VIII
En su discurso triunfal del 26 de julio en Oriente, Fidel expresó lo que hasta entonces había sido la visión personal del Che al advertir a sus vecinos latinoamericanos que si no mejoraban las condiciones de vida de sus pueblos, «el ejemplo de Cuba convertiría a la Cordillera de los Andes en la Sierra Maestra del hemisferio». Fidel pudo decir que hablaba en términos simbólicos, pero desde luego no era así.
El Che sintió una gran emoción ante aquella adopción por parte de Fidel de su plan de «guerrilla continental» combinada con la amenaza velada de Jrushov a Washington. Dos días después, ante los delegados del Primer Congreso de Juventudes Latinoamericanas, habló en un tono emotivo atípico de él.
Y ese pueblo [cubano] que hoy está ante ustedes, les dice que, aun cuando debiera desaparecer de la faz de la tierra porque se desatara a causa de él una contienda atómica…, se consideraría completamente feliz y completamente logrado si cada uno de ustedes al llegar a sus tierras es capaz de decir:
«Aquí estamos. La palabra nos viene húmeda de los bosques cubanos. Hemos subido a la Sierra Maestra, y hemos conocido la aurora, y tenemos nuestra mente y nuestras manos llenas de la semilla de la aurora, y estamos dispuestos a sembrarla en esta tierra y a defenderla para que fructifique».
Y de todos los otros hermanos países de América, y de nuestra tierra, si todavía persistiera como ejemplo, les contestará la voz de los pueblos, desde ese momento y para siempre: «¡Así sea: que la libertad sea conquistada en cada rincón de América!»
Una vez más el Che invocó el espectro de la muerte, visualizado en una escala masiva, para ensalzar la belleza que hallaba en el sacrificio colectivo por la liberación. Habló con la convicción sincera de quien no tiene la menor duda acerca de la pureza de su causa. Sus palabras eran una liturgia destinada a ganar conversos. El Che Guevara, de treinta y dos años, se había convertido en el alto sacerdote de la revolución internacional.
Y el auditorio de jóvenes izquierdistas de todo el hemisferio, de Chile a Puerto Rico, lo escuchaba ávidamente. Saludó a Jacobo Arbenz, que estaba presente, con un sarcástico reconocimiento de su «valiente ejemplo» en Guatemala: los cubanos habían aprendido de las «debilidades» de su gobierno «para ir nosotros a la raíz de la cuestión y decapitar de un solo tajo a los que tienen el poder y a los esbirros de los que tienen el poder».
En Cuba se había hecho lo necesario: habían empleado el paredón y expulsado a los monopolios. Lo habían hecho contra la oposición de quienes predicaban la moderación, que en su mayoría habían resultado ser traidores. «La “moderación” es otra de las palabras que les gusta usar a los agentes de la colonia; son moderados todos los que tienen miedo o todos los que piensan traicionar en alguna forma. El pueblo no es de ninguna manera moderado».
A continuación atacó a Rómulo Betancourt, el presidente anticomunista de Venezuela, a quien había conocido y despreciado en 1953. Cuba no ocultaba que las relaciones se habían deteriorado, y el Che calificó a su gobierno de «prisionero de sus propios esbirros». También le hizo una advertencia al expresar confianza en que «… el pueblo venezolano no estará mucho tiempo prisionero de algunas bayonetas o de algunas balas, porque las balas y las bayonetas pueden cambiar de manos, y pueden resultar muertos los asesinos».
El Che aludía al autoritarismo de Betancourt, quien recurría a las fuerzas de seguridad para reprimir la oleada creciente de protestas contra su política y el reciente auge de la oposición política marxista a su gobierno. En mayo, el ala izquierda de su propio partido se había escindido para conformar el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), inspirado en el ejemplo revolucionario de Cuba. No pasaría mucho tiempo antes de que los miristas iniciaran una insurrección contra Betancourt con la colaboración del Partido Comunista venezolano. Evidentemente, al advertir a Betancourt en julio, el Che hablaba con conocimiento de causa.
A fines de agosto disertó ante un grupo de estudiantes de medicina, trabajadores de la salud y milicianos acerca de la «medicina revolucionaria» para advertirles sobre la posibilidad de que el país librara en breve una guerra de guerrillas «popular» masiva. La nueva generación de médicos debía enrolarse en las milicias revolucionarias —«la mayor expresión de la solidaridad del pueblo»— y practicar la «medicina social» para dar cuerpos sanos a los cubanos liberados por la revolución.
