II
Al evaluar los grupos rebeldes rivales en el Escambray, el Che comprendió que debía actuar con rapidez para imponer su autoridad y organizar un frente de combate efectivo. Su primera misión era atacar los destacamentos militares locales e interrumpir el tránsito en Las Villas como parte de la estrategia rebelde para sabotear la «farsa» electoral prevista para el 3 de noviembre, apenas dos semanas más adelante.
En verdad, los escasos candidatos constituían en conjunto un ejemplo de la política que ha perdido contacto con la realidad. Los opositores del candidato batistiano, el primer ministro Andrés Rivero Agüero, eran Carlos Márquez Sterling al frente de una facción que se había separado del Partido Ortodoxo y Ramón Grau San Martín, el desacreditado expresidente que encabezaba un ala de los auténticos. No era casual que la ciudadanía demostrara poco entusiasmo, y se preveía una concurrencia mínima a las urnas.
En cambio, los rebeldes se fortalecían constantemente. Para un sector creciente de la opinión pública, la clave del futuro político de Cuba estaba en manos de los «barbudos» —el apelativo popular de los guerrilleros barbados y pelilargos—, no de los elegantes políticos habaneros. Fidel quería aprovechar las elecciones para lanzar una ofensiva por toda la isla y así capitalizar su popularidad creciente, y esta vez tenía la certeza de que la opinión pública estaría con él. Por ello, además de prohibir la circulación del tránsito, decretó que los consumidores debían boicotear la lotería, dejar de comprar diarios y de asistir a fiestas o ceremonias de cualquier tipo. Los ciudadanos debían limitar sus compras al mínimo esencial con el fin de reducir la recaudación fiscal. Y por si alguien dudaba de su oposición a las elecciones, Fidel amenazó a todos los candidatos con la prisión o la muerte.
Para asegurar el acatamiento de sus decretos, Fidel envió nuevas columnas al llano de Oriente y Camagüey, y dio a Juan Almeida la orden de empezar a rodear la ciudad de Santiago. Asimismo soltó las riendas de los grupos de acción urbana, los que en septiembre realizaron una serie de acciones espectaculares, entre ellas la destrucción de dos emisoras de radio del gobierno y el incendio de Rancho Boyeros, el aeropuerto más importante del país.
Por su parte, el gobierno respondía con la represión política desenfrenada. La opinión pública estaba indignada y asqueada por una serie de asesinatos brutales de civiles por la policía; entre las víctimas había dos jóvenes hermanas de La Habana. La tortura de los sospechosos detenidos por el Buró de Represión a las Actividades Comunistas (BRAC), el organismo financiado por la CIA, se hizo pública hasta el punto de motivar una protesta del inspector general del propio servicio de inteligencia norteamericano. En septiembre, una de las columnas del Che en Camagüey cayó en una emboscada. Dieciocho rebeldes murieron en la acción y los once supervivientes que cayeron prisioneros, incluyendo los heridos, fueron ejecutados sumariamente.
La revolución en Cuba también atraía participantes lejanos. Al prolongarse el bloqueo impuesto por el Departamento de Estado sobre la venta de armas al régimen, Batista había buscado proveedores en otras latitudes. Cuando se informó de la venta de quince aviones británicos Sea Fury, los intermediarios de Fidel pidieron al primer ministro Harold Macmillan que la bloqueara, pero éste los desairó. En represalia, Fidel decretó la confiscación de las propiedades británicas en la isla y llamó al boicot de los bienes de ese origen.
En un ensayo general de su enfrentamiento futuro, Fidel y Washington iniciaron una guerra dialéctica. La Casa Blanca rechazó la petición rebelde de retirar la misión militar norteamericana de la isla, y el Departamento de Estado, en una muestra de hostilidad, insinuó que tomaría «medidas» cuando los rebeldes apresaron por poco tiempo a dos empleados de la petrolera Texaco en una emboscada. A fines de octubre, Batista retiró la guardia militar de la mina de níquel norteamericana en Nicaro. Cuando las fuerzas de Raúl fueron a tomar la mina, la armada de Estados Unidos envió un buque de transporte apoyado por un portaaviones para evacuar a los cincuenta y cinco civiles norteamericanos. El Departamento de Estado emitió una amenaza velada de represalias si se volvían a retener personas de nacionalidad estadounidense como rehenes.
