VI
La faz de La Habana cambiaba rápidamente. Los privilegios de las clases alta y media desaparecían rápidamente, y sus miembros partían en número creciente por ferry y puente aéreo a Miami. A fines de la primavera de 1960 ya habían partido unas sesenta mil personas. La ciudad que hasta un año antes había sido un parque de diversiones norteamericano con lujosos clubs náuticos, playas privadas, casinos y prostíbulos —además de barrios exclusivamente para blancos— era cosa del pasado. Las ruletas aún giraban en los grandes hoteles, pero la mayoría de las prostitutas habían desaparecido de las calles. En su lugar, negros y guajiros uniformados y armados recorrían las calles coreando las consignas revolucionarias.
Los visitantes eran otros. Delegaciones culturales y comerciales llegaban de los países del bloque socialista al igual que un número cada vez mayor de líderes presentes y futuros del Tercer Mundo; los delegados que asistían a un congreso internacional de la juventud comunista ocupaban los hoteles abandonados por los turistas y empresarios norteamericanos. Intelectuales de izquierda europeos y norteamericanos acudían a La Habana para asistir a los congresos culturales auspiciados por la Revolución. Entre ellos estaban Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, invitados por Carlos Franqui.
El mito del Che se había difundido, y cuando la célebre pareja francesa fue a verlo hablaron durante horas. Para el Che seguramente fue una experiencia gratificante servir de anfitrión al renombrado filósofo francés cuya obra había leído en sus años de estudiante. Por su parte, Sartre quedó sumamente impresionado, y después de la muerte de Guevara le rindió el mayor tributo posible; para el francés, el Che era «no sólo un intelectual sino el ser humano más completo de nuestra época».
Su visita había coincidido con la tragedia de La Coubre, y después de asistir al funeral y el discurso de dos horas de Fidel al día siguiente, Sartre y Simone de Beauvoir pasearon por las calles de La Habana Vieja, donde ya se recolectaban fondos para una nueva compra de armamentos. El clima sensual y fervoroso sedujo a Simone.
«Había jovencitas que vendían zumos de fruta y bocadillos para recolectar fondos para el Estado —escribió en sus recuerdos—. Artistas conocidos bailaban o cantaban en las plazas para conseguir donaciones; muchachas bonitas con sus disfraces de carnaval recorrían las calles con una banda para pedir dinero. “Es la luna de miel de la Revolución”, me dijo Sartre. Ni aparato ni burocracia, sino el contacto directo entre los dirigentes y el pueblo, una masa de esperanzas algo confusas en ebullición. No podía durar eternamente, pero qué espectáculo tan reconfortante. Por primera vez en nuestras vidas, éramos testigos de la felicidad ganada por medio de la violencia».
El 20 de marzo, el Che pronunció un discurso televisado sobre «soberanía política e independencia económica». La conquista revolucionaria del poder, dijo, le había dado a Cuba la independencia política, pero no la económica, sin la cual no era una nación políticamente soberana. Ése era el «objetivo estratégico» revolucionario del momento.
Se habían tomado algunas medidas contra los monopolios extranjeros, en su mayoría norteamericanos, que hasta entonces se enseñoreaban sobre la libertad económica cubana. Se habían reducido las tarifas de electricidad y teléfonos, así como los alquileres, se habían entregado las grandes propiedades terratenientes al pueblo, pero los recursos petroleros, minerales y químicos seguían en manos norteamericanas.
Para conquistar algo tenemos que quitárselo a alguien, y es bueno hablar claro y no esconderse detrás de conceptos que puedan malinterpretarse. Ese algo que tenemos que conquistar, que es la soberanía del país, hay que quitárselo a ese alguien que se llama monopolio… Es decir, que nuestro camino hacia la liberación estará dado por la victoria sobre los monopolios y sobre los monopolios norteamericanos concretamente.
La revolución debía ser «extremista» y «destruir las raíces del mal que afligía a Cuba» para «eliminar la injusticia». Los que se oponían a las medidas de la Revolución, los que resistían la pérdida de sus privilegios, eran contrarrevolucionarios. Los obreros de la domesticada CTC aportaban el cuatro por ciento de sus salarios al plan de «industrialización»; era hora de que el resto de la sociedad asumiera su parte del sacrificio revolucionario.
