IV

El veinteañero Ernesto llamaba la atención en sociedad como un tipo raro y atractivo, difícil de clasificar. En verdad, desafiaba las descripciones. Cultivaba una apariencia excéntrica y era inmune al ridículo.

En una época en que los jóvenes de su clase vestían impecables blazers, corbatas, pantalones bien planchados y zapatos lustrados para evitar el temido estigma de ser confundidos con el hijo de un obrero inmigrante, Ernesto usaba cazadoras mugrientas y enormes zapatos anticuados que compraba en las ventas de saldos.

El veinteañero cultivaba el arte del desaliño con gran eficacia. Como recuerda Dolores Moyano, ese desaliño era tema de conversación constante entre sus amigos.

«Hay que conocer la mentalidad de la oligarquía provinciana para apreciar el efecto notable del aspecto personal de Ernesto. Todos los chicos que conocíamos eran sumamente cuidadosos con su vestimenta y dedicaban mucho tiempo y dinero a estar a la última moda: botas de vaquero, jeans, camisas italianas, pulóveres ingleses, etcétera, en esos años cincuenta. La prenda preferida de Ernesto era una camisa de nailon, de color blanco pero que se había vuelto gris con el uso, que vestía constantemente y llamaba “la semanera” porque decía que la lavaba una vez por semana. Sus pantalones eran anchos, flojos y recuerdo que una vez se los sujetó con una cuerda de tender la ropa. Cuando Ernesto aparecía en una fiesta, se detenía la conversación y todo el mundo trataba de parecer despreocupado e indiferente. Ernesto disfrutaba muchísimo, era consciente de la sensación que causaba y demostraba un gran dominio».

Carecía por completo de oído musical; aprendió a bailar cuando sus amigos le enseñaron los pasos y el compás. Cuando empezaba una pieza, preguntaba si era un tango, un vals o un mambo. Sólo entonces invitaba a una muchacha a bailar y, llevando mentalmente el compás, la guiaba con torpeza.

«No tenía ni idea de bailar», recuerda su íntimo amigo Carlitos Figueroa, y añade que en esos días Ernesto era un «caradura», un seductor extrovertido e incansable que sólo bailaba para acercarse a la presa. Tenía pocas inhibiciones a la hora de seducir a una mujer que parecía disponible; el aspecto y la diferencia de edad le preocupaban poco.

Apenas unos pocos parientes y amigos íntimos recibían sus confidencias sobre estos juegos amorosos. Dice su primo Mario Saravia que Ernesto «era capaz de hacer cualquier cosa por un plato de comida». Como ejemplo, cita la relación de Ernesto con la criada de la familia, una indígena boliviana cuarentona llamada Sabina Portugal con quien Ernesto se acostaba habitualmente en Buenos Aires. «Era lo más feo que yo he visto en mujer —dice Saravia—, pero cuando lo invitaba, él iba a su cuarto».

Ernesto tenía un trato informal con sus padres, a quienes llamaba afectuosamente «vieja» y «viejo», pero también sabía reírse de sí mismo. Le encantaba su nuevo apodo de «el Chancho» porque indignaba a su padre, tan susceptible en lo referente a su posición social. Cuando Guevara Lynch descubrió que Carlos Figueroa era el autor del apodo, lo regañó con furia por considerarlo una ofensa al honor de la familia.

A pesar o posiblemente a causa del disgusto que causaba a su padre, Ernesto cultivó el apodo, y en la revista de rugby fundada y dirigida por él llamada Tackle, que llegó a publicar once números, firmaba sus artículos con el seudónimo Chang-Cho. Escritas en una ágil jerga deportiva plagada de anglicismos propios del rugby, las crónicas de Ernesto criticaban implacablemente los partidos.

Mientras se mostraba agresivo con su padre, era más solícito que nunca con su madre debido a sus problemas de salud. En 1946 le habían diagnosticado un cáncer de mama y practicado una mastectomía, y él temía una recidiva del mal. La «relación especial» entre madre e hijo llamaba la atención de los amigos de la familia. Algunos dicen que era tan especial que excluía a los demás hijos, y varios amigos recuerdan con pesar cómo afectó a Roberto. Físicamente más sano y dos años menor que Ernesto, Roberto llegó a ser un excelente jugador de rugby, pero en la familia sólo se hablaba de los triunfos de su hermano mayor al «conquistar» el asma. Según los familiares, Roberto tardó muchos años en superar el rencor que sentía hacia Ernesto desde la infancia.