Fidel respondió inmediatamente con otra amenaza: si el Departamento de Estado cometía el error de «conducir a su país a un acto de agresión contra nuestra soberanía, tenga la seguridad de que sabremos defenderla honrosamente».
Mientras tanto, a partir del fracaso de la ofensiva militar, crecían los rumores de descontento dentro de las fuerzas armadas. Para acentuar esta tendencia, Fidel no perdía oportunidad para proclamar elogios a los hombres de las fuerzas armadas cubanas a la vez que los instaba a abandonar «la tiranía» para servir a «la Patria» representada por él. Los oficiales y soldados que optaran por ésta serían bien recibidos en el «Territorio Libre» de los rebeldes siempre que trajeran sus armas; seguirían recibiendo sus salarios y tendrían alojamiento y comida gratuitos hasta el final de la guerra. Instó nuevamente al general Cantillo a encabezar una sublevación militar contra Batista, pero el jefe del ejército se negó a responder; el juego del gato y el ratón continuaría hasta el final. Al mismo tiempo, un agente de Fidel trataba de convencer a ciertos oficiales disidentes de que desertaran para conformar su propia columna rebelde. Semejante acción sería un golpe propagandístico espectacular y aceleraría la desintegración de las fuerzas armadas.
Mientras Fidel elaboraba planes y maniobras, visitantes y mensajeros iban y venían incesantemente de la Sierra Maestra. Algunos, como el dirigente del PSP Carlos Rafael Rodríguez, se quedaron como huéspedes permanentes. Entre todo el ajetreo, la vida de Fidel había adquirido cierta comodidad: Gracias a un cocinero traído especialmente de un restaurante del llano, Fidel comía bien e incluso engordaba. Tenía un jeep y un generador eléctrico propios. Tenía tiempo para leer y para escuchar música clásica en su tocadiscos. Se comunicaba por teléfono con el exterior cada vez que lo deseaba. Y tenía a Celia, su cancerbero, a su lado.
En cuanto al futuro, Fidel se mostraba confiado, pero no satisfecho. El Ejército Rebelde de Oriente contaba con más de ochocientos hombres. Gracias a los pertrechos capturados durante la ofensiva estival y los constantes vuelos de abastecimiento desde el exterior, no había escasez de armas ni municiones. Además, había encontrado la manera de llenar sus arcas para la guerra. Había establecido un impuesto de quince centavos sobre cada bolsa de doscientas cincuenta libras de azúcar cosechado, y los ingenios azucareros de Oriente, incluidos los de propiedad norteamericana, pagaban sin chistar. Incluso poseía una modesta fuerza aérea rebelde bajo el mando de Pedro Luis Díaz Lanz.
En esa época anunció el proyecto largamente planificado de reforma agraria, llamado «Ley 1 de la Sierra Maestra». El decreto prometía repartir las tierras fiscales y de Batista entre los campesinos sin tierra, respetar la propiedad de lotes que no superaran las sesenta hectáreas e indemnizar a los dueños de grandes propiedades «ociosas» si les eran confiscadas. Más importante aún, al menos en relación con los futuros sucesos internacionales, Fidel avanzaba sigilosamente hacia una alianza pública con el Partido Comunista. A fines de octubre anunció la constitución de un nuevo frente sindical, el Frente Obrero Nacional de Unidad (FONU) que incluía al PSP.
Fiel a su costumbre, Fidel maniobraba en varios niveles. Mientras apaciguaba a sus aliados anticomunistas con una ley de reforma agraria moderada, consolidaba una alianza eficiente con los comunistas que iba mucho más allá del acuerdo de unidad sindical. El Che, Raúl y Camilo ya sentaban las bases en la práctica.
En el Segundo Frente de Raúl ya funcionaba una alianza político-militar entre el PSP y el 26 de Julio. El Congreso Campesino organizado por Pepe Ramírez se reunió en septiembre bajo la presidencia de Raúl. Asimismo, a su llegada a Las Villas, Camilo puso en marcha su plan de convocar una Conferencia Nacional de Trabajadores Azucareros. Aunque se reunió en diciembre, apenas en la víspera del triunfo rebelde, la iniciativa de Camilo, así como las que el Che estaba a punto de poner en marcha, fue uno de los primeros pasos hacia la fusión eventual del 26 de Julio y el PSP que culminaría con la creación de un nuevo Partido Comunista cubano presidido por Fidel.