El Che recurrió a ejemplos de su propia vida: al iniciar sus estudios de medicina, dijo, había soñado con ser «un famoso investigador». «Soñaba con trabajar infatigablemente para conseguir algo que podía estar, en definitiva, puesto en disposición de la humanidad, pero que en aquel momento era un triunfo personal». Después de quedarse y de viajar por una América Latina atenazada por «la miseria, el hambre y la enfermedad», su conciencia política empezó a despertar. En Guatemala empezó a estudiar los medios para convertirse en médico revolucionario, pero entonces se produjo la derrota del experimento socialista. «Entonces me di cuenta de una cosa fundamental: para ser médico revolucionario o para ser revolucionario, lo primero que hay que tener es revolución. De nada sirve el esfuerzo aislado, el esfuerzo individual, la pureza de ideales…, si ese esfuerzo se hace solo… Para ser revolución se necesita esto que hay en Cuba: que todo un pueblo se movilice y que aprenda, con el uso de las armas y el ejercicio de la unidad combatiente, lo que vale un arma y lo que vale la unidad del pueblo».
Por consiguiente, la esencia de la revolución era la eliminación del individualismo. «El individualismo como tal, como acción única, de una persona colocada sola en un medio social, debe desaparecer en Cuba. El individualismo debe ser, en el día de mañana, el aprovechamiento cabal de todo el individuo en beneficio absoluto de una colectividad». La revolución no era «una niveladora de la voluntad colectiva»; antes bien era una «liberadora de la capacidad individual del hombre» porque orientaba esa capacidad al servicio de la revolución.
En esa conferencia ensayó un concepto que había empezado a desarrollar y que en poco tiempo se convertiría en sinónimo de su propio nombre: el «Hombre Nuevo».
¿Cómo hacer para compaginar el esfuerzo individual con las necesidades de la sociedad? Hay que hacer, nuevamente, un recuento de la vida de cada uno de nosotros, de lo que se hizo y se pensó como médico o en cualquier otra función de la salud pública, antes de la revolución. Y hacerlo con profundo afán crítico, para llegar entonces a la conclusión de que casi todo lo que pensábamos y sentíamos en aquella época ya pasada, debe archivarse y debe crearse un nuevo tipo humano. Y si cada uno es el arquitecto propio de ese nuevo tipo humano, mucho más fácil será para todos el crearlo y el que sea el exponente de la nueva Cuba.
Pocos días después de esa conferencia, el Che se reunió con René Dumont, un economista marxista francés que trataba de ayudar a Cuba en su dificultosa conversión al socialismo. Después de mucho viajar por el país, Dumont había llegado a la conclusión de que uno de los problemas más graves de las flamantes cooperativas agrícolas era que sus trabajadores no se sentían dueños de nada. Instó al Che a estudiar un plan mediante el cual los trabajadores que realizaban el mantenimiento de las cooperativas después de la cosecha recibirían una remuneración con el fin de inculcarles un sentido de la copropiedad.
El Che «reaccionó con violencia» frente a esa idea, dijo Dumont. Según él, lo que necesitaban los trabajadores cubanos no era un sentido de la copropiedad sino de la responsabilidad, y explicó claramente lo que quería decir.
Según Dumont, era «una suerte de visión ideal del Hombre Socialista, quien sería extraño al aspecto mercantil de las cosas al trabajar para la sociedad en lugar de las ganancias. Criticaba con vehemencia el éxito industrial de la Unión Soviética, donde en su opinión todo el mundo trabaja y se esfuerza por superar su cuota, pero sólo para ganar más dinero. No consideraba al Hombre Soviético un nuevo tipo de hombre, porque en el fondo no era distinto de un yanqui. Se negaba a participar conscientemente en la creación en Cuba “de una nueva sociedad norteamericana”».
Si lo comprendía bien, el Che parecía abogar por un «salto de etapas» en la transformación socialista de la sociedad cubana al pasar directamente del capitalismo al comunismo, tal como lo había intentado Mao en China con el drástico «Gran Salto hacia Adelante», la campaña de colectivización forzada de 1956. «En pocas palabras, el Che se adelantaba a su tiempo: en su pensamiento, ya había ingresado en la etapa comunista».
Por primera vez, el Che reconocía sin ambages la influencia comunista en la Revolución Cubana, a la vez que usaba argumentos fuertemente revisionistas para demostrar que ésta se había introducido por su propio peso. Aseguró que sólo después de combatir el «cercamiento y aniquilación» del ejército batistiano en la Sierra Maestra, «cayó en nuestras manos un folleto de Mao» y los rebeldes descubrieron que habían combatido con tácticas similares a las del dirigente chino contra un enemigo afín. Asimismo, sólo después de conocer las necesidades de los campesinos de la Sierra Maestra los rebeldes llegaron al umbral de la iluminación. ¿Era comunista la revolución?, se preguntó. «Si fuera marxista (y atención, que digo marxista), lo sería porque descubrió los caminos señalados por Marx a través de sus propios métodos». Como de costumbre, el Che anticipaba a Fidel; pasarían aún nueve meses antes de que el jefe máximo reconociera públicamente la «naturaleza socialista» de su revolución.