En la familia, pasaban por alto el hecho de que Guevara Lynch y Celia no compartiesen la cama. Con el tiempo, los amigos se acostumbraron a que Guevara Lynch llegara avanzada la noche y, sin hacer caso de lo que sucedía a su alrededor, se tendiera a dormir en el sofá. En el contexto de sus excentricidades, esta conducta parecía normal.

En Buenos Aires se había acentuado la tendencia de Guevara Lynch a las fobias y las supersticiones. No podía salir sin olvidarse adrede de algo, por ejemplo de sus llaves, para tener que regresar. Si no lo hacía, era «mala suerte». Este rito se convirtió en una obsesión. Si alguien decía la palabra «víbora» en la mesa, él respondía inmediatamente «jabalí»: ése era el «antídoto» a la mala suerte que traía decir esa palabra.

Fiel a sus costumbres, Celia presidía su hogar como si fuera una tertulia literaria. La mesa del comedor era su trono. Allí pasaba horas interminables jugando al solitario —al que era tan adicta como al cigarrillo—, pero siempre estaba dispuesta a interrumpirlo para conversar o dar consejos a la gente joven.

En cuanto a los hechos prácticos de la vida cotidiana, Celia estaba más allá de todo eso. No tenía la menor idea de lo que sucedía en la cocina, y cuando la cocinera tenía el día libre, cocinaba lo que encontraba en la nevera sin hacer caso de cantidades ni recetas. Y cuando ésta estaba vacía, el hecho no alteraba su aplomo habitual.

Ningún visitante dejaba de advertir la ausencia de muebles, adornos y cuadros, ni de sorprenderse por la enorme cantidad de libros apilados por todas partes. No eran las únicas rarezas: la estufa siempre estaba en cortocircuito y las paredes tenían «corriente», como descubrían los desprevenidos que se apoyaban en ellas.

Así como Ernesto encontró el espacio y la quietud necesarios para el estudio en el apartamento de Beatriz y en la biblioteca universitaria, su padre buscó refugio en una oficina alquilada en la vecina calle Paraguay. Con un socio nuevo constituyeron una agencia inmobiliaria combinada con una empresa contratista para la construcción llamada Guevara Lynch y Verbruch. En poco tiempo consiguieron algunos contratos en la ciudad, pero como siempre le sucedía a Guevara Lynch, el negocio duró poco tiempo.[2]

Aunque el estudio tenía un dormitorio, Guevara Lynch instaló en él escritorios y tableros de dibujo, de modo que siguió durmiendo en el sofá de la calle Aráoz o en el apartamento de su hermana Beatriz.

Pero con tantas visitas en la calle Aráoz era inevitable que los jóvenes Guevara y sus amigos utilizaran la oficina para estudiar. El «viejo» Guevara les dio copias de las llaves, y sus hijos iban con sus amigos siempre que querían. Allí Ernesto «tragaba» para sus exámenes en la Facultad de Medicina, lo mismo que Roberto, estudiante de derecho. Celia, Ana María y Carlos Lino, el novio de ésta, todos estudiantes de arquitectura, preparaban allí sus proyectos, y durante un tiempo también fue la «redacción» de la efímera revista de rugby Tackle.

Siempre escaso de fondos, Ernesto inició una serie de negocios tan quijotescos como ingeniosos. Generalmente los emprendía en sociedad con su viejo amigo Carlitos Figueroa, estudiante de derecho en Buenos Aires y con los bolsillos tan vacíos como él. Su primera empresa obedeció a una idea de Ernesto. Decidió que el insecticida para langostas Gamexane sería también efectivo para eliminar las cucarachas domésticas. Después de ensayarlo en el vecindario con buen resultado, decidió iniciar la producción industrial. Y así, con Figueroa y un paciente del doctor Pisani, empezaron a envasar el producto mezclado con talco en cajas de cartón. Lo hacían en el garaje de su casa.

Como marca registrada se le ocurrió Al Capone, pero le dijeron que necesitaba autorización de la familia Capone. Después se le ocurrió Atila, para dar la idea de que al igual que el rey de los hunos el insecticida «arrasa con todo lo que se le cruza en el camino», pero ya existía un producto con esa marca. Finalmente adoptó la marca Vendaval, como el fuerte viento del sur, y la patentó. Entusiasmado con los progresos de su hijo, Guevara Lynch quiso presentarle algunos posibles inversores, pero Ernesto, desengañado por los socios de su padre, replicó: «¿Viejo, te crees que me voy a dejar tragar por alguno de tus amigos?»

La familia soportó la producción de Vendaval mientras pudo, pero despedía un hedor horrible y persistente. «Un olor nauseabundo se expandía por toda la casa —dijo su padre—. Nos sabía a Gamexane todo lo que comíamos; pero Ernesto, imperturbable, seguía con su trabajo». Sin embargo, el fin no tardó en llegar: los ayudantes primero y el propio Ernesto después empezaron a sentirse mal, y tuvieron que cerrar el negocio.

El siguiente fue producto de la imaginación del «Gordo» Figueroa. Debían comprar un lote de zapatos en una subasta mayorista para luego venderlos puerta por puerta a un precio más alto. Parecía una buena idea, pero después de obtener el lote en la subasta —que era a ciegas—, descubrieron que habían comprado una gran cantidad de saldos, muchos de ellos sin pareja. Al ordenarlos lograron formar una cantidad suficiente de pares. Después de venderlos, salieron a ofrecer pares de zapatos que se parecían entre sí.

Finalmente les quedó un lote de zapatos derechos e izquierdos sin pareja y lograron vender uno a un hombre cojo que vivía en la misma manzana. La familia y los amigos sugirieron que salieran en busca de gente coja para vender el resto. El recuerdo perduró porque durante algún tiempo —sin duda para disfrutar de las miradas que provocaba— Ernesto usó zapatos de distinto color.

Aparte de los negocios, Ernesto empezó a realizar experimentos médicos en casa. Durante un tiempo, en el balcón de su casa tuvo jaulas con conejos y cobayas a los que inyectaba agentes cancerígenos. Los ingredientes menos letales los ensayaba con sus amigos. Un día el ingenuo Carlos Figueroa se dejó inyectar, y al ver que reaccionaba a la sustancia hinchándose, Ernesto exclamó feliz: «¡Es la reacción que esperaba!» Luego le dio otra inyección para aliviar los síntomas.

Un condiscípulo de la Facultad de Medicina recuerda la ocasión en que viajaron en el metro de Buenos Aires con un pie amputado. Lo habían pedido a los ayudantes de la cátedra de anatomía para «estudiarlo» en casa y lo envolvieron en papel de periódico para el trayecto. El paquete mal atado provocó las miradas de horror de los pasajeros, y Ernesto, que había disfrutado enormemente, llegó a la casa partido de risa.

Así, las bromas pesadas de la infancia de Ernesto encontraron nuevos cauces en sus estudios de medicina, sus actividades deportivas y sus excursiones. Durante un tiempo se dedicó al vuelo sin motor. Los fines de semana que pasaba en un aeródromo de las afueras de Buenos Aires con su brioso tío Jorge de la Serna satisfacían en cierta medida su ansia de lanzarse a lo desconocido.[3]

Pero los momentos de mayor libertad los experimentaba en sus excursiones lejos de casa. En muchos de sus viajes en autostop, generalmente a Córdoba, lo acompañaba Carlitos Figueroa. El viaje, que en coche se realizaba en diez horas, les llevaba hasta tres días en camión y a veces debían pagarlo ayudando en la descarga del vehículo.

Esos viajes le proporcionaban gran placer a Ernesto, que anhelaba ampliar sus horizontes. La carretera lo atraía. El 1 de enero de 1950, al finalizar su tercer curso de medicina, partió hacia el interior en una bicicleta equipada con un pequeño motor italiano Cucchiolo; era su primer viaje solo.

Antes de partir se hizo tomar una fotografía de recuerdo. Aparece sentado en el velomotor, con los pies en el suelo y las manos en el manillar como en la salida de una carrera, ataviado con gorra, gafas de sol y cazadora de cuero. Lleva una cámara de repuesto colgada en bandolera como una canana de pistolero.

Enfiló hacia Córdoba con la intención de llegar a San Francisco del Chañar, ciento cincuenta kilómetros al norte, donde Alberto Granado trabajaba en un leprosario y era administrador de una farmacia.

Partió al atardecer, usó el motor hasta salir rápidamente de la ciudad y luego empezó a pedalear. Poco después lo alcanzó otro ciclista y siguieron camino juntos hasta el amanecer. Al atravesar Pilar, un pueblo de las afueras que constituía su primer objetivo y que según algunas «lenguas bien intencionadas» de la casa sería el fin de su aventura, «sintió por primera vez la felicidad del que triunfa». Estaba en camino.

Che Guevara
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