VIII

Cuando su antiguo camarada de armas Rodolfo Romero llegó de Nicaragua, el Che ya no vivía en La Cabaña. El 4 de marzo le diagnosticaron una infección pulmonar y, por orden de los médicos, Aleida y él fueron a instalarse en una finca requisada en el balneario vecino de Tarará.

Hacía algún tiempo que no se sentía bien. A principios de enero, cuando fue convocado a La Cabaña, el especialista en azúcar Juan Borroto quedó sorprendido por su aspecto. «Parecía estar al borde de la muerte. Estaba demacrado, tenía la melena larga y los ojos hundidos». Fue por motivos de salud, entre otros, que el Che no acompañó a Fidel a Venezuela a pesar de la invitación de una sociedad de médicos. Sin embargo, hasta el 4 de marzo no se tomó un respiro en sus tareas para que le hicieran radiografías. Los médicos le ordenaron reposo y que dejara de fumar, pero el Che, que se había vuelto adicto durante la guerra, los convenció de que le permitieran un «tabaco» por día.

El paciente hizo su propia interpretación libre de esta prohibición. Antonio Núñez Jiménez, que para entonces era un factótum de Fidel, lo visitaba con frecuencia en Tarará y una mañana «lo hallé fumando un puro de casi cuarenta y cinco centímetros de longitud. Con una sonrisa traviesa, dijo: “No te preocupes por los médicos, yo cumplo mi palabra: un tabaco por día y nada más”».

Durante su convalecencia en la finca de Tarará, el Che continuó sus tareas revolucionarias con mayor discreción. Estaba abocado a la elaboración de la nueva ley de reforma agraria y la creación del organismo que la pondría en ejecución. Éste recibiría el anodino nombre de Instituto Nacional de Reforma Agraria, o INRA, pero en esencia sería la génesis de la verdadera Revolución Cubana. Amalgama del ala izquierda del Movimiento 26 de Julio, el antiguo Ejército Rebelde y el comunismo cubano, el INRA ocuparía gradualmente las funciones del régimen presidido por Manuel Urrutia hasta que llegara el momento de prescindir de él por completo.

Inmediatamente después de su llegada a La Cabaña, el Che había convocado a su nuevo grupo de asesores extraoficiales del instituto azucarero que incluía a Juan Borroto y Alfredo Menéndez, un miembro del PSP. Había comenzado la zafra de 1959 y el Che sugirió que se redujera la jornada laboral de ocho a seis horas para crear puestos de trabajo. Menéndez disintió: dijo que la jornada reducida crearía puestos, pero a la vez generaría una oleada de reclamaciones similares en todos los sectores del mercado laboral, lo cual incrementaría los costos de la producción azucarera y afectaría los beneficios en el mercado mundial.

«Tal vez tengas razón en eso —respondió el Che—. Pero fíjate, la primera misión de la Revolución Cubana es resolver el problema del desempleo en Cuba. Si nosotros no resolvemos el desempleo en Cuba, nosotros no nos mantenemos en el poder».

Insistió en que Menéndez preparara una propuesta para reducir la jornada laboral, pero Fidel vetó la idea. Aunque la medida les ganara el apoyo de los trabajadores, crearía demasiados problemas de otro tipo. Además, la industria azucarera seguía en manos de poderosos capitales privados, tanto cubanos como norteamericanos, y aún no podía darse el lujo de enemistarse con ellos. «La estrategia de Fidel era de más largo alcance —observó Menéndez—. Fidel tenía en mente nacionalizar la industria… Una frase de Fidel dice: “La clase obrera no debe luchar por migajas, la clase obrera debe luchar por el poder.”»