El Che había marchado a través de Oriente y Camagüey sin dejar de pensar en la reforma agraria, pero las necesidades de la supervivencia le habían impedido hacer demasiado al respecto. Una semana después de la partida, había instado a los trabajadores de una gran finca privada en el Camagüey oriental a conformar un sindicato de agricultores arroceros y éstos habían respondido con entusiasmo. «Un tipo con conciencia social puede hacer maravillas en esta zona y hay bastante monte para esconderse —le escribió a Fidel—. Una guerrilla armada de 30 hombres puede hacer maravillas en la zona y revolucionarla».
Tres semanas más tarde, al encontrarse en una gran finca arrocera propiedad de un socio de Batista, se detuvo a conversar con el administrador norteamericano. Comentó luego en su diario: «Hablé con el administrador explicándole la esencia de nuestra concepción económica y la protección a la industria arrocera para que se lo transmitiera a su patrón». Joel Iglesias recordó el encuentro con mayor detalle.
«Cuando salimos de allí me preguntó: “¿Qué tú crees de éste?” Le respondí que a mí no me gustaban estos tipos. Él me dijo: “A mí tampoco, a la larga tendremos que combatir contra ellos”, y agregó: “Yo moriría con una sonrisa en los labios, en el pico de una loma, detrás de una piedra, combatiendo contra esta gente.”»
Pero antes de combatir a los yanquis el Che tuvo que enfrentarse a otra clase de enemigo. A partir del 16 de octubre, cuando penetró en el Escambray propiamente dicho, se halló sumergido en un mar de intrigas. El Segundo Frente, el ala del Directorio dirigida por Gutiérrez Menoyo, no sólo se había mostrado hostil con el comandante Víctor Bordón del 26 de Julio sino que estaba enemistado con el grupo armado oficial del Directorio Revolucionario dirigido por Faure Chomón. Y había disidencias en el seno del propio 26 de Julio.
Una delegación representativa de la junta directiva del 26 de Julio en Las Villas vino a presentar sus quejas sobre Bordón, quien según ellos se mostraba «agresivo» y actuaba por cuenta propia. El Che convocó un consejo que tendría lugar días después en el campamento general del Directorio. Entretanto, trató de convencer al 26 de Julio local sobre la necesidad de un acuerdo de unidad y propuso una estrategia de insurrecciones urbanas y ataques guerrilleros conjuntos en las ciudades de Las Villas durante las elecciones. «No encontré mucho entusiasmo en la idea», escribió luego en su diario.
Acababa de instalar un campamento provisional en un paraje llamado Los Gavilanes cuando fue a verlo un oficial del Segundo Frente de Gutiérrez Menoyo. A pesar del ethos anticomunista del frente y su fama de dedicarse al bandidismo, el Che quería saber si se podía formar alguna clase de coalición antibatistiana. A mediados de octubre, se dirigió con sus hombres hacia el campamento de uno de los más destacados señores de la guerra del Segundo Frente, el comandante Jesús Carreras. Cuando llegaron al campamento al cabo de dos días de marcha, hallaron que Carreras se había ausentado, no sin dejar un mensaje amenazador. Según relató el Che en su diario, el mensaje decía que «ninguna tropa podía pasar por este territorio, que la primera vez sería advertida pero a la segunda expulsada o exterminada».