En los últimos tiempos el Che insistía en que el país ya no era sólo Cuba sino la Revolución y ésta era el pueblo; ahora avanzó un paso más para decir que el pueblo, Cuba y la Revolución eran Fidel. Era el momento de abordar la nueva nave del Estado o abandonarla. Así como los hombres del Granma habían dejado de lado sus vidas individuales para morir, en caso necesario, en la guerra contra Batista, todos los cubanos debían sacrificarse por el objetivo común de la independencia total. Advirtió que el enemigo probablemente tomaría represalias. Y cuando llegaran los soldados contrarrevolucionarios —tal vez pagados por los mismos «monopolios» que veían afectados sus intereses—, los defensores de Cuba no serían un puñado sino millones. Toda Cuba era «una Sierra Maestra» y, como decía Fidel, «nos salvaremos todos o nos hundiremos todos».
Los universitarios «individualistas» con su mentalidad «pequeñoburguesa» parecían provocar más que nadie el fastidio del Che; tal vez veía en ellos a su antiguo yo abstraído en sí mismo y el recuerdo lo irritaba. Si él había sacrificado su yo, su «vocación», en aras de la Revolución, ¿qué les impedía a ellos hacer lo propio? A principios de marzo había regresado a la Universidad de La Habana para recordarles a los estudiantes su deber para con el desarrollo económico del país; no podía haber una dualidad de principios que separara a los estudiantes de la Revolución. La «vocación» individual no era justificación suficiente para la elección de una carrera; el sentido del deber revolucionario podía y debía reemplazarla. Se puso a sí mismo como ejemplo:
Yo no creo que un ejemplo individual, hablando estadísticamente, tenga importancia ninguna, pero inicié mi carrera estudiando ingeniería, acabé siendo médico, después he sido comandante y ahora me ven de disertador… Es decir, que dentro de las características individuales, la vocación no juega un papel determinante… Creo que se debe constantemente pensar en función de masas y no en función de individuos… Es criminal pensar en individuos, porque las necesidades del individuo quedan absolutamente desleídas frente a las necesidades del conglomerado humano de todos los compatriotas de ese individuo.
En la práctica, esto significaba que se ampliarían algunas facultades y se reducirían otras. Por ejemplo, el campo de las humanidades se reduciría al «mínimo indispensable para el desarrollo cultural del país».
En abril apareció el manual del Che La guerra de guerrillas, publicado por el Departamento de Instrucción Militar del INRA. Estaba dedicado a Camilo Cienfuegos, cuya foto decoraba la cubierta; su antiguo camarada, montado a caballo, alzaba un fusil y sonreía bajo su sombrero de paja. «Camilo es la imagen del pueblo», escribió el Che. Los medios cubanos publicaron largos pasajes del libro y poco después no sólo los cubanos sino también los especialistas en contrainsurgencia de Estados Unidos y América Latina estudiaban el manual con gran interés.
El prólogo, titulado «Esencia de la lucha guerrillera», esbozaba las lecciones que el autor consideraba cruciales para los movimientos revolucionarios que intentaban emular la victoriosa guerra de guerrillas cubana:
- Las fuerzas populares pueden ganar una guerra contra el ejército.
- No siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución; el foco insurreccional puede crearlas.
- En la América subdesarrollada, el terreno de la lucha armada debe ser fundamentalmente el campo.
Dentro de Cuba la oposición se hacía más fuerte. Ya se gestaba un movimiento clandestino dirigido por Manuel Ray, profesor de la Universidad de La Habana desde su expulsión del gobierno, y otro grupo abiertamente disidente era la combativa Juventud Católica, que había iniciado su escalada desde la visita de Mikoyán. En las zonas rurales radicalizadas se producían hechos de violencia provocados por las expropiaciones de tierras sin compensación y el caos generalizado. Pequeños grupos contrarrevolucionarios, muchos de ellos integrados por exsoldados del Ejército Rebelde, entraban en actividad. En Oriente, un antiguo camarada del Che, Manuel Beatón, se había alzado en armas contra el Estado después de asesinar a otro excombatiente del Che, evidentemente por razones personales, y huir a la Sierra Maestra con veinte secuaces armados. En la Sierra Cristal, que había sido el teatro de operaciones de Raúl, el excombatiente Higinio Díaz había vuelto a la guerra en alianza con Jorge Sotús, un veterano del 26 de Julio que había conducido los primeros refuerzos rebeldes de Santiago a la sierra en marzo de 1957 y ahora se hallaba distanciado del movimiento. Ambos habían fundado el Movimiento de Rescate de la Revolución (MRR) con Manuel Artime, un exprofesor de la escuela naval que vivía exiliado en Miami. Con Artime en Miami, Díaz en la sierra y una red clandestina de apoyo en La Habana, el MRR no tardó en atraer la mirada benévola de la CIA.