En febrero se intensificaron las consultas, y Menéndez se unió a un grupo de dirigentes comunistas que se reunía secretamente en una casa de Cojímar, a una distancia cómoda de La Cabaña, alquilada a nombre de Francisco García Vals. Aunque no había combatido en la guerra, ese joven inteligente, un militante comunista que sabía inglés y francés, se ganó la estima del Che, quien le dio el grado de teniente y lo designó asistente ejecutivo suyo. Para los extraños ese grado militar inmerecido y esas tareas podían parecer inexplicables, pero «Pancho» García Vals cumplía una función vital para el Che: todas las noches la «Comisión Económica» del PSP se reunía en su casa para elaborar el proyecto de ley de reforma agraria.

El Che no asistía a las reuniones nocturnas del PSP, pero casi todas las tardes pasaba por la casa. Mientras García Vals y Menéndez se dedicaban a los asuntos económicos, él registraba sus pensamientos sobre la guerra de guerrillas en un grabador. Su nuevo secretario personal, José Manuel Manresa, un exsargento escribiente de Batista a quien había conservado en La Cabaña, dactilografiaba las reflexiones. A veces el Che pedía a Menéndez que le leyera algunos pasajes. De allí resultó el libro La guerra de guerrillas, un manual práctico basado en sus propias experiencias. Del mismo modo que los escritos de Mao sobre la guerrilla le habían servido de inspiración, quería adaptar las lecciones de Cuba a otras naciones latinoamericanas.

Manresa sufría en carne propia las consecuencias de la verbosidad del Che: las largas horas de dactilografía le provocaban hinchazón en las piernas. El libro apareció en 1960, pero hasta entonces el Che utilizó parte del material en sus discursos. Cuando el libro salió de la prensa, obsequió el primer ejemplar al diminuto Menéndez con la dedicatoria: «Al pequeño gran zar del azúcar. Che».

Apenas el Che se instaló en Tarará, se aceleraron los trabajos para crear el INRA. Fidel, que en esa época se había mudado a una finca en Cojímar, puso a Núñez Jiménez al frente del grupo dedicado a elaborar la reforma agraria, integrado por su viejo amigo comunista Alfredo Guevara, Pedro Miret, Vilma Espín —con quien Raúl se había casado en enero— y dos asesores de alto nivel del PSP. El grupo se reunía todas las noches con el Che en Tarará para discutir modificaciones y aportar ideas a los borradores preparados por el grupo del PSP en la casa de García Vals. Alfredo Guevara dijo a Tad Szulc, autor de una biografía de Castro, que solían trabajar hasta el amanecer, cuando «llegaba Fidel y lo cambiaba todo». Pero poco a poco, el proyecto empezaba a tomar forma. El trabajo se realizaba en secreto absoluto para evitar que llegara a conocimiento de los ministros de Urrutia; en todo caso, el ministro putativo de Agricultura, Humberto Sorí-Marín, jamás recibió una invitación a las reuniones. Al mismo tiempo, el Che participaba en las conversaciones entre el Ejército Rebelde y el PSP que tenían lugar en la casa de Fidel con el fin de llegar a la unidad a largo plazo.

La necesidad de discreción explica en parte la indignada reacción del Che ante un artículo periodístico que mencionaba que estaba instalado en la lujosa finca de Tarará. El 10 de marzo mostró los dientes en un artículo farisaico y veladamente amenazante escrito para la revista Revolución que dirigía Carlos Franqui. El artículo «aparentemente inofensivo» titulado «El comandante Guevara se instala en Tarará», escribió, «parece insinuar algo acerca de mi posición revolucionaria».

No analizaré aquí quién es el señor periodista ni daré noticias sobre lo que él tiene en los archivos a mi custodia encomendados, no es mi intención hacer acusaciones o contraacusaciones, me debo a la opinión pública y a quienes han confiado en mí como revolucionario.

Le aclaro a los lectores de Revolución que estoy enfermo, que mi enfermedad no se contrajo en garitos ni trasnochando en cabarets, sino trabajando más que lo que mi organismo podía resistir para la Revolución.

Los médicos me recomendaron una casa en un lugar apartado de las diarias visitas y Recuperación de Bienes me prestó esta que habitaré en la referida playa hasta que los colegas que me atienden me den de alta; debí ocupar una casa de personeros del antiguo régimen porque mi sueldo de $125,00 como oficial del Ejército Rebelde no me permite alquilar una con suficiente amplitud para albergar a la gente que me acompaña.