Al regresar Carreras, el Che vio que «ya llevaba en el cuerpo media botella de alcohol, que era aproximadamente la mitad de su cuota diaria». Le dijo enérgicamente que «no podía admitir» el uso del término «conminar». El comandante del frente se echó atrás, dijo que la amenaza estaba destinada a los combatientes del Directorio que le robaban cosas. Al partir, el Che pensaba que había manejado la situación de manera diplomática, pero también sabía que Carreras era «un enemigo».[56]
Continuó la marcha hasta el campamento general del Directorio en Los Arroyos, donde se reunió con sus dirigentes Faure Chomón y Rolando Cubela. Ambos acogieron la idea de colaborar con el Movimiento 26 de Julio, pero rechazaron cualquier posibilidad de reunirse con el Segundo Frente o los comunistas y declararon que no estaban dispuestos a ceder su independencia en un pacto de unidad con el Che. Como alternativa, el Che propuso una serie de medidas de «partición del territorio y zona de influencia donde fuerzas de otras organizaciones pueden operar libremente». Dejando de lado las sutilezas, propuso una acción conjunta sobre el pueblo y la guarnición de Güinía de Miranda, al pie del Escambray, «lo que aceptaron en principio pero sin entusiasmo».
Poca cosa, pero al menos era un paso adelante. Al mismo tiempo, lidiaba con el Movimiento 26 de Julio, cuyo nuevo coordinador en Las Villas, Enrique Oltuski, alias «Sierra», debía ir a verlo.
Oltuski llegó al campamento del Che en una noche oscura cuando los guerrilleros estaban reunidos en torno a una hoguera. Se acercó y trató de distinguir las caras. «Tenía en mente la imagen del Che que había visto publicada en los diarios. Ninguna de estas caras era esa cara. Pero había un hombre de contextura mediana que llevaba una boina negra y el pelo muy largo. La barba no era muy espesa. Llevaba una capa negra y la camisa abierta. Las llamas de la fogata y el bigote con puntas que enmarcaban la boca le daban un aspecto chino. Pensé en Gengis Kan».
En su primera reunión no congeniaron. Oltuski, un habanero hijo de inmigrantes polacos, había estudiado ingeniería, pero abandonado la carrera para dedicarse a la revolución. Era uno de los organizadores de la Resistencia Cívica y miembro del Directorio Nacional del 26 de Julio. También era anticomunista.
Apenas se conocieron tuvieron su primer choque provocado por la propuesta del Che de asaltar bancos en Las Villas para conseguir fondos. Oltuski y sus camaradas del llano se opusieron con energía. El Che escribió con desdén en su diario: «Cuando le dije que nos dieran el informe de los bancos que hay en los pueblos, para atacarlos y llevarles el dinero, se tiraron al suelo angustiados. Se opusieron con el silencio a la distribución gratuita de la tierra y demostraron su subordinación al gran capital, sobre todo Sierra [Oltuski]».
En sus memorias, Oltuski reconstruyó lo que recordaba de su discusión sobre la reforma agraria como sigue:
Guevara: Cuando hayamos ampliado y consolidado nuestro territorio llevaremos a cabo una reforma agraria. Repartiremos la tierra entre los que la trabajan. ¿Qué piensa de la reforma agraria?
Oltuski: Es indispensable. [Los ojos del Che se iluminaron.] Sin la reforma agraria, el progreso económico no es posible.
Guevara: Ni el progreso social.
Oltuski: Ni el progreso social, claro. Yo escribí una tesis agraria para el Movimiento.
Guevara: ¿De veras? ¿Qué dice?
Oltuski: Que las tierras ociosas deben ser entregadas a los campesinos y que se debe presionar a los grandes terratenientes para que les permitan comprar la tierra con su propio dinero. Entonces se vendería la tierra a los campesinos al costo, con plazos de pago y créditos para la producción.
Guevara: ¡Ésa es una tesis reaccionaria! [El Che hierve de indignación.] ¿Cómo vamos a cobrarles a los que trabajan la tierra? Ustedes los del llano son todos iguales.
Oltuski [Me enfurecí ]: ¿Y qué cree que debemos hacer, carajo? ¿Entregárselas sin más? ¿Para que la destruyan como en México? El hombre debe sentir que lo que posee le ha costado un esfuerzo.
Guevara: ¡Pero carajo, escuche lo que está diciendo! [Al gritar se le hinchaban las venas del cuello.]
Oltuski: Además, hay que disimular las cosas. No crea que los norteamericanos se van a quedar sentados mientras hacemos las cosas abiertamente. Es necesario ser más discretos.
