IV

La euforia de Ernesto duró poco tiempo. En el pueblo indígena de Tarata miró a su alrededor en busca de las consecuencias visibles de la conquista española, y las halló.

«En las callecitas estrechas del pueblo, con sus calles de empedrado indígena y de enormes desniveles, sus cholas con los chicos a cuestas… se respira la evocación de los tiempos anteriores a la conquista española; pero esto que tenemos enfrente no es la misma raza orgullosa que se alzara continuamente contra la autoridad del inca y lo obligara a tener permanentemente un ejército sobre esas fronteras, es una raza vencida la que nos mira pasar por las calles del pueblo. Sus miradas son mansas, casi temerosas y completamente indiferentes al mundo externo. Dan algunos la impresión de que viven porque eso es una costumbre que no se puede quitar de encima».

Durante las semanas siguientes, al recorrer los Andes, el contacto constante con la «raza vencida» afectó fuertemente a Ernesto. Las amargas realidades históricas de cuatro siglos de dominación blanca saltaban a la vista. En su propio país la población indígena prácticamente había desaparecido, devorada por el gran crisol de la Argentina moderna con sus millones de inmigrantes europeos. Pero en el altiplano del Perú era una mayoría visible, cuya cultura estaba en gran medida intacta, pero dolorosamente sometida.

Viajaban en camiones atestados de productos del campo revueltos con la carga humana, pero a él y a Alberto generalmente los invitaban a subir en la cabina con los conductores. La caja abierta del camión era para los indios con sus ponchos sucios, sus piojos y su olor a mugre. A pesar de la falta de dinero y de llevar una vida de «mangueros», sabían que eran viajeros privilegiados. Como blancos, profesionales y argentinos eran los «superiores sociales» de quienes los rodeaban y por eso tenían a su alcance favores y concesiones que los ciudadanos indígenas de Perú ni siquiera podían imaginar.

Para dormir y en ocasiones para comer, acudían a la Guardia Civil, la policía nacional peruana, que tenía una delegación en cada pueblo. Casi nunca los rechazaron. En un pueblo, al enterarse del problema, el jefe de la policía exclamó: «¿Cómo? ¿Dos doctores argentinos van a dormir incómodos por no tener dinero? No puede ser…» Y les pagó un cuarto de hotel a pesar de sus «tímidas protestas».

En una ocasión, en Juliaca, bebían en un bar donde los había invitado un sargento borracho de la Guardia Civil, quien para demostrar su destreza con el revólver disparó a una pared. La dueña del bar, una mujer indígena, acudió a un oficial de la policía, pero Ernesto y Alberto corroboraron el testimonio de su anfitrión, de que nadie había disparado un arma. Dijeron que Alberto había encendido un «cohete». Los regañaron y los dejaron en libertad. Salieron del bar, seguidos por los vanos gritos de protesta de la india: «Estos argentinos se creen que son los dueños de todo». Eran blancos, ella era india. Tenían poder; ella, no.

Los indios peruanos los acosaban con preguntas, ávidos de conocer el «maravilloso país donde vivía Perón y su mujer, Evita, donde todos los pobres tienen las mismas cosas que los ricos». Ernesto y Alberto sabían que no era así, pero les decían lo que ellos querían escuchar, a la manera de un médico con un paciente terminal. Ernesto hizo el siguiente relato irónico:

«Con nuestra fantasía desbocada… nos era fácil pintar situaciones extraordinarias, acomodar a nuestro antojo las empresas de “el capo” [Perón] y llenarles los ojos de asombro con los relatos de edénica hermosura de la vida en nuestras tierras». Pero no todas eran mentiras piadosas. Al comparar las condiciones de vida en Argentina con el clima de represión política en Perú bajo la dictadura derechista del general Manuel Odría, Ernesto y Alberto empezaron a ver a Perón bajo una luz más amplia y favorable.

La espectacular ciudad colonial de Cuzco, construida sobre las ruinas de la capital inca, rodeada de templos y fortalezas, inspiró en Ernesto descripciones líricas y detalladas de la arquitectura y la historia de la zona. Con Alberto pasaron horas en el museo y la biblioteca de la ciudad para comprender mejor la misteriosa arqueología incaica y la cultura que la había creado.