El hecho de ser una casa de antiguo batistiano hace que sea lujosa; elegí la más sencilla, pero de todas maneras es un insulto a la sensibilidad popular. Prometo al señor Llano Montes [autor del artículo] y sobre todo al pueblo de Cuba que la abandonaré cuando esté repuesto…

Che

Dos meses después, cuando su salud había mejorado y la ley de reforma agraria estaba redactada, el Che cumplió su promesa: abandonó Tarará para instalarse en una casa mucho más humilde en el campo cerca de la aldea interior de Santiago de las Vegas, al otro lado de La Habana.

Los cónclaves secretos habían coincidido con la llegada del nuevo embajador norteamericano Philip Bonsal. En una primera reunión cordial con Fidel, Bonsal tuvo la impresión optimista de que «podía manejar» a Castro, pero la jefatura de la inteligencia militar no pensó lo mismo; el 10 de marzo, el Consejo Nacional de Seguridad del Presidente discutió la posibilidad de «llevar otro gobierno al poder en Cuba».

Fuera comunista o no, la mayoría de los analistas políticos norteamericanos pensaban que Fidel era una bala perdida a la que había que frenar antes de que causara daños mayores en Cuba y en la región. Algunos dirigentes latinoamericanos moderados que hasta entonces lo habían apoyado sumaron sus voces a ese consenso creciente; por ejemplo, tanto Pepe Figueres como Rómulo Betancourt confiaron a los norteamericanos sus sospechas de que los «comunistas habían consolidado su poder» en la «mayoría de las zonas vitales» de Cuba. Entretanto, Fidel seguía negando públicamente con vehemencia que tuviera inclinaciones comunistas.

Todo era muy confuso, pero los norteamericanos se enteraron de que en poco tiempo más podrían hacer su propia evaluación del joven caudillo cubano. Fidel declaró que pensaba aceptar la invitación de la Sociedad Norteamericana de Directores de Diarios a pronunciar el discurso principal en su convención anual, prevista para abril en Washington. Cientos de periodistas ya rondaban por La Habana, invitados por Fidel en el marco de una espectacular campaña de relaciones públicas llamada Operación Verdad, destinada a contrarrestar la publicidad negativa que recibía la revolución. Pero ésta no convencía a los escépticos.

Y en realidad, la publicidad negativa era muy abundante, porque Fidel había procedido a «intervenir» la filial de la empresa norteamericana International Telephone and Telegraph con el fin de «investigar irregularidades en sus operaciones», una acción sugerida por el Che en su discurso de enero. Había fustigado públicamente y atribuido «tendencias imperialistas» al presidente costarricense José «Pepe» Figueres, quien durante una visita había sugerido que Cuba se alineara con Estados Unidos en la «confrontación de la guerra fría». Había realizado vaticinios temerarios sobre la economía cubana, hasta el punto de asegurar que en pocos años el nivel de vida de la isla superaría al de Estados Unidos. Asimismo, los tribunales revolucionarios funcionaban sin tregua, y Fidel había provocado un escándalo internacional al ordenar un nuevo juicio para cuarenta y cuatro aviadores batistianos acusados de bombardear blancos civiles después de que un tribunal los absolviera por falta de pruebas. También lo abandonó la influyente comunidad católica. Los tribunales revolucionarios horrorizaban al clero —encargado de administrar la extremaunción a muchos condenados—, y el giro a la izquierda de la revolución preocupaba a los militantes católicos que habían apoyado activamente el derrocamiento de Batista.

Los discursos recientes de Fidel en la Universidad de La Habana, en los que instaba a los estudiantes a «purgarla de influencias corruptoras», sugerían su escaso respeto por la sacrosanta tradición de la autonomía universitaria. Aún no se había limitado la libertad de prensa, pero Fidel se declaró dispuesto a hacerlo cuando fue ridiculizado por la revista satírica Zig Zag.