El desencanto creciente de los antiguos aliados de Fidel —ese verano, varios excamaradas de armas renunciaron a sus puestos— ahora se extendía al PSP.
Si bien había logrado muchos avances a partir de enero de 1959, era evidente que el Partido Comunista se subordinaba en forma creciente a Fidel. Jrushov ya había bendecido su preeminencia sobre el partido; se decía que en mayo le había asegurado en una carta privada que «no considera a partido alguno intermediario» entre Fidel y el Kremlin. Comunista o no, lo que se construía en Cuba era un culto de la personalidad a la antigua.
Miguel Ángel Quevedo, propietario y director de Bohemia, quien después de comparar a Fidel con Cristo el año anterior había perdido la fe, cerró su revista y huyó del país. Antes de partir, acusó a Fidel de reducir el país a un estado vergonzoso de «servidumbre rusa». El exprimer ministro Miró Cardona también huyó a Estados Unidos, donde poco después se unió a las fuerzas anticastristas. La Juventud Católica de Santiago realizó una gran concentración anticomunista; un sacerdote y varios miembros de la agrupación cayeron presos de un tiroteo en el que murieron dos agentes de policía. El cardenal Arteaga criticó duramente al gobierno en una nueva carta pastoral. Esta vez, Fidel respondió para deplorar las «provocaciones sistemáticas» de la Iglesia.
En Estados Unidos, la campaña presidencial entraba en la recta final a la vez que se aceleraban los cruces de acusaciones entre Washington y La Habana. Cuba era uno de los temas centrales de la campaña: los dos candidatos, el vicepresidente Nixon y el senador demócrata John F. Kennedy, rivalizaban en sus promesas de tomar medidas duras contra la isla. Kennedy ridiculizaba la «flojera» del gobierno de Eisenhower que había provocado la crisis; su gobierno, dijo, tomaría medidas enérgicas para restaurar la «democracia» en Cuba.
Los ataques de Kennedy dieron en la llaga. La Casa Blanca hizo aprobar leyes para sancionar a los países que compraban azúcar cubano con préstamos norteamericanos y retirar la asistencia a las fuerzas de seguridad de los países que prestaran cualquier tipo de ayuda a la isla. En el Departamento de Estado se desencadenó un agitado debate para determinar «quién perdió Cuba». Estados Unidos planteó el asunto en la Organización de Estados Americanos, y con la zanahoria de nuevas partidas de ayuda económica, hizo que una reunión de cancilleres en Costa Rica aprobara por unanimidad una declaración para condenar la intervención en el hemisferio de cualquier «potencia extracontinental», en evidente alusión a las relaciones cada vez más estrechas de Cuba con la Unión Soviética.
Fidel denunció la Declaración de San José con vehemente indignación. El 2 de septiembre hizo un discurso, conocido luego como la «Declaración de La Habana», en el que esbozó la posición de Cuba como ejemplo revolucionario para el hemisferio. Sin emplear la palabra «socialismo», proclamó la decisión cubana de defender los derechos de los oprimidos mediante la lucha contra la explotación, el capitalismo y el imperialismo; añadió que si Estados Unidos osaba atacar su país, «acogería» los misiles ofrecidos por Jrushov. Por último, anunció que su gobierno reconocería oficialmente a la China comunista.
Para remachar el clavo de la Declaración, Fidel efectuó un viaje jubiloso a Nueva York para la inauguración de la Asamblea General de las Naciones Unidas. En esta ocasión, hizo todo lo posible por fastidiar a Washington. Se alojó en el Hotel Theresa del barrio negro de Harlem, en la calle ciento veinticinco, en un alarde de solidaridad con los negros oprimidos. Recibió a Jrushov, quien lo abrazó efusivamente, y se reunió con los autoproclamados «antiimperialistas» Kwame Nkrumah, Nasser y Nehru. También lo visitaron los presidentes de Polonia y Bulgaria, países del bloque soviético. En la Asamblea General, Fidel y Jrushov conformaron una sociedad de admiración recíproca, aludieron a sus respectivos discursos para elogiar la Revolución Cubana, acusaron a Estados Unidos de agresión, reclamaron el desarme nuclear global y abogaron por una ONU renovada, no alineada.
Al mismo tiempo, el secretario general de la ONU, Dag Hammarskjöld, afrontaba la mayor crisis de la guerra fría que afectaba a Naciones Unidas desde la guerra de Corea. El Congo, recientemente independizado de Bélgica, estaba desgarrado por luchas intestinas por el poder, fuerzas armadas amotinadas y la secesión de Katanga, la provincia rica en cobre. Soviéticos, belgas, norteamericanos, la misma ONU, todos intervenían para apoyar a las diversas fracciones. En ese clima crispado de tensión, Jrushov hizo historia cuando interrumpió el discurso del primer ministro británico Harold Macmillan que reclamaba mejores relaciones entre Oriente y Occidente, golpeando furioso con su zapato sobre la tarima de la delegación soviética. Fidel, aunque menos espectacular, también despertó iras al pronunciar el discurso más largo de la historia de las Naciones Unidas: bastante más de tres horas de reloj. Eisenhower desairó ostensiblemente al barbudo insolente de Cuba, pero Fidel y su comitiva vocinglera acapararon todo el interés de la prensa.