Su suerte como «expertos» mangueros los acompañó en Cuzco. Alberto visitó a un médico al que había conocido en un congreso profesional. Éste tuvo la amabilidad de poner a su disposición un Land Rover con conductor para visitar el Valle de los Incas y les consiguió pasajes gratuitos en el tren a las ruinas de Machu Picchu.

Durante horas recorrieron las ruinas de piedra erigidas sobre los altos picos selváticos. Después de participar en un partido de fútbol entre campesinos y demostrar lo que Ernesto llamó su «habilidad relativamente prodigiosa», el gerente de una hostería para turistas les dio alojamiento. Sin embargo, al cabo de dos días y dos noches les pidió que se marcharan porque llegaba un autobús cargado de turistas norteamericanos.

Durante el regreso a Cuzco en el tren de vía estrecha que bajaba la montaña en zigzag, Ernesto vio el sucio vagón de tercera clase reservado para los indios y lo comparó con los que se usaban en Argentina para transportar el ganado. Evidentemente molesto por tener que abandonar Machu Picchu para conveniencia de ellos, descargó su ira en los «turistas norteamericanos». «Naturalmente que de las condiciones de vida de estos indios, los turistas que viajan en sus cómodas autovías no tendrán sino una vaga idea… La mayoría de los americanos… vuelan directamente de Lima, recorren Cuzco, visitan las ruinas y se vuelven, sin dar importancia a nada más».

Desde la visita a Chuquicamata, los sentimientos de Ernesto por «los yanquis» se habían vuelto más críticos, y a medida que viajaba hacia el norte crecía su rencor hacia su poderoso país. Adquiría conciencia de la enorme influencia norteamericana en la región. A sus ojos, esa influencia era en buena medida perjudicial, incluso maligna, ya que afectaba negativamente a la población de una región que empezaba a reconocer como propia.

A esas alturas le era difícil disimular su antipatía. En su diario aprovechaba cualquier circunstancia para fustigar a «la rubia cabeza de un norteamericano que, con su máquina fotográfica y su camisa sport, parece (y en realidad lo es) un corresponsal de otro mundo», cuya presencia le parecía irritante como la de otros tantos intrusos. En un capítulo titulado «La tierra del inca» se mofó del turista norteamericano que, «cargado de practicidad, encaja los exponentes de la tribu degenerada que puede ver en el viaje, entre los muros otrora vivos, y desconoce la distancia moral que las separa, porque son sutilezas que sólo el espíritu semiindígena de americano del sur puede apreciar».

En su mente se consolidaban nuevos pensamientos, se formaban asociaciones de ideas. Se sentía hermano de estas «razas conquistadas» indígenas cuyas tierras recorría, cuyas ruinas visitaba, a quienes sus propios antepasados habían pasado a cuchillo. El primer encuentro de las dos razas, la indígena y la europea, había provocado una vasta carnicería; los siglos de intolerancia e injusticia aún los separaban pero al mismo tiempo los unían, porque esa unión impía había dado lugar a la nueva raza de los mestizos. Hijo de esa historia compartida, el mestizo acaso era el más auténtico de todos los latinoamericanos. Pero las diferencias entre los criollos de sangre europea, los mestizos y los indios no eran tan grandes como las que los separaban de los anglosajones del norte que paseaban por Cuzco y Machu Picchu como otros tantos «extranjeros». Los unían el idioma, la historia y la cultura, así como muchos de sus problemas.

Con su espíritu de investigador médico, cuando Ernesto descubría un síntoma trataba de hallar una causa, y cuando creía haberla identificado, buscaba un antídoto. Así, en su mente, la anciana moribunda en Valparaíso y la pareja de mineros perseguidos en el camino a «Chuqui» eran «ejemplos vivos del proletariado en todo el mundo», que vivían en la miseria debido a un orden social injusto y cuyas vidas no mejorarían hasta que futuros gobiernos esclarecidos cambiaran la situación. El síntoma y la causa conformaban un solo y horrible paquete. Detrás de los regímenes locales que imponían y perpetuaban la injusticia estaban los norteamericanos con su abrumador poderío económico. En el caso de Chile, el antídoto consistía en «sacarse de encima el molesto amigo norteamericano», pero al mismo tiempo advirtió los peligros y las dificultades de la expropiación. Por el momento, Ernesto no conocía el «remedio» a aquellos males, pero lo buscaba. Tal vez era la «llama roja que deslumbra al mundo», pero aún no estaba seguro.

Che Guevara
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