En poco tiempo, los rumores de la campaña de reclutamiento de la CIA llegaron a conocimiento de los «escuchas» de Fidel en la gran comunidad cubana de Miami. A fines de abril, Fidel subió a la tribuna para acusar a Estados Unidos de tratar de crear un «frente internacional» en su contra y advertir a Washington que Cuba no era «una nueva Guatemala». El presidente guatemalteco Ydígoras Fuentes replicó que el Che trataba de organizar una fuerza guerrillera para invadir su país. El 25 de abril, los dos países rompieron relaciones.
Sin prestar atención al escándalo público, la CIA siguió adelante con sus planes; empezó a transmitir propaganda anticastrista a Cuba desde una emisora instalada en la diminuta isla Swan, vecina al archipiélago de las Caimán. El operador de la emisora era David Atlee Phillips, el mismo que seis años antes, en Guatemala, había sido el primero en alertar a la agencia sobre Ernesto Guevara.
Uno de los exiliados cubanos que atendió la llamada de la CIA ese verano fue Félix Rodríguez. Tenía diecinueve años y, después del fiasco de la invasión a Trinidad el año anterior, había regresado a la academia militar en Pensilvania. Se graduó en junio de 1960, regresó a la casa de sus padres en Miami y huyó para unirse al plan de la CIA. En septiembre se uniría a varios cientos de exiliados cubanos en Guatemala para recibir instrucción guerrillera de un filipino graduado en la academia militar norteamericana de West Point, veterano de la guerra contra los japoneses y los comunistas en su país. Con el tiempo aquella fuerza recibiría el nombre de Brigada 2506.
El Primero de Mayo, Fidel habló en la Plaza de la Revolución atestada de cubanos armados que desfilaban frente a la tribuna. Elogió las nuevas milicias y, como el Che, evocó la amenaza de la invasión inminente; los cubanos resistirían, combatirían y morirían sin miedo, como espartanos. Aprovechó la ocasión para dejar en claro dos cuestiones importantes: si moría, Raúl lo sucedería como primer ministro. Además, no habría elecciones; ya que «el pueblo» gobernaba Cuba, no había necesidad de votar. La multitud aplaudió y coreó la consigna, «¡Revolución sí, elecciones no!», además de otra nueva: «¡Cuba sí, yanquis no!»
A esas alturas, Estados Unidos calculaba que las fuerzas armadas cubanas tenían cincuenta mil hombres, el doble que en enero de 1959, además de otros tantos civiles incorporados a la nueva milicia popular… y crecían sin cesar. Si no se detenía el proceso de instrucción y armamento, en poco tiempo Cuba tendría el ejército más grande de América Latina. Los temores íntimos de Washington de que Fidel ya habría obtenido apoyo militar soviético se vieron confirmados por las declaraciones de dos oficiales batistianos ante el Senado norteamericano, el exjefe de estado mayor, Tabernilla, y el coronel Ugalde Carrillo; éste acusó a Fidel de construir bases de misiles soviéticas en la Ciénaga de Zapata. El canciller cubano Roa rechazó inmediatamente la acusación, que en ese momento recibió escaso crédito, pero en menos de un año la idea extravagante se haría realidad.
El acto militarista del Primero de Mayo, seguido una semana después por la decisión de Fidel de reanudar las relaciones con Moscú, inició el último asalto de la pelea entre su gobierno y los escasos medios independientes que aún sobrevivían en la isla. Los editoriales derechistas del Diario de la Marina compararon a Castro con «el Anticristo»; días después, grupos de «obreros» ocuparon la redacción y clausuraron las rotativas. El director pidió asilo y huyó del país. Antes de fin de mes se retiraron de la circulación los dos principales diarios independientes que quedaban, Prensa Libre y El Crisol, seguidos poco después por el diario en inglés Havana Post y La Calle.
Los primeros buques cisterna soviéticos ya cruzaban el Atlántico transportando petróleo para Cuba en cumplimiento del acuerdo comercial firmado con Mikoyán. Hasta entonces, las norteamericanas Esso y Texaco, juntamente con la británica Shell, que poseían sus respectivas refinerías en Cuba, habían abastecido a la isla con petróleo venezolano. Pero Cuba se había atrasado en sus pagos, y la deuda sumaba unos cincuenta millones de dólares. Para cobrar deudas había que hablar con el presidente del Banco Nacional, Che Guevara. Pero el gerente norteamericano de la Esso obtuvo una fría recepción y ninguna respuesta concreta.