Guevara: Así que usted es de los que cree que podemos hacer una revolución a espaldas de los norteamericanos. ¡Qué comemierda es usted! La revolución se debe llevar a cabo en una lucha de vida o muerte contra el imperialismo desde el primer momento. Una verdadera revolución no se puede disimular.
El 22 de octubre, cuando las diferencias entre el Che y sus colegas del 26 de Julio local aún no estaban resueltas, surgió un nuevo problema con el Segundo Frente al recibir la visita del comandante Peña, «famoso en la región por robar el ganado de los campesinos». El Che escribió en su diario: «Empezó muy amable pero luego mostró su hilacha. Nos despedimos cordialmente, pero como enemigos declarados».
Peña había advertido al Che que no debía atacar Güinía de Miranda, que estaba dentro de su territorio. «Naturalmente, no le prestamos atención», escribió el Che, pero antes de proceder con el ataque debía conseguir calzado para sus hombres, cuyos borceguíes se caían a pedazos después de la larga marcha. Se enfureció al enterarse de que el Segundo Frente había «dispuesto» de un cargamento de cuarenta pares de zapatos enviados por el Movimiento 26 de Julio. Era el colmo. Entre las fuerzas del Che y el Segundo Frente «se avecinaba la tormenta».
En medio de la crisis llegó «Diego», jefe de acción de Las Villas, quien traía cinco mil pesos y una carta atrasada de Fidel, ambas cosas enviadas por Oltuski. Para la ofensiva inminente, Diego recibió la orden de «quemar las juntas electorales de dos-tres ciudades importantes del llano y comunicar a Camilo la orden de atacar Caibarién, Remedios, Yaguajay y Zulueta [pueblos del norte de Las Villas]». El Che aún debía elaborar su plan de ataque. Todo dependía de la eventual colaboración de las demás fuerzas rebeldes.
Por fin, el 25 de octubre, el jefe guerrillero local del 26 de Julio, Víctor Bordón, fue a ver al Che, quien lo castigó inmediatamente. El Che lo halló culpable, entre otras cosas, de excederse en su autoridad y de mentir sobre una supuesta reunión con Fidel que no se había producido. Lo degradó a capitán y ordenó a sus algo más de doscientos hombres que se pusieran bajo su mando; los que no estuvieran de acuerdo debían abandonar las montañas.
Esa misma noche, los dirigentes del Directorio comunicaron que «no estaban en disposición» de participar en el ataque. El Che, que ya lo había sospechado, respondió que procedería sin ellos. La noche siguiente, marcharon a Güinía de Miranda y abrieron fuego sobre el cuartel con un bazuca. El primer disparo erró el blanco y los soldados respondieron al fuego. Se generalizó el tiroteo y el bazuca disparó tres veces más sin dar en el blanco. Cayeron algunos rebeldes. Desesperado, el Che tomó el arma y su primer disparo hizo blanco. Los catorce soldados se rindieron inmediatamente.
A pesar de la capitulación, el Che estaba disgustado con el desenlace: «Se capturaron poquísimas balas y 8 fusiles, con pérdidas para nosotros [debido a] la cantidad de parque gastado y las granadas utilizadas». Además, entre los rebeldes hubo dos muertos y siete heridos. Cuando amaneció, ya estaban a salvo en las montañas, pero antes de regresar a su base, el Che dejó como sarcástico «obsequio» en las cercanías del campamento del Directorio un jeep que había capturado, recuerdo de la batalla en la que no habían querido participar.
Con o sin la ayuda de las demás facciones, el Che decidió seguir atacando al ejército. La noche siguiente marchó para atacar el cuartel de Jíquima, defendido por cincuenta soldados. Esta vez fue más cauto: suspendió el ataque poco antes del amanecer porque Fonso, el servidor del bazuca, le dijo que no había posición para disparar. El 30 de octubre, de vuelta en la sierra, lo visitaron los jefes de acción del 26 de Julio de Sancti Spíritus, Cabaiguán, Fomento y Placetas; todos respaldaron su plan de atacar esos pueblos durante los días siguientes. «Estuvieron de acuerdo también en el asalto a los bancos y prometieron su ayuda», escribió.
