II

En mayo, Ernesto cumplió su antiguo anhelo de poner a prueba sus dotes de actor, aunque no lo hizo como extra cinematográfico. Bayo y Ciro Redondo, un colaborador íntimo de Fidel, habían descubierto una hacienda que estaba a la venta en Chalco, unos cincuenta kilómetros al este de la ciudad. El inmenso Rancho San Miguel, con sus prados y sus colinas accidentadas, era el terreno ideal para el entrenamiento guerrillero. La casa no era grande, pero la propiedad estaba rodeada por un muro de piedra alto, propio de una fortaleza, rematado por garitas almenadas en las esquinas. El único problema era el precio: casi doscientos cincuenta mil dólares. El dueño del rancho, un sujeto pintoresco llamado Erasmo Rivera, había combatido con Pancho Villa en su juventud, pero aparentemente la revolución no lo había inmunizado contra la codicia.

En las negociaciones con Rivera, Bayo se hizo pasar por un rico «coronel salvadoreño» interesado en comprar una hacienda fuera de su país. Entusiasmado por la perspectiva de la venta, Rivera cayó en el engaño, y entonces Bayo le presentó al «coronel», que no era otro que Guevara con su acento extranjero. Fuese porque Rivera no sabía distinguir el acento salvadoreño del argentino o bien porque decidió no hacer preguntas que pudieran ofender al adinerado cliente, el embuste funcionó. Rivera aceptó un alquiler simbólico de ocho dólares mensuales mientras se efectuaban ciertas reparaciones acordes con las instrucciones del «coronel», para después concretar la venta. Varias decenas de «trabajadores salvadoreños» vendrían a realizar los trabajos.

Concretado el negocio, Fidel ordenó a Bayo que formara un grupo de combatientes, los primeros en ir al rancho. Bayo, que tenía un alto concepto de Ernesto —años después lo llamaría «el mejor guerrillero de todos»—, lo designó su «jefe de personal». A fines de mayo fueron al rancho con el primer grupo de reclutas. Al despedirse de Hilda, Ernesto dijo que tal vez no volvería. (Fidel había localizado una lancha torpedera de la armada norteamericana que estaba a la venta en Delaware; esperaba comprarla y traerla a México a tiempo para zarpar hacia Cuba en julio. Si se cumplían sus planes, al finalizar el entrenamiento irían directamente del rancho al embarcadero y de allí a Cuba.)

En Chalco se instituyó un régimen de entrenamiento severo. El cuartel era el casco amurallado del Rancho San Miguel, pero los reclutas pasaban la mayor parte del tiempo realizando incursiones desde dos campamentos rudimentarios en las áridas colinas sembradas de vegetación espinosa con el fin de prepararse para los rigores que los aguardaban en Cuba. La comida y el agua eran escasas; Bayo y el Che encabezaban excursiones y marchas nocturnas del crepúsculo al amanecer. Cuando no avanzaban con dificultad a través de la maleza, realizaban simulacros de combate y montaban guardia.

Por primera vez, el Che compartía la vida cotidiana de los cubanos. Algunos aún tomaban a mal su presencia, ya que lo consideraban un intruso extranjero, y ahora era su jefe inmediato. Demostró ser rígido en la aplicación de la disciplina, pero a la vez participaba en todas las marchas y ejercicios además de cumplir sus deberes de médico.

Seguramente los cubanos se sorprendieron al descubrir que el médico argentino, culto y de buena cuna, era también un sujeto desaliñado y tosco. Ya en la ciudad llamaba la atención con su raído traje marrón, que evidentemente no concordaba con la imagen de un «profesional». Aunque revolucionarios, los cubanos eran conscientes de su imagen, y en la América Latina socialmente estratificada de los años cincuenta un hombre que se respetara sólo salía a la calle bien vestido y acicalado. En el campo, descubrieron que no era demasiado aficionado al baño. Según Hilda: «Ernesto se reía de los cubanos y su manía por la pulcritud. Cada día al terminar el trabajo todos se bañaban y mudaban de ropa. “Todo está muy bien —decía él—, ¿pero qué van a hacer en la sierra? Dudo de que podamos bañarnos o mudarnos de ropa.”»