El Che, que ya se sentía lo suficientemente confiado para desafiar a las petroleras norteamericanas, reveló a Alexeiev su plan de hacerles una oferta que sólo podrían rechazar, con lo cual tendría el pretexto necesario para apoderarse de sus instalaciones. El ruso le aconsejó que fuera cauto, pero el Che siguió adelante. El 17 de mayo informó a las petroleras de que podría pagar la deuda si cada una compraba trescientos mil barriles del petróleo soviético que estaba por llegar y lo procesaba en sus refinerías. Antes de responder, las empresas hicieron consultas en Washington, donde el gobierno les aconsejó que rechazaran la oferta del Che.
Las actividades de la oposición aumentaban, a la par que la represión del gobierno. Los miembros de un grupo rebelde en el Escambray integrado principalmente por estudiantes de la Universidad de Las Villas cayeron presos y fueron al paredón. El exdirigente de la CTC David Salvador pasó a la clandestinidad y poco después unió sus fuerzas a las del Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP), creado por Manuel Ray. El arzobispo de Santiago, Enrique Pérez Serantes, antes partidario de Fidel, denunció en una carta pastoral los nuevos vínculos comunistas y aparentemente bendijo la creciente violencia contra el gobierno: «Es mejor verter sangre que perder la libertad». Fidel, que deseaba evitar una confrontación con la Iglesia, no respondió. En Miami, la CIA forjó la «unidad» de los exiliados anticastristas al unificar el MRR de Artime y Justo Carrillo con el grupo encabezado por Tony Varona, el exprimer ministro de Prío. De allí surgió el Frente Democrático Revolucionario (FDR) para brindar una fachada política a la fuerza militar que se entrenaba en Guatemala.
Pero mientras los disidentes conformaban grupos de oposición separados por sus diversos intereses, la revolución de Fidel tomaba un impulso irrefrenable. En junio ordenó la expropiación de tres hoteles de lujo de La Habana con el mismo argumento que había utilizado el Che para justificar la «intervención» de las fábricas: sus propios dueños los subfinanciaban con el fin de que dieran pérdidas; por consiguiente, se imponía que el Estado se hiciera cargo de ellos. Fidel también recogió el guante que el Che había arrojado a las petroleras norteamericanas. Si no cumplían la petición cubana de procesar el petróleo soviético, se les confiscarían sus propiedades. Días después, Cuba expulsó a dos diplomáticos norteamericanos acusados de espionaje; Washington replicó con la expulsión de tres cubanos.
El enfrentamiento de voluntades se agravó rápidamente. Fidel advirtió a Estados Unidos que corría el riesgo de perder todas sus propiedades en la isla; confiscaría un ingenio por cada libra de azúcar reducido de la cuota azucarera si Washington cumplía su amenaza. El 29 de junio, mientras dos buques cisterna soviéticos atracaban en La Habana, ordenó la confiscación de la refinería Texaco; veinticuatro horas después hizo lo propio con las de Esso y Shell. De un solo golpe, Cuba se liberó de una deuda de cincuenta millones de dólares y se adueñó de una industria petrolera.
El 3 de julio, el Congreso de Estados Unidos autorizó al presidente Eisenhower a reducir la cuota azucarera cubana; Fidel respondió con una enmienda legal que autorizaba la nacionalización de todas las propiedades norteamericanas en la isla. El 6 de julio, Eisenhower canceló la cuota cubana para el resto del año, que sumaba unas setecientas mil toneladas. Fidel denunció la «agresión económica» e hizo alusiones claras al acuerdo armamentístico con los soviéticos al decir que «en poco tiempo» tendría las armas para sus milicias; fatídicamente, ordenó a seiscientas empresas norteamericanas que declararan sus bienes en Cuba.
Fue entonces cuando Jrushov tomó la palabra. El 9 de julio advirtió a Washington, aunque aclarando que hablaba en sentido «figurado», que «en caso de necesidad, artilleros soviéticos pueden apoyar al pueblo cubano mediante el fuego de los misiles», ya que Estados Unidos estaba dentro del alcance de la nueva generación de misiles balísticos intercontinentales soviéticos. Eisenhower rechazó las amenazas de Jrushov y declaró que Estados Unidos jamás permitiría la instauración de un régimen «dominado por el comunismo internacional» en el hemisferio occidental, que tal era la intención de Jrushov en Cuba. Al día siguiente, éste anunció que la Unión Soviética compraría las setecientas mil toneladas de azúcar deducidas de la cuota.
En La Habana, el Che sacudió un puño feliz en la cara de Washington: Cuba estaba protegida por «la mayor potencia militar de la Tierra; armas nucleares enfrentan al imperialismo». Nikita Jrushov insistió en que hablaba en términos «figurados», pero el mundo no tardaría en conocer la realidad de la amenaza. Y, como de costumbre, el Che había sido el primero en anunciarla.