convencido de que podía sobresalir en cualquier actividad cuando se lo propusiera, y por lo tanto con frecuencia lo lograba. Su mayor impulso era el anhelo de triunfar. Para Ernesto era una hazaña el solo hecho de practicar rugby y otros deportes, hacerse aceptar por el equipo. Su anhelo era la camaradería, no el liderazgo.

Con su estatura superior al promedio, cabello peinado con brillantina y un bigotito que le sentaba mal, Fidel presentaba el aspecto próspero de un hombre de la ciudad habituado a darse todos los gustos. Y en verdad lo hacía. Le encantaba la buena comida y sabía cocinar. En cartas a sus amigos desde la cárcel, describía detalladamente las comidas que preparaba con la fruición de un sibarita. Ernesto era dos años menor que él, más menudo y delgado, con la palidez y los grandes ojos oscuros que se asocian con el actor de teatro o el poeta. En más de un sentido sus diferencias físicas revelaban las de personalidad: mientras Fidel buscaba inconscientemente la gratificación de sus deseos, Ernesto se sometía a la disciplina impuesta por el asma.

A pesar de tantas diferencias, los dos hombres poseían algunos rasgos comunes. Ambos eran hijos sumamente mimados de familias grandes; descuidados en su aspecto personal y sexualmente voraces, pero subordinaban sus relaciones a las metas que se imponían. Ambos estaban imbuidos del machismo latino: la creencia en la debilidad innata de las mujeres, el desprecio por los homosexuales y la admiración por los hombres valientes y arrojados. Poseían una voluntad de hierro y un sentido exagerado de la propia misión en la vida. Y, por último, los dos querían hacer revoluciones. Cuando se conocieron, cada uno había intentado —vanamente— participar en los sucesos históricos de su época y reconocían el mismo enemigo: Estados Unidos.

En 1947, cuando aún era estudiante universitario, Fidel se había unido a un grupo de cubanos y dominicanos que recibían instrucción militar en un remoto cayo cubano con la intención de invadir la República Dominicana y derrocar al general Trujillo. Pero el ejército cubano frustró la invasión en el último momento, cuando el presidente Grau San Martín recibió un aviso de Washington. Al año siguiente, como delegado al congreso juvenil «antiimperialista» de Bogotá organizado por Perón, Fidel había participado en los disturbios del «Bogotazo» tras el asesinato del dirigente liberal opositor Jorge Eliecer Gaitán y después había tratado de organizar la resistencia popular al gobierno conservador. Más tarde se habían sucedido el golpe de Batista, Moncada y la prisión.

Desde la cárcel, Fidel se había interesado por los sucesos que tenían lugar en Guatemala; simpatizaba con la batalla que libraba el gobierno de Arbenz, acosado por el fantasma de siempre, la United Fruit. La caída de Arbenz resultó aleccionadora: Fidel aprendió que el éxito de su revolución en Cuba requería actuar con cautela, formar una sólida base de poder antes de hostilizar los poderosos intereses norteamericanos. La clave era proceder con tacto y astucia.

Para Ernesto, como para la mayoría de sus conocidos, era evidente que Fidel Castro poseía una personalidad extraordinaria, acentuada por la convicción absoluta del triunfo final. Y si Fidel no poseía la convicción de Ernesto de que el socialismo era el camino justo, al menos simpatizaba con los mismos objetivos. El potencial existía. Correspondería a sus amigos más cercanos, a las personas como Ernesto Guevara, asegurarse de que la revolución de Fidel Castro siguiera un derrotero socialista.

Poco después de conocer a Fidel, le dijo a Hilda: «Ñico tenía razón en Guatemala cuando decía que lo mejor que había producido Cuba después de José Martí era Fidel Castro. Hará la revolución. Estamos totalmente de acuerdo… es un tipo al que yo seguiría hasta el fin». Aunque reconoció que el plan de Fidel de desembarcar con un puñado de guerrilleros en las costas fortificadas de Cuba era una «locura», se sintió obligado a apoyarlo.

El 20 de julio, Ernesto escribió el siguiente pasaje enigmático en una carta a la tía Beatriz: «De mis trabajos y ambiciones científicas poco te puedo contar, salvo que de la chorrera de trabajos que estaba haciendo, el tiempo ha provocado una depuración y sólo sigo cuatro, pero no tengo la certeza de acabar más que uno, que es la razón de mi estadía por México, y los otros tres inconclusos serán exportados al próximo país que visite cuyo nombre ignoran todos menos Dios y su nueva mano derecha».

En honor de su nuevo amigo y camarada, Ernesto pidió a Hilda y Lucila que prepararan una cena para Fidel y que invitaran también a Laura Albizu Campos y Juan Juarbe. Esa noche, Castro reveló tres de sus rasgos característicos: hacerse esperar hasta el hartazgo, gran carisma personal y capacidad para pontificar durante horas. Lucila, ofendida, se retiró a su cuarto, pero Hilda esperó con paciencia y se llevó una excelente impresión.

«Era joven, de apenas treinta años, de tez clara, y alto, casi un metro con ochenta, y de constitución robusta… Podía parecer un apuesto turista burgués. Pero cuando hablaba sus ojos brillaban con pasión y celo revolucionario, y se veía por qué era capaz de concentrar la atención de los oyentes. Tenía el encanto y la personalidad de un gran líder y a la vez una admirable sencillez y naturalidad».

Después de la cena, Hilda superó su timidez y preguntó a Castro qué hacía en México si su lucha estaba en Cuba: «Respondió: “Muy buena pregunta. Les explicaré.”» En su respuesta de cuatro horas, Fidel explicó la situación en Cuba y su plan de realizar una revolución armada.

A los pocos días, Ernesto dijo a Hilda que pensaba unirse a la invasión rebelde de Cuba. Poco después, Hilda le comunicó que estaba embarazada.

Che Guevara
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