Como ejemplo de la severidad del Che, uno de los rebeldes cubanos, el cantautor mulato Juan Almeida, relata un incidente en que uno de los hombres se negó a seguir adelante, disgustado por las largas marchas, la disciplina excesiva y la escasez de comida. Según Almeida, el infractor «se sentó en el camino en franca protesta contra la dirección española [Bayo] y argentina [Guevara]».

Frente a semejante insubordinación, el Che ordenó el regreso inmediato al campamento. Una violación tan grave de la disciplina se castigaba con la muerte. Notificaron el hecho inmediatamente a Fidel y Raúl, quienes acudieron desde Ciudad de México para celebrar un consejo de guerra. De acuerdo con la actitud tradicional de la Revolución Cubana de pasar por alto los episodios desagradables, Almeida se abstuvo de identificar al recluta insubordinado, pero en las memorias de Alberto Bayo se relata el dramático proceso del hombre identificado como Calixto Morales. Según Bayo, los hermanos Castro exigieron la pena de muerte para «exterminar» la «enfermedad contagiosa» antes de que infectara a sus camaradas. A pesar del alegato de Bayo en su favor, Morales fue condenado a muerte. Sin embargo, Fidel lo perdonó y Morales recuperó sus favores durante la guerra de guerrillas. Según la historiadora cubana María del Carmen Ariet, fue salvado de la ejecución gracias a la intercesión del Che, el mismo que había convocado el consejo de guerra.

Se dice que el verdugo de Morales debía haber sido Universo Sánchez, el jefe de contraespionaje de Fidel en esa época. En una entrevista con Tad Szulc, autor de la biografía más exhaustiva de Fidel Castro, Sánchez reveló que hubo otros juicios y que por lo menos uno de ellos, el de un espía infiltrado, terminó con la ejecución del reo. Escribe Szulc: «El hombre, cuya identidad se desconoce, fue sentenciado por un consejo de guerra realizado en una casa clandestina y ejecutado por orden de Universo. “Fue fusilado y enterrado en un campo”, dice él».

Hoy los pobladores vecinos del Rancho San Miguel dicen que hay tres cadáveres enterrados detrás de los gruesos muros de la propiedad, pero si no fuera por la confesión de Universo Sánchez, se diría que no son sino rumores. En Cuba, toda mención de estos sucesos es tabú; no han sido esclarecido y oficialmente se los desconoce.

A principios de junio, el grupo de Almeida volvió a la ciudad y llegaron nuevos hombres para realizar la instrucción. El 14, el Che cumplió veintiocho años. Todo parecía desarrollarse a pedir de boca, pero el 20 de junio, agentes de la policía mexicana detuvieron a Fidel y dos camaradas en una calle del centro de la capital. En pocos días, casi todos los miembros del Movimiento estaban en la cárcel. La policía llevó a cabo redadas en las casas clandestinas y confiscó documentos y armas. Bayo y Raúl fueron avisados a tiempo y se ocultaron, mientras el Che quedó al mando del rancho. Hilda, cuya casa servía de buzón para la correspondencia secreta, también fue detenida, pero antes logró ocultar las cartas de Fidel y los escritos políticos más comprometedores de Ernesto. Interrogada durante largas horas sobre las actividades de Ernesto y Fidel, pasó la noche detenida con su bebé y la liberaron por la mañana.

Se acusaba a Fidel y sus camaradas de conspirar para asesinar a Batista con la complicidad de los comunistas cubanos y mexicanos. La Habana pidió su extradición. El 22 de junio Fidel pudo emitir una nota cuidadosamente redactada en la que negaba su presunta filiación comunista y ponía de manifiesto su estrecha relación con el difunto dirigente del Partido Ortodoxo Eduardo Chibás, conocido anticomunista. Mientras tanto, Raúl y los demás camaradas que estaban en libertad se apresuraban a conseguir abogados.

En el rancho, el Che se preparaba para el inevitable registro policial. El 24 de junio, cuando llegó la policía, él y sus doce camaradas habían cambiado el escondite de las armas. Fidel, que deseaba sobre todo evitar un enfrentamiento, acompañó a la partida policial para ordenar la rendición. El Che obedeció y junto con sus camaradas fue a parar a la cárcel del Ministerio del Interior en la calle Miguel Schultz.

Che Guevara
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