Después de varios días de escaramuzas, el Che se dedicó a reorganizar su tropa para los ataques previstos para el 3 de noviembre, día de las elecciones, concertados con los grupos de acción urbanos. Sin embargo, en la víspera de la batalla lo visitó muy asustado el jefe de acción de Sancti Spíritus. Dijo que el coordinador de la ciudad se había enterado del plan de asaltar el banco y no sólo se negaba a ayudarles sino que amenazaba con tomar medidas si lo llevaban a cabo. Poco después, el Che recibió una carta amenazante de Sierra-Oltuski, coordinador del 26 de Julio en Las Villas, quien le ordenaba anular el ataque. El Che replicó inmediatamente con una carta enérgica.
Dices que ni el mismo Fidel hizo eso cuando no tenía qué comer. Es verdad; pero cuando no tenía qué comer, tampoco tenía fuerzas para hacer un acto de esa naturaleza…
Según quien me trae la carta, las direcciones de los pueblos amenazan con renunciar. Estoy de acuerdo con que lo hagan. Más aún, lo exijo ahora, pues no se puede permitir un boicot deliberado a una medida tan beneficiosa para los intereses de la Revolución como es ésa.
Me veo en la triste necesidad de recordarte que he sido nombrado comandante en jefe, precisamente para dar una unidad de mando al Movimiento y hacer las cosas mejor… Renuncie o no renuncie, yo barreré, con la autoridad de que estoy investido, con toda la gente floja de los pueblos aledaños a la Sierra. No pensé que vendría a ser boicoteado por mis propios compañeros. Ahora me doy cuenta que el viejo antagonismo que creíamos superado, resurge con la palabra «llano» y los jefes divorciados de la masa del pueblo opinan sobre las reacciones de éste. Te podría preguntar: ¿por qué ningún guajiro ha encontrado mal nuestra tesis de que la tierra es para quien la trabaja, y sí los terratenientes? Y si eso no tiene relación con que la masa combatiente esté de acuerdo con el asalto a los bancos cuando ninguno tiene un centavo en ellos. ¿No te pusiste nunca a pensar en las raíces económicas de ese respeto a la más arbitraria de las instituciones financieras? Los que hacen su dinero prestando el dinero ajeno y especulando con él, no tienen derecho a consideraciones especiales. La suma miserable que ofrecen es lo que ganan en un día de explotación, mientras este sufrido pueblo se desangra en la Sierra y el Llano, y sufre diariamente la traición de sus falsos conductores.
Me adviertes con la responsabilidad total de la destrucción de la organización. Acepto esa responsabilidad revolucionariamente y estoy dispuesto a rendir cuentas de mi conducta ante cualquier tribunal revolucionario, en el momento que lo disponga la Dirección Nacional del Movimiento. Daré cuenta del último centavo que se confiera a los combatientes de la Sierra, o que éstos lograran por cualquier medio. Pero pediré cuenta de cada uno de los 50 000 pesos que anuncias…[57]
Me pides un recibo con mi firma, cosa que no acostumbramos a hacer entre compañeros… Mi palabra vale más que todas las firmas del mundo.
Acabo con un saludo revolucionario y te espero junto con Diego.[58]
Una vez más, el llano estropeaba los planes del Che. El día que supuestamente debían librar juntos la guerra contra el régimen, sus camaradas de las ciudades no hacían nada salvo atacarlo a él.
Resuelto a pesar de todo a llevar a cabo alguna acción, el Che ordenó un ataque a Cabaiguán por tres lados, que nuevamente debía comenzar con un disparo de bazuca. Pero alrededor de las cuatro de la madrugada el capitán Ángel Frías avisó de que no se podía atacar «porque había muchos guardias». El Che, furioso, escribió en su diario: «La indecisión de este capitán nos ha costado mucho prestigio, pues todo el mundo sabía que atacaríamos Cabaiguán y nos retiramos sin tirar un tiro».
A la mañana siguiente, de vuelta en el Escambray, el Che ordenó atacar Jíquima esa misma noche, pero Ángel Frías anuló el plan «por falta de posición» de tiro. Con todo, estas frustraciones se vieron compensadas por las buenas noticias que llegaban de otras partes de la provincia.
