II
Su primera tarea era reconstruir y extender la infraestructura guerrillera clandestina en Sudamérica, golpeada pero no destruida por el fiasco salteño. Aparte de Alberto Castellanos, los bolivianos y cubanos habían salido ilesos, así como también la red clandestina urbana en Córdoba, Buenos Aires y otras ciudades argentinas. El mayor daño lo habían sufrido los propios guerrilleros y la red clandestina de apoyo inmediato en Salta. Cuando la columna de Masetti se derrumbaba, el Che enviaba un efectivo nuevo y valioso a Sudamérica; Tania estaba en camino.
Había terminado su instrucción como espía en marzo de 1964 y el Che la había convocado a su oficina en el Ministerio de Industrias; Renán Montero, uno de los agentes principales de Piñeiro, también estaba presente. Había participado en varias misiones, incluida la infortunada aventura nicaragüense de Rodolfo Romero en 1959. El Che le dijo a Tania que quería enviarla a Bolivia como agente secreto. Debía adquirir una identidad legal y conocer al mayor número de gobernantes que fuera posible. Permanecería allí por tiempo indeterminado para entrar en acción cuando llegara el momento. Según Piñeiro, escogieron a Tania para ir a Bolivia entre otros motivos porque hablaba alemán y eso le facilitaría el ingreso en la influyente comunidad de inmigrantes de esa nacionalidad. Según él, no le dijeron que más adelante el Che se reuniría con ella.
La embargaba el orgullo; el Che había reconocido sus méritos y le había asignado una misión clave en la revolución continental. Poco después partