III
Satisfecho por la lealtad de un puñado de jóvenes comunistas bolivianos y convencido de que el magnífico poder de persuasión de Fidel desharía el entuerto con la conducción partidista, el Che no permitió que la ruptura con Monje afectara su visión del futuro. En carta a Fidel, conocido ahora con su nombre en clave «Leche», relató lo sucedido sin demostrar la menor alarma.[124]
En realidad, parecía que las cosas progresaban con pocos tropiezos. Tania había llegado a Ñancahuazú el mismo día que Monje, y el Che la envió a Buenos Aires en busca de Ciro Bustos y Eduardo Jozami, un joven periodista, estudiante de derecho y dirigente de una fracción disidente del Partido Comunista argentino, para ver si podían poner en marcha el movimiento guerrillero allá. Mientras tanto, su gente se apresuraba a organizar la red clandestina por toda Bolivia.
Moisés Guevara vino de visita en respuesta a su invitación. El Che le dijo que debería disolver su grupo y unirse a él como soldado raso, ya que no toleraría la actividad faccional. El Guevara boliviano lo escuchó con estupor, pero finalmente dijo que volvería al altiplano a reclutar más hombres para regresar con ellos.
En Ñancahuazú, los hombres del Che patrullaban la zona y en el campamento reinaba una aparente disciplina militar. Montaban guardia, traían agua y leña, se turnaban para cocinar y lavar, y organizaban «góndolas», como llamaban a las misiones de transporte para abastecer el campo. Algunos salían de caza para traer pavos y mulitas para la olla, y se reanudaron las clases de quechua. Desde luego, sufrían las penurias habituales de la vida en el monte: insectos molestos, tajos y raspaduras, ataques de fiebre palúdica, pero el Che tomaba las cosas con aplomo. «Día del “boro” —escribió el 11 de enero—. Se le sacaron larvas de moscas a Marcos, Carlos, Pombo, Antonio, Moro y Joaquín».
Se sumaban a esto los problemas habituales de conducta, y el Che se mostraba tan estricto como siempre al imponer la disciplina. Loro se tomaba demasiadas libertades y encontraba tiempo para «enamorar» a las mujeres cuando salía en busca de provisiones; Papi, a quien el Che había decidido conservar consigo, estaba deprimido, convencido de que había caído en desgracia porque Tania se había quejado de sus insinuaciones amorosas y el jefe lo había regañado por ello y también por lo que el Che llamó sus «muchos errores» en el trabajo de avanzado en Bolivia. Marcos, su lugarteniente, y de quien Tania se había quejado en Cuba, se mostró abusivo con los bolivianos. Tal como acostumbraba en la Sierra Maestra, el Che lo recriminó públicamente y lo degradó; en su lugar designó a Joaquín, el hombre de más edad.
El vecino Ciro Algañaraz era otro motivo de irritación. Lo habían visto husmear por ahí con otro hombre y un día Algañaraz se decidió a hablar con Loro. Le dijo que era un «amigo», que era de fiar, y quería saber qué tramaban Loro y sus compañeros. Éste se lo quitó de encima con brusquedad, pero días después un pelotón de soldados llegó al campamento, interrogó a Loro, secuestró su pistola, advirtió que los estaban vigilando y que si «pasaba algo» los tendrían muy en cuenta. Evidentemente, los vecinos creían que los guerrilleros eran contrabandistas y querían obtener algún beneficio.
El 1 de febrero, el Che dejó a unos pocos hombres en el campamento y partió con el resto para pasar una quincena de entrenamiento en el chaco circundante. Pero la quincena se transformó en una penosa odisea de cuarenta y ocho días plagados de extravíos, lluvias torrenciales, hambre, sed y marchas agotadoras. Tuvieron que subsistir con palmitos, monos, halcones y loros. El cansancio y la desmoralización provocaron riñas. También hubo desgracias. Dos jóvenes bolivianos se ahogaron en los ríos crecidos, lo cual, como advirtió Pombo, era una espeluznante coincidencia con el comienzo de la aventura congoleña cuando Laurent Mitoudidi murió ahogado. Por su parte, el Che lamentó esas muertes pero también la pérdida de seis armas valiosas.
El 20 de marzo, antes de llegar al campamento, el Che se dio cuenta de que algo andaba muy mal. Un pequeño avión volaba en círculos sobre Ñancahuazú. Enseguida se enteró del motivo por una partida que había salido a su encuentro.
Durante su ausencia habían llegado varios «voluntarios» de Moisés Guevara, pero estaban decepcionados por la vida en el campamento y porque los encargados cubanos los habían relegado a las tareas domésticas. Dos habían desertado, caído en manos del ejército y confesado todo lo que sabían: hablaban de «cubanos» y de un «comandante» llamado «Ramón». Días antes, las fuerzas de seguridad habían allanado la Casa de Calamina, afortunadamente en momentos en que estaba desierta. Se decía que el ejército había iniciado operaciones. El avión visto por el Che unos días antes evidentemente estaba espiando; los hombres le dijeron que hacía tres días que sobrevolaba la zona.
Al reanudar la marcha, se encontró con mensajeros que traían malas noticias. El ejército había regresado a la «finca», confiscado una mula y el jeep y detenido a un mensajero que partía para hablar con Moisés Guevara. El Che apretó el paso para llegar al campamento. Lo primero que vio allí fue «un ánimo de derrota», nuevos reclutas, «caos total» e indecisión entre sus hombres.
Para colmo debía ocuparse de varios huéspedes: Régis Debray, Ciro Bustos, Tania y Juan Pablo Chang. Tras llevar a Monje al campamento en Año Nuevo, Tania había estado muy ocupada: después de viajar a Argentina por orden del Che, había acompañado a Chang y a dos camaradas peruanos a Ñancahuazú y había regresado de nuevo con Debray y Bustos.
El Che se ocupó en primer término del Chino Chang, quien llegaba desde Cuba donde había pedido ayuda a Fidel para crear una nueva columna guerrillera en Perú; éste le dijo que debía obtener la aprobación del Che. «Quiere cinco mil dólares mensuales durante diez meses —escribió—… Le dije que en principio sí, sujeto a que en seis meses se alzara». Chang tenía el plan de formar un grupo de quince hombres e iniciar operaciones en la región andina de Ayacucho, en el sudeste peruano. El Che acordó enviarle algunos cubanos y armas; además analizaron la manera de comunicarse por radio.
En ese momento llegó el Loro. En su puesto de guardia río abajo del campamento había sorprendido y matado a un soldado. Era evidente que la guerra estaba por empezar, lo quisiera o no el Che.
Se apresuró a pulir los detalles con Chang y a continuación atendió a Debray. El francés menudo y pálido quería combatir, pero el Che le dijo que era más útil que promoviera la causa mediante una campaña de solidaridad en Europa. Lo enviaría a «la isla» con noticias y también escribiría una carta a Bertrand Russell, paladín de la paz internacional, para pedir que apoyara la creación de un fondo de ayuda al Movimiento de Liberación Boliviano.
Llegó el turno de Ciro Bustos, quien esperaba a su «contacto» en Argentina desde su regreso de Cuba y China el verano anterior. Éste había llegado al cabo de cinco meses: era Tania, quien le dijo que fuera a La Paz. Así tuvo el primer indicio de que el Che estaba en Bolivia. En aquella época, empezaba a dudar de la teoría del Che sobre la guerra de guerrillas basada en el campo. Pidió consejos a sus camaradas de confianza en Córdoba, quienes manifestaron dudas similares y lo instaron a expresarlas cuando viera al Che.
Con un pasaporte falso obtenido a última hora, voló a La Paz a finales de febrero. Allí recibió instrucciones de coger cierto autobús hacia la ciudad de Sucre. En él vio a otro hombre de aspecto europeo (era Régis Debray, como se enteraría poco después), y cuando el autobús ya salía de la ciudad, lo detuvo un taxi que llegaba a toda prisa y Tania subió de un salto. Bustos pensó que su manera de actuar y el transporte elegido eran el colmo de la imprudencia, pues llamaban mucho la atención. «Era una cosa muy extraña, los tres extranjeros en el bus, eran tres moscas, ahí seguimos un poco mirándonos así, yo no muy conforme con la cosa».
No fue la única muestra de imprudencia. Esa noche, en Sucre, fueron al mismo hotel y por iniciativa de Tania se alojaron en una sola habitación. «Seguro que se preguntaban si íbamos a hacer una orgía o algo así», dijo Bustos entre carcajadas al recordar las caras de los empleados del hotel. Para su estupor, Tania se desnudó despreocupadamente —al «estilo europeo» frente a él y Debray y se metieron en la cama.
Continuaron el viaje en un jeep conducido por Tania a velocidad suicida. Al día siguiente, en el restaurante donde debían reunirse con Coco Peredo, Tania se puso a hablar en voz alta, empleando gráficos modismos cubanos como «comemierda» y «coño». Para Bustos, era una muestra más de su conducta infantil.