Sus acciones combinadas con los ataques de Camilo en el norte prácticamente habían paralizado el tráfico en Las Villas el día de los comicios, y se había registrado una abstención electoral altísima. En todo el país se habían logrado resultados similares, y en Oriente los rebeldes acentuaron la parálisis mediante una serie de ataques. A nivel nacional, la estrategia rebelde obtuvo un éxito tremendo, ya que menos del treinta por ciento de los votantes habilitados acudieron a las urnas. Tal como estaba previsto, Rivero Agüero ganó las elecciones mediante el fraude a gran escala realizado con apoyo de las fuerzas armadas; debía asumir el cargo en menos de cuatro meses. Los rebeldes resolvieron que esa ceremonia no se llevaría a cabo.
El Che pasó algunos días en la sierra para vigilar las obras en Caballete de Casas, una base permanente de retaguardia que debía defenderse a toda costa de un ataque enemigo. Supervisó la construcción de trincheras y fortificaciones, así como de depósitos para municiones y alimentos de reserva. Las obras avanzaban a buen paso, ya se habían levantado varias casas de adobe, pero con el fin de acelerarlas el Che organizó a sus casi doscientos hombres en cuadrillas de trabajo. Creó una escuela para reclutas según el modelo de Minas del Frío, que llamó «Ñico López» en honor de su camarada fallecido, y nuevamente designó a Pablo Ribalta comisario político. Pocos días después llegó el personal de comunicaciones para instalar su sistema de radio en el frente, cortesía del PSP. Asimismo llegó la multicopista prometida y a mediados de noviembre empezó a publicar el periódico El Miliciano. En poco tiempo habría una central eléctrica, un hospital, una fábrica de tabaco, talleres de talabartería y metalúrgicos y una fábrica de armas.
En esa época llegaron al Escambray varias personas que establecerían vínculos estrechos con el Che. El 26 de Julio de Santa Clara envió a un estudiante de contabilidad de Holguín, un joven inteligente y serio llamado Orlando Borrego, que quería alistarse. Con el tiempo se harían amigos íntimos, pero en su primer encuentro el Che se mostró autoritario.
«No me simpatizó demasiado —recuerda Borrego—, porque fue muy crudo, muy frío, un poquito tratando despectivamente a los estudiantes». Borrego era uno de siete hermanos criados en una finca pobre en Holguín, Oriente. Su padre era un capataz rural convertido en taxista y su madre una maestra rural. El dinero siempre era escaso, y a los catorce años Orlando había empezado a trabajar para ayudar a la familia mientras asistía a la escuela nocturna. Ahora abandonaba todo para unirse a los rebeldes, y así lo recibían. Orlando «Olo» Pantoja, un guardaespaldas del Che, intercedió por él y sugirió que Borrego se hiciera cargo de las cuentas. El Che accedió a tenerlo a su lado como tesorero, pero antes lo envió a realizar instrucción militar en Caballete de Casas.
Durante el entrenamiento, Borrego se hizo amigo de un guerrillero del 26 de Julio, un joven alegre y vivaz de veintidós años llamado Jesús Suárez Gayol a quien apodaban «el Rubio» por su cabellera. Este exdirigente estudiantil en Camagüey había abandonado la carrera de arquitectura para participar en una expedición del 26 de Julio que desembarcó en Pinar del Río. Inteligente y divertido, Suárez Gayol había conservado esos rasgos durante la guerra. En su última hazaña, de la que aún se recuperaba, había asaltado una emisora de radio en Pinar del Río, en pleno día, con un cartucho de dinamita en una mano y una pistola en la otra. Al encender la mecha, de alguna manera se prendió fuego. En calzoncillos, y con graves quemaduras en las piernas, salió a la calle en el momento que estallaba el edificio, y chocó con un agente de policía. Afortunadamente, éste huyó despavorido. Suárez Gayol corrió por la calle, pistola en mano, y se introdujo en la casa de una anciana. Ésta, que resultó ser simpatizante de los rebeldes, lo ocultó y curó sus heridas hasta que pudieron sacarlo de ahí y transportarlo al Escambray. La amistad entre Suárez Gayol y Borrego continuaría después de la guerra y ambos serían discípulos y hombres de confianza del Che.
