III
El comienzo de 1955 trajo pocos cambios a la vida de Ernesto. Su existencia era la de un joven vagabundo argentino que buscaba cualquier trabajo en un país extranjero, que por casualidad tenía título de médico. Como siempre, estaba sin dinero. El «statu quo» con Hilda tenía altibajos, pero a partir de Año Nuevo se había estabilizado. Aparentemente esto se debió no tanto a una conciliación de sus diferencias fundamentales como al hecho de que Ernesto necesitaba a Hilda para pedirle dinero de vez en cuando y, como escribió en su diario, para satisfacer su «necesidad urgente de una mujer dispuesta a coger». Ya la conocía lo suficiente para tener la certeza de que siempre estaría disponible para ambas cosas.
Para reconciliarse después de su ausencia en Año Nuevo, le hizo tardíamente un regalo: un ejemplar en miniatura del clásico argentino Martín Fierro de José Hernández encuadernado en cuero verde. Siempre había sido uno de sus libros preferidos. Escribió una dedicatoria que a ella seguramente la exasperó por su ambivalencia, pero que no obstante consideró una prueba de sus sentimientos. «A Hilda, para que en el día de nuestra separación conserves el sentido de mi ambición de nuevos horizontes y mi fatalismo militante. Ernesto 20-1-55».
Hilda no conseguía trabajo, pero recibía dinero de su familia y tenía de qué ocuparse. En enero se había inscrito en un curso de dos meses sobre la revolución mexicana en la Universidad Autónoma. Discutía las clases con Ernesto y juntos leían libros sobre el tema como México insurgente de John Reed y las memorias de Pancho Villa.
Para entonces una decena de moncadistas cubanos vivían en la capital mexicana. Varios de ellos ocupaban una pensión en la calle Gutenberg. Ñico López y Calixto García se alojaban en el céntrico Hotel Galveston. Todos se mantenían en contacto con la coordinadora extraoficial del movimiento, María Antonia González, en su apartamento de un feo edificio moderno de color rosado en la calle Emparán, 49, en el centro de la ciudad. Desde su encuentro fortuito con Ñico López en el hospital, Ernesto se reunía ocasionalmente con él y sus camaradas y empezaba a conocer a los recién llegados. Contrató a dos, Severino «el Guajiro» Rossell y Fernando Margolles, para que revelaran las fotografías que tomaba por encargo de la Agencia Latina en los segundos Juegos Panamericanos, realizados en marzo. Otro moncadista, José Ángel Sánchez Pérez, llegó de Costa Rica y se alojó en la pensión de Ernesto en la calle Tigres. Meses antes, Sánchez Pérez había combatido en Costa Rica contra una invasión respaldada por Somoza que intentaba derrocar al presidente Figueres.
Poco antes de los juegos, Sánchez Pérez presentó a Ernesto en casa de María Antonia. Según Heberto Norman Acosta, investigador del Consejo de Estado cubano y yerno de un expedicionario castrista que durante quince años estudió el período de «exilio» anterior a la Revolución Cubana, ella lo aceptó como amigo de confianza debido a sus contactos con Ñico López, Calixto García y los demás cubanos. También congenió con el esposo de María Antonia, el luchador Dick Medrano, y empezó a visitarlos regularmente.
Entretanto, Hilda anhelaba reanudar sus relaciones, interrumpidas por Ernesto debido a una rencilla. «Ya que echaba de menos a Ernesto y quería reconciliarme —escribió—, decidí que debía tomar la iniciativa». Tuvo su oportunidad cuando Myrna Torres regresó de Canadá para casarse con su novio Humberto Pineda, quien había llegado a México después de meses de vida clandestina en Guatemala. «Aprovechando su amistad, le pedí que me acompañara a visitar la casa de los cubanos; sabía que Ernesto solía ir allá a revelar las fotos». La visita satisfizo sus expectativas. Ernesto aceptó ir a visitarla y, tal como esperaba, reanudaron la relación.
Con el fin de los Juegos Panamericanos llegó la mala noticia del cierre de la Agencia Latina. La agencia internacional de noticias creada por Perón daba pérdidas, y con el cierre Ernesto perdió su fuente principal de ingresos. Calculó que la agencia le debía cinco mil pesos, «cantidad que me viene muy bien, pues con ella puedo pagar algunas deudas, viajar por México e irme a la mierda», escribió. Esperó ese dinero con ansias, pero por las dudas se quedó con una de las cámaras de la agencia.
«Científicamente» empezaba a abrirse paso. Había rechazado una oferta tentadora de trabajar en Nuevo Laredo, sobre la frontera con Estados Unidos, porque no quería firmar un contrato por dos años. En una altanera carta fechada el 9 de abril, rechazó el ofrecimiento de su tía Beatriz de utilizar sus contactos para conseguirle trabajo en la industria farmacéutica.
«Pese a todo mi vagabundaje, mi informalidad reiterada y otros defectos, tengo convicciones profundas y bien definidas, esas convicciones me impiden hacerme cargo de un puesto del tipo del descrito por vos, pues ésas son cavernas de ladrones de la peor especie, ya que trafican con la salud humana que se supone está bajo mi calificada custodia… soy pobre pero honrado». Y por si la pobre Beatriz tenía alguna duda sobre el origen de esas convicciones, firmó la carta: «Stalin II».