Al regresar a La Habana (en un avión Ilyushin prestado por los soviéticos, ya que Estados Unidos expropió el suyo) Fidel empezó a desmantelar los últimos vestigios de la influencia norteamericana a la vez que ajustaba los mecanismos de control de la Revolución. El 28 de diciembre se crearon los Comités de Defensa de la Revolución (CDR). Éstos conformarían una red nacional de organizaciones cívicas: los residentes de cada manzana en todos los pueblos y ciudades de Cuba formarían un comité para asegurar la aplicación de los decretos revolucionarios y servir de fuerza de vigilancia para el aparato de seguridad estatal.
La embajada estadounidense en La Habana aconsejó a sus ciudadanos que abandonaran la isla. El reclutamiento y la instrucción de la milicia nacional —que según Fidel ya contaba con más de doscientos mil efectivosera la nueva prioridad.
Irónicamente, el número de exiliados cubanos que quería tomar las armas contra Fidel le causaba dolores de cabeza a la CIA, que continuaba su campaña de reclutamiento. En Miami, Justo Carrillo renunció a la alianza anticastrista auspiciada por Washington, mortificado por el ingreso de números crecientes de exbatistianos. Unos seiscientos hombres se entrenaban en los campamentos guatemaltecos, mientras grupos menores recibían instrucción guerrillera especializada en Panamá y Louisiana. En La Habana, el grupo de Manuel Ray entró en acción con un audaz asalto a La Cabaña que logró liberar a algunos oficiales encarcelados con Huber Matos; posteriormente, Ray huyó a Estados Unidos. Con todo, estos proyectos disímiles carecían del menor grado de cohesión y de un caudillo capaz de imponer su voluntad a los demás; en pocas palabras, entre los antifidelistas no había un Fidel.
A principios de octubre, las tropas del gobierno apresaron después de un tiroteo a un grupo de cubanos y norteamericanos armados, y días después hallaron un depósito de armas y municiones que un avión de la CIA había arrojado sobre las montañas del Escambray. Ya había un millar de rebeldes en la región, que contaban con las armas y provisiones arrojadas desde el aire por la CIA, y con la ayuda en tierra del mercenario expatriado norteamericano William Morgan y uno de sus antiguos camaradas, el exseñor de la guerra en el Segundo Frente Jesús Carreras. Aleccionado por sus propias penurias en la Sierra Maestra, Fidel ordenó al ejército y las milicias que llevaran a cabo la evacuación forzada del campesinado de la región para privar a los rebeldes de alimentos e información. En poco tiempo la mayoría de los rebeldes —incluidos Morgan y Carreras— habían muerto en combate o en el paredón, pero los focos de actividad contrarrevolucionaria subsistirían en el Escambray durante varios años más.
En medio de esos sucesos, el Che, Raúl y Fidel asistieron a los festejos del undécimo aniversario de la República Popular China presididos por el jefe de la nueva delegación comercial china en La Habana. Se firmaron acuerdos de intercambio comercial con Hungría y Bulgaria.
El mismo mes, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir regresaron a Cuba invitados por Fidel. Esta vez no quedaron tan embelesados como la primera. «La Habana había cambiado; no había más clubs nocturnos ni casinos ni turistas norteamericanos; en el semidesierto Hotel Nacional, milicianos y milicianas muy jóvenes daban una conferencia. Por todas partes, en las calles, se entrenaba la milicia».
El clima era tenso debido a los rumores de una invasión, la revolución se había «endurecido» y un aire notable de uniformidad se infiltraba en todos los aspectos de la vida cubana. Cuando preguntaron a los obreros de una fábrica textil cómo habían mejorado sus vidas después de la revolución, un dirigente sindical se adelantó rápidamente para hablar en su nombre y repitió como un loro el dogma oficial. El «realismo socialista» de tipo soviético había penetrado en la arena cultural; varios escritores dijeron a la pareja francesa que practicaban la autocensura y el poeta Nicolás Guillén dijo que consideraba «contrarrevolucionaria toda investigación en materia técnica y formal».
Partieron en pocos días, y Simone de Beauvoir concluyó que en Cuba había «menos alegría, menos libertad, pero mucho progreso en ciertos frentes». Como ejemplo de éste mencionó una cooperativa agrícola que la había impresionado favorablemente; con todo, «la “luna de miel de la revolución” había terminado».