A principios de noviembre llegó al campamento en Escambray un joven abogado perteneciente a una familia patricia de La Habana. Miguel Ángel Duque de Estrada había ingresado al 26 de Julio para luchar por la justicia social. Aunque no era marxista, admiraba al Che, se había interesado por los informes de su marcha a través de Cuba y pedido que lo enviaran al Escambray. El Che necesitaba a un hombre preparado para aplicar el código legal guerrillero en territorio rebelde, y el joven abogado era justamente la persona indicada; lo designó «auditor revolucionario», es decir, juez.
«Había elaborado una estrategia política clara —dijo Duque de Estrada—. Me dijo que a los prisioneros se los debía conservar con vida, que no debía haber pelotones. Eso cambiaría más adelante, pero por el momento no quería ejecuciones que arredraran a los hombres deseosos de rendirse a sus fuerzas». Como Borrego y Suárez Gayol, Duque de Estrada sería uno de los cuadros selectos del Che después de la guerra.
En realidad, mientras proseguía con la guerra, el Che ya anticipaba el futuro. Así como había reunido muchos cuadros guerrilleros para las luchas revolucionarias futuras, ahora conformaba un cuerpo de ayudantes y asesores para la inminente batalla de la posguerra: la revolución política y económica necesaria para construir el socialismo en Cuba y liberarla de la dependencia impuesta por Estados Unidos a través del monocultivo de «Su Majestad el Azúcar».
La ideología política no era el criterio esencial del Che para seleccionar a los candidatos; creía que un hombre de ideas progresistas llegaría gradualmente a creer en el socialismo. Aparentemente tuvo razón. Al igual que la mayoría de sus protegidos en la guerrilla, los profesionales como Borrego, Duque de Estrada y Suárez Gayol no eran marxistas, pero acabaron por adoptar formalmente la ideología del Che.
La verdad es que antes de llegar al Escambray el Che ya hacía planes para desempeñar un papel de primer orden en la transformación revolucionaria de la economía cubana durante la posguerra. Si esto fue producto de un acuerdo elaborado con Fidel y el PSP es una cuestión que los cubanos se han abstenido deliberadamente de aclarar, pero ciertos hechos contundentes sugieren que así fue. El Che había empezado a estudiar economía política en México. A instancias de Fidel, había ayudado a poner en marcha el proceso de reforma agraria en la Sierra Maestra, había sido un participante clave en las dificultosas negociaciones con el PSP y ahora estaba investido de autoridad para llevar a cabo la reforma agraria en Las Villas.
Pero no era el protagonista absoluto de los sucesos. Al poner en práctica sus proyectos presentes y futuros, el Che requería la plena colaboración del PSP: además de los comunistas que se le habían unido en el Escambray, ya tenía a su disposición un pequeño grupo de militantes influyentes en La Habana. Uno era Alfredo Menéndez, de treinta y siete años, un especialista del Instituto Cubano de Estabilización del Azúcar, la cámara de la industria azucarera con sede en la capital. Menéndez era un comunista veterano que durante años había aprovechado su puesto estratégico para proporcionar información económica confidencial al Buró Político del PSP, y ahora enviaba esa misma información al Che.
Con ayuda de su colega Juan Barroto y dos militantes del 26 de Julio en el Instituto, Menéndez enviaba al Che información sobre la industria azucarera y otros sectores de la economía. Los esfuerzos de estos hombres se verían debidamente recompensados; aunque ninguno de ellos lo conocería durante la guerra, pocos días después de su entrada en La Habana el Che mandó llamar a sus cuatro «topos» para que lo ayudaran a crear el motor del futuro gobierno revolucionario, el Instituto Nacional de Reforma Agraria.
Ahora bien, aunque dependía de la colaboración del PSP, el Che quería evitar la imagen de ser un agente del partido. Ovidio Díaz Rodríguez, el dirigente de la Juventud Socialista que ayudaba a coordinar la ejecución de los planes de reforma agraria en Las Villas, asistió a una reunión en la que un hombre del partido le entregó un obsequio al Che. «Era una latica de mate argentino y delante de todos le manifestó: “Mire, comandante, éste es un regalo de la Dirección del Partido.” Lo aceptó sin decir nada, pero después me expresó: “Dile al Partido que no me mande compañeros tan indiscretos.”»