Con el fin de arrojar una luz más favorable sobre los sucesos y en lo posible convencer a los escépticos en el exterior, se elaboraban planes para crear una prensa «revolucionaria». Jorge Ricardo Masetti, el periodista argentino enamorado de la Revolución Cubana, había regresado a La Habana con su colega uruguayo Carlos María Gutiérrez.[64] Ambos conversaron con el Che sobre la creación de una agencia noticiosa cubana internacional «independiente» según el modelo de la efímera Agencia Latina de Perón, que había empleado al Che en México. El objetivo del Che, como el de Perón, era quebrar el monopolio periodístico de agencias «capitalistas yanquis» como AP y UPI. Pocos meses después, con cien mil dólares recaudados con bonos no cobrados del 26 de Julio emitidos durante la guerra, Cuba fundó su propia Prensa Latina. Masetti fue su primer director y en poco tiempo reunió una nómina impresionante de corresponsales en todo el mundo. Meses más tarde otro recluta de la sierra, el periodista norteamericano Robert Taber, se unió a la campaña propagandística de la revolución mediante el flamante Comité por la Justicia para Cuba, un grupo de presión castrista creado en Estados Unidos. Al principio éste consiguió el apoyo de intelectuales de la izquierda moderada como Carleton Beals, C. Wright Mills, I. F. Stone y Allen Ginsberg.

Junto con sus métodos prácticos —y a veces maquiavélicos— para abordar los problemas, Fidel empezaba a revelar una tendencia desconcertante a adoptar proyectos económicos extravagantes que «resolverían» los problemas de Cuba. Había pergeñado un proyecto para drenar la Ciénaga de Zapata, un vasto delta pantanoso sobre la costa austral, y habilitarlo para el cultivo del arroz. Más importante aún, sus declaraciones incautas sobre el incremento de la zafra azucarera como medio para crear puestos de trabajo habían ayudado a provocar una caída de los precios internacionales del azúcar a medida que los futuros inversores preveían una inminente saturación del mercado. En realidad, la zafra de 1959, de 5,8 millones de toneladas, fue mayor de lo habitual.

Tal vez sus proyectos más estrafalarios eran producto de la desesperación lisa y llana, ya que los problemas económicos lo acosaban por todos lados. La corrupción del batistato, los robos de último momento y la fuga de capitales habían reducido las reservas del erario cubano a poco más de un millón de dólares; la deuda pública sumaba 1200 millones de dólares y el déficit presupuestario, 800 millones. La Confederación de Trabajadores Cubanos (CTC), la central obrera de un millón de afiliados, un bastión comunista antes de que la dominara Batista, pasaba por las etapas iniciales de una purga encomendada por Fidel a su nuevo dirigente, David Salvador. Los anuncios incesantes de la inminente reforma agraria alteraban a los terratenientes y los inversores agrícolas, y la inversión de capitales empezaba a detenerse. En marzo, Fidel hizo aprobar una ley que encontró eco favorable en la opinión pública al reducir los alquileres en un cincuenta por ciento y expropiar las tierras baldías, lo que afectaba directamente los intereses de terratenientes y especuladores en bienes raíces. Se impusieron tarifas sobre una gama de bienes suntuarios; los trabajadores despedidos empezaron a movilizarse reclamando su reincorporación y otros exigieron aumentos salariales. Fidel contemporizaba, suplicaba que le dieran tiempo para arreglar la situación, pero un número creciente de cubanos pudientes y de clase media, ante la incertidumbre de su futuro, preparaba sus maletas para iniciar una nueva vida en el extranjero. La mayoría se dirigía a Miami, el tradicional refugio de los exiliados cubanos, a escasos ciento treinta kilómetros de la isla.

