I
Inmediatamente después de la muerte de su abuela, Ernesto informó a sus padres que había resuelto estudiar medicina en lugar de ingeniería. El mismo mes solicitó el ingreso en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires.
El edificio de la facultad es un monolito del modernismo temprano: implacablemente gris, rectilíneo, con ventanas pequeñas hundidas en nichos. Los quince pisos sombríos de este frío monumento a la ciencia médica se alzan hacia el cielo en medio de un barrio elegante de casas finiseculares con cielos rasos abovedados, balcones con rejas de hierro forjado y puertas ventanas de doble hoja. Se halla frente a una plaza abierta dominada tan sólo por la suave cúpula labrada a mano de una vieja capilla católica. Aquí y allá, bajorrelieves de bronce sobre lajas de piedra muestran a cirujanos operando a sus pacientes.
Guevara nunca explicó exactamente por qué había escogido la carrera de médico. Años después diría que lo motivaba el deseo de un «triunfo personal». «Soñaba con ser un famoso investigador… que trabajaba infatigablemente para descubrir algo que pudiera poner definitivamente a disposición de la humanidad».
Había demostrado que era un buen estudiante de ciencias y la elección de la carrera de ingeniería era la elección más fácil, pero esa disciplina no lo apasionaba. La medicina le ofrecía la posibilidad de hacer algo que valía la pena. La familia atribuyó su decisión a su sentimiento de impotencia ante la incapacidad de la medicina para paliar los sufrimientos de su abuela agonizante, por lo que había resuelto hacer algo para aliviar el sufrimiento humano. El dolor provocado por su muerte, a pesar de su avanzada edad, tal vez motivó la decisión de Ernesto de cambiar de carrera, pero la elección de ciertas especialidades demostraría rápidamente que también lo obsesionaba la búsqueda de una cura para su asma.
Además de estudiar, Ernesto tuvo una serie de trabajos a tiempo parcial, de los cuales el más apasionante y duradero fue el de la Clínica Pisani, un instituto especializado en alergias. Al concurrir como paciente para el tratamiento de su asma, reveló una inteligencia e interés tales que el doctor Salvador Pisani le ofreció un puesto de ayudante de investigación ad honorem. Para un joven estudiante de medicina era una extraordinaria oportunidad de participar en un campo nuevo de la investigación médica.
Pionero de un método para el tratamiento de las alergias que consistía en administrar a los pacientes vacunas hechas con sustancias alimenticias semidigeridas, Pisani había tratado el asma de Ernesto con cierto éxito. Ernesto estaba tan entusiasmado con esos resultados positivos y su propio trabajo de laboratorio que decidió hacer su carrera médica como especialista en alergias.
La clínica, una empresa familiar, se convirtió en una suerte de hogar sustituto. El doctor Pisani vivía con su madre y su hermana Mafalda en una casa espaciosa junto a la clínica y los tres rápidamente le tomaron afecto a Ernesto. Las mujeres le preparaban jugos de zanahoria, pan de maíz y tortitas de avena para sus dietas para el asma y le preparaban un lecho cuando padecía un ataque. Ernesto mejoraba gracias a sus cuidados maternales, y el doctor Pisani empezaba a considerarlo su protegido, alguien que seguiría sus pasos y llegaría lejos en la investigación de las alergias.
En esa época, Ernesto se convirtió para su padre en una figura fugaz, siempre atareada, sin tiempo para nada. «… Activo y diligente, corría de un lado a otro para cumplir con sus obligaciones. ¿Y cómo no había de andar apurado? Tenía que trabajar para ganarse la vida porque yo poco lo ayudaba, y además él no quería que le diera un centavo. Se las arreglaba como podía».
Pero la apariencia diligente disimulaba un mundo interior fuertemente agitado. Meses atrás, en Villa María, había expresado sus pensamientos tumultuosos en cuatro páginas de un pequeño cuaderno. El texto, escrito como poema en verso libre, ofrece una valiosa oportunidad para escudriñar las emociones perturbadas de Ernesto Guevara en un momento crucial de su vida. El siguiente es un pasaje del texto correspondiente al 17 de enero de 1947.