En el campamento había varios reclutas bolivianos, pero el Che y la mayoría de los cubanos aún no habían regresado de la expedición. Al poco rato de su llegada, Tania sacó varios paquetes de fotografías tomadas en su visita anterior. Ahí estaban casi todos, posando con sus fusiles, entrenándose, cocinando, leyendo o conversando. Atónito, Bustos habló con Olo Pantoja, el cubano a cargo del campamento, y éste ordenó inmediatamente que le entregaran las fotos.
Durante la prolongada ausencia del Che había desaparecido la disciplina; Bustos dice que Olo estaba avergonzado porque la situación se le había escapado de las manos. Al día siguiente, dos «voluntarios» de Moisés Guevara se fueron de cacería con sus fusiles y no volvieron. Sonaron las alarmas; los dos habían visto las fotografías y oído a los demás hablar abiertamente sobre «Cuba» y otros asuntos delicados. Después de que una partida los buscó en vano, Olo ordenó la evacuación del campamento y todos se trasladaron a una guarida en el monte. Al cabo de pocos días, cuando los aviones empezaron a sobrevolar el campamento, comprendieron que sus temores estaban bien fundados: el ejército había capturado a los desertores. Fue entonces cuando regresaron los primeros hombres de la expedición del Che.
Bustos contempló al Che con estupor. «Estaba hecho pomada, totalmente desgarrado, no tenía ropa, tenía colgajos de camisa, del pantalón se le salía la rodilla, completamente destrozada la ropa…, y además muy flaco, pero imperturbable. Nos dimos un abrazo, fue muy emotivo para mí porque no hubo palabras ni nada».
Se quedó cerca para ver cómo el Che se hacía cargo de la situación mientras comía. Arengó a Olo y los otros hombres a cargo del campamento con un grado de «violencia verbal» que sorprendió a Bustos, quien nunca había presenciado nada parecido. Más tarde comprendería que era habitual en la conducta del Che. «Después estaba todo tranquilo, se ponía a leer sereno, y los tipos quedaban hechos mierda por ahí».
Cuando por fin pudieron conversar, lo primero que preguntó el Che fue por qué no había llegado antes. Bustos respondió que Tania no le había dado un plazo concreto. Nuevamente fue testigo de su severidad. Llamó a Tania y la recriminó furiosamente por haber tergiversado sus instrucciones: «Tania, coño, ¿qué te dije que le dijeras al Pelao?… ¡Para qué mierda digo yo las cosas!»
«No puedo repetírtelo exactamente —añadió Bustos—, pero eran cosas muy violentas, que no tenían nada de gracia y ella se puso a temblar… y se fue llorando». Más tarde el Che sintió pena por ella y pidió a Bustos que la consolara. (Estaba furioso con ella porque se había arriesgado al volver al campamento, cosa que él le había prohibido. Además, su otro huésped argentino, Eduardo Jozami, había llegado a Bolivia pero regresó a su país porque ella no concurrió a la cita concertada.)[125]
En cuanto al asunto que concernía a Bustos, el Che le dijo: «Mi objetivo estratégico es la toma del poder político en Argentina. Yo para esto quiero formar un grupo, preparar un par de columnas, columnas de argentinos, guerrearlas un poco por acá y entrar, en un plazo no muy corto… Quiero que ésa sea tu tarea, que me mandes a la gente, que la aguantes todo lo que puedas hasta que sea seguro, quiero que estés de coordinador para mandarme gente».
El Che agregó que había que hacer las cosas bien, «no como esta mierda donde cada uno hace lo que quiere». Dijo que debía acordar con Papi la manera de trasladar a la gente, y con Pombo el problema de las provisiones; mencionó los nombres de varias personas que servirían de enlaces para distintos fines. Añadió que su idea era constituir un mando central dividido en dos columnas, unos quinientos hombres en total entre bolivianos, argentinos y peruanos que más adelante se separarían para llevar la guerra a otras zonas.
Mientras el Che continuaba su exposición, Bustos se preguntaba cómo haría para montar una ruta de abastecimiento entre Ñancahuazú y Argentina. Y cómo establecería un enlace con Pombo si éste se encontraba con el Che en el monte. En ese momento no entraron en esos ni otros detalles, pero Bustos ya advertía una falta total de realismo. «Era algo mágico —dijo—. Fuera de este mundo…»
El Che dijo a Bustos que la primera prioridad era sacarlo de ahí para que llegara a salvo a Argentina, pero reinaba un clima denso de tensión e incertidumbre. La presencia de los guerrilleros había salido a la luz. Habían matado a un soldado. La aparición de una patrulla militar en su búsqueda era sólo cuestión de tiempo.