El 14 de abril, el subjefe de misión en la embajada estadounidense en La Habana, Daniel Braddock, envió a Washington un nuevo «despacho de acción» confidencial titulado «El crecimiento del comunismo en Cuba». Advirtió que después de la caída de Batista, el PSP había «salido de la clandestinidad para adquirir un estatus semilegal que probablemente será plenamente legal apenas se registren los partidos políticos. En estos tres meses el partido ha recibido por lo mentos tres mil afiliados nuevos y sigue creciendo. Ha abierto locales en todos los distritos de La Habana y en la mayoría de los pueblos del interior». El despacho añadió que el blanco principal de la infiltración comunista eran las fuerzas armadas.

La Cabaña parece ser el principal centro comunista y su comandante, Che GUEVARA, es la figura más importante cuyo nombre está vinculado con el comunismo. No cabe duda de que Guevara es marxista, aunque no sea comunista [sic]. Se han instituido cursos de adoctrinamiento político para los soldados bajo su mando en La Cabaña. Algunos de los materiales utilizados en estos cursos, a los cuales ha tenido acceso esta embajada, siguen claramente la línea comunista. Guevara tiene gran influencia sobre Fidel CASTRO y aún más sobre el comandante en jefe de las fuerzas armadas, Raúl CASTRO, de quien se cree que tiene las mismas opiniones políticas que el Che Guevara.

El análisis de la embajada estadounidense resultó acertado, y su primera evaluación del programa de adoctrinamiento marxista del Che en La Cabaña refleja de manera insólita los recuerdos de sus tenientes. Orlando Borrego se autocalifica de ejemplo típico de los hombres de La Cabaña, exrebeldes jóvenes que no tenían «la menor formación ideológica», pero tenían sentido de la disciplina revolucionaria y un «respeto extraordinario por el Che y por Fidel».

«Desde el punto de vista político, en estos primeros meses estábamos muy confusos, es decir, se empezaba a hablar ya de si esto iba a ser socialismo, se hablaba, se comentaba entre la tropa y todas esas cosas. Y yo era uno de los que me ponía en la posición de que no: socialismo, ¿qué cosa es eso? No entendía. Como la imagen que había del comunismo era mala, yo tenía esa imagen, el comunismo es muy malo. Es decir, queríamos una revolución que fuera justa, que fuera honrada, en función de los intereses del país y todo eso, pero de comunismo nada, y lo comentábamos entre algunos de nosotros. Y nos decíamos, pero bueno, si el Che y Fidel son comunistas, entonces aquí somos comunistas, pero era por devoción hacia ellos, no por posición ideológica ninguna».

Borrego, el juez revolucionario, empezó a abrir los ojos cuando le tocó presidir el juicio de un exjefe de policía, el general Hernando Hernández. Durante el juicio, el acusado le obsequió un ejemplar de El doctor Zhivago con la dedicatoria: «Al teniente Orlando Borrego, respetuosamente del general Hernando Hernández». Borrego no tenía la menor idea de quién era Pasternak, y más tarde, con toda ingenuidad, mostró el libro al Che. «El Che lo miró y, ¡ja!, se empezó a reír. “Pero qué ignorante eres”, dijo. Entonces me dio una explicación. Quién era Pasternak, escritor ruso, lo que revelaba. Y ese hombre me había hecho ese regalo con toda intención, un poco para que yo viera lo negativo de la Unión Soviética. Lo que revelaba Pasternak de la época de Stalin».

Después de ese incidente, la «ignorancia» política de Borrego empezó a disiparse gradualmente. «Hasta ese momento [el Che] no había ejercido directamente una orientación política, en el sentido de la idea socialista, con nosotros. Hay un momento, eso sería en febrero o marzo del 59, en que el Che empieza a reunirse con nosotros, los oficiales…, en un saloncito que había allí en La Cabaña. Empezó a dar unas reuniones de orientación política. No las llamaba así, pero es lo que eran. Nos daba conferencias sobre cuál debía ser el papel de los combatientes revolucionarios y del ejército revolucionario».