¡Lo sé! ¡Lo sé!
Si me voy de aquí me traga el río…
Es mi destino: ¡hoy debo morir!
Pero no, la fuerza de voluntad todo lo puede.
Están los obstáculos, lo admito.
No quiero salir.
Si tengo que morir, será en esta cueva.
Las balas, qué me pueden hacer las balas si mi destino es morir ahogado.
Pero voy a superar mi destino.
El destino se puede alcanzar con la fuerza de voluntad.
Morir, sí, pero acribillado por
las balas, destruido por las bayonetas, si no, no.
Ahogado no… un recuerdo más perdurable que mi nombre
es luchar, morir luchando.
La evidente conmoción interior de Ernesto, que claramente trascendía cualquier preocupación que pudiera sentir con respecto a los problemas de su familia o a la elección de carrera, se refería a cuestiones tales como la fuerza interior, el destino y si convenía seguir un camino «seguro» o «arriesgado» en la vida: «Morir, sí, pero acribillado por las balas, destruido por las bayonetas, si no, no. Ahogado no…»
Al mismo tiempo, la mención de morir ahogado, «el pozo profundo», bien puede ser una alusión simbólica a su asma, que había impuesto limitaciones a su vida y seguramente en su opinión trazaba un camino predeterminado hacia la muerte. Parecía decir que debía combatir ese mal hasta vencerlo por la fuerza de la voluntad. Pero a falta de una explicación del propio Ernesto Guevara sobre su significado preciso, conviene analizar el texto como lo que sin duda fue: una melodramática expresión de sentimientos por parte de un muchacho de dieciocho años desconcertado y ensimismado.
Habían sido meses traumáticos para Ernesto. El fracaso matrimonial y económico de sus padres, la mudanza forzosa a Buenos Aires y últimamente la muerte de su querida abuela habían provocado el derrumbamiento estrepitoso de su sentido de la seguridad familiar. Como hijo mayor, sentía la obligación y el peso de «ayudar», y debió de sentir de un día para el otro que su futuro estaba hipotecado. Ese sentido del deber para con la familia lo embargó antes de que la noticia de la muerte de su abuela lo arrastrara a Buenos Aires. Poco antes de abandonar Villa María había escrito a su madre: «Contame cómo resolviste el problema de la vivienda y si los chicos tienen escuela…»
Ahora estaban reunidos en Buenos Aires, pero la vivienda seguía siendo un problema debido a la falta de dinero. Sin otra alternativa, durante un año la familia vivió en el apartamento de la difunta Ana Isabel. Luego Guevara Lynch vendió el yerbatal en Misiones y entregó el dinero a Celia para que comprara una vivienda.
Consiguió una casa vieja y fea en la calle Aráoz 2180, con desagradables inquilinos ancianos en la planta baja. Sin embargo, estaba bien situada, en el límite del exclusivo barrio de Palermo, con sus bosques y campos de deportes. Nuevamente tenían vivienda propia, pero la situación había cambiado. Los hijos mayores tenían que conseguir trabajos remunerados, y los padres, aunque casados por ley, estaban «separados». Ernesto Guevara Lynch ya no compartía la cama con Celia sino que dormía en un sofá en la sala.
El trastorno de la situación familiar provocó un cambio fundamental en la relación de Ernesto con su padre. «Con Ernesto nos tratábamos mano a mano. Nos hacíamos bromas como si fuéramos de la misma edad —escribe Guevara Lynch—. Él me “cargaba” continuamente. Apenas nos encontrábamos en la mesa de nuestra casa, me pinchaba con chanzas de carácter político… Ernesto, que tenía entonces veinte años, en esa materia me sobraba [ganaba por mucho] y nos enzarzábamos continuamente en discusiones. Para quien nos escuchara parecía que estuviéramos peleando. Nada de eso. En el fondo entre nosotros existía una verdadera camaradería».