En abril, viajó a León, estado de Guanajuato, para asistir a un congreso sobre alergias. Allí presentó un trabajo sobre «Investigaciones cutáneas con antígenos alimentarios semidigeridos». Obtuvo según él una «discreta acogida», pero un buen comentario del doctor Salazar Mallén, su jefe en el Hospital General de México, y la promesa de que sería publicado en la edición siguiente de la revista Alergia. Salazar Mallén también le ofreció el internado en el Hospital General y una ayuda monetaria para hacer un trabajo de investigación.
Salazar Mallén cumplió su promesa en mayo. Ernesto inició el internado en el Hospital General con el minúsculo salario de ciento cincuenta pesos mensuales más alojamiento, comida y servicio de lavandería. El trabajo bastaba para cubrir sus necesidades básicas. «Pronto hubiera pasado a la nota policial como muerto de inanición —escribió a su madre—, si no fuera por la caridad de manos amigas». El salario le era indiferente: «El dinero es un lujo interesante pero nada más».
Hilda le propuso matrimonio y mantenerlo. «Yo dije no —escribió—. Quedamos como amantitos hasta que yo me largue a la mierda, que no sé cuándo será». Pero poco después aceptó la invitación de vivir con ella en el nuevo apartamento que compartía con Lucila Velásquez, en la calle Rhin. Hilda tenía un trabajo eventual en la Comisión Económica para Latinoamérica y el Caribe de la ONU (CELAC). Debía escribir un informe sobre el café en El Salvador. Luego obtuvo un puesto en la oficina de estadística de la Oficina Panamericana de la Salud, dependiente de la Organización Mundial de la Salud.
La convivencia con Hilda no sólo resolvió el problema alimentario —y le dio una vivienda más cómoda que el cuarto en el hospital— sino que amplió el círculo de sus contactos. Hilda tenía muchos conocidos en la floreciente comunidad de exiliados de México, engrosada en los últimos tiempos por el éxodo guatemalteco. Uno era el exiliado cubano Raúl Roa, director de la revista Humanismo, y el codirector Juan Juarbe y Juarbe, exiliado puertorriqueño. También estaban el joven abogado peruano Luis de la Puente Uceda,[22] dirigente del ala juvenil izquierdista del APRA, y Laura Meneses, la esposa peruana de Pedro Albizu Campos, el militante independentista puertorriqueño encarcelado en Estados Unidos desde 1950 por encabezar un asalto al palacio del gobernador en San Juan. Como en Guatemala, Hilda le presentó a sus conocidos.
Ernesto congenió sobre todo con los puertorriqueños. Hilda y él los visitaban para discutir la política latinoamericana y en especial el problema de la independencia de Puerto Rico, una causa por la que sentía profunda simpatía. Ricardo Rojo, que venía de hacer un año de posgrado en la Universidad de Columbia, en Nueva York, pasó por la ciudad y juntos asistieron al desfile anual del Primero de Mayo. Aún se consideraban amigos, aunque era más claro que nunca que, desde el punto de vista político, ocupaban polos opuestos: Rojo abogaba por las formas pacíficas de la reforma política democrática, Ernesto por drásticas soluciones revolucionarias a los males de la sociedad.
La relación con Hilda cayó en una rutina monótona, aunque no desdichada, de trabajo, estudio y vida doméstica. Se reunían con sus amigos, a veces iban al cine y cocinaban en casa. Muchas noches, al volver a casa, Lucila los hallaba absortos en sus estudios, generalmente de economía. En esas ocasiones pasaba de puntillas, sin decir palabra, directamente hacia su habitación.
A mediados de mayo, Ernesto e Hilda consagraron su unión con un fin de semana a solas en el popular centro veraniego de Cuernavaca, cerca de la capital, y empezaron a explorar otros lugares de interés en las cercanías. A mediados de junio escribió a su madre que su vida seguía un «monótono ritmo dominical».
Pero en Cuba se aceleraba el proceso político. Batista, candidato único, había ganado las elecciones de noviembre, y en enero Eisenhower le dio su bendición por medio de una visita protocolar del vicepresidente Richard Nixon. En abril, durante la Semana Santa, el director de la CIA, Allen Dulles, fue a La Habana y se reunió con Fulgencio Batista. Preocupado por el avance del comunismo en el hemisferio, Dulles convenció a Batista de que debía crear una agencia policial de inteligencia para afrontar la amenaza. Así se creó el Buró de Represión a las Actividades Comunistas, con fondos y asesoramiento de la CIA. Las actividades del BRAC no tardarían en granjearle una fama siniestra.
Lo irónico es que ni Dulles ni el jefe de la CIA en La Habana pensaban en Fidel Castro cuando aconsejaron la creación del BRAC. En mayo, una ley de amnistía liberó a Fidel Castro, su hermano Raúl y otros dieciocho moncadistas encarcelados en la isla de Pinos. Batista describió su desafortunado acto de clemencia como un gesto de buena voluntad en honor del Día de la Madre.