En sus seminarios, el Che ponía especial énfasis en la idea de que la toma del poder no era el objetivo revolucionario más importante. «Nos decía que la tarea más difícil y más compleja era la que venía a partir de ese momento —recordó Borrego—. Era la etapa de la construcción de una sociedad distinta; no hablaba de comunismo ni de socialismo, pero en esas conferencias empezó a introducir, desde el punto de vista histórico las ideas revolucionarias a escala mundial, y ahí apareció un día, explicando con un mapa la Unión Soviética, los países del campo socialista, qué papel había jugado Lenin, y nos empezó a transmitir las ideas estas leninistas, que había que tomar de allí cosas que eran valiosas».

Según Borrego, al finalizar esa jornada del seminario, entre sus camaradas se dijeron, «esto huele a comunismo». Pero a esas alturas las nuevas ideas provocaban más curiosidad que miedo. La mayoría de los hombres en La Cabaña eran veteranos del Ejército Rebelde —el Che había echado a la mayoría de los soldados regulares durante la «depuración»—, pero aún era un período inestable; las Fuerzas Armadas Revolucionarias eran un híbrido y muchos de sus integrantes aún profesaban ideas anticomunistas.

Una vez roto el hielo entre sus oficiales subalternos, el Che encomendó la tarea de adoctrinamiento a su delegado en el regimiento, Armando Acosta. «Hay que reconocerle que fue muy hábil —recordó Borrego—; fue muy inteligente en la forma que nos explicaba a muchos de nosotros, nos aclaraba cosas en términos revolucionarios, sin hablar de comunismo tampoco, y sobre todo buscando unidad dentro de los revolucionarios, que no podía haber divisiones de tipo político».

Las charlas de Acosta y el estrecho contacto cotidiano con el Che le dieron rápidamente «una ideología», dijo Borrego. El momento de la verdad llegó en abril, cuando un empresario acaudalado, su último patrón antes de que se fuera a la guerra, le ofreció un trabajo bien remunerado en Guatemala. Era tentador, y Borrego fue a pedirle opinión al Che.

Éste le dijo que debía pensar seriamente en cuáles eran sus prioridades porque cumplía un papel vital en la revolución. Le dijo que se tomara unos días para pensarlo y volviera una vez tomada su decisión. Así lo hizo, y decidió quedarse. «Ya había una afinidad muy grande con el Che; fue un compromiso con él también, fuerte. El Che ejerció mucha influencia sobre mí muy rápido».

Borrego jamás se arrepintió de su decisión. Su relación con el Che se volvió aún más estrecha, y con el tiempo se convirtió en su protegido y uno de sus amigos más íntimos. En la primavera de 1959, era evidente para la mayoría de los observadores que Ernesto Che Guevara era un individuo fuera de lo común que escapaba a los estereotipos habituales. Ejercía una influencia casi mística sobre los demás y empezaba a reunir a su alrededor un círculo leal de discípulos como Borrego, que seguían al Che más que a un credo político. No obstante, lejos de ser sectario, durante el período de transición en que el Ejército Rebelde empezó a asumir el control, trató respetuosamente a muchos oficiales del ejército derrotado… mientras enviaba a otros al paredón. Para su secretario José Manuel Manresa, dactilógrafo personal del excomandante del ejército, la petición del Che de que siguiera en su puesto y trabajara para él fue un acto de fe merecedor de su gratitud eterna, y permaneció lealmente junto a él mientras estuvo en Cuba.

Aún hoy, muchos años después, las lágrimas ruedan por el rostro de Manresa y se queda mudo de la emoción cuando le piden que hable sobre su adorado difunto jefe. Debido a un problema de circulación en sus piernas no pudo acompañarlo en la misión final —y fatal— a Bolivia, y considera que al hablar podría traicionar la confianza del hombre por quien hubiera entregado la vida.

Para los norteamericanos, un hombre tan firme en su ideología, tan cercano a Fidel y que inspiraba semejante lealtad en sus soldados era en verdad un enemigo peligroso. Y como demuestran los despachos de la embajada en La Habana, ya lo sabían a principios de 1959.

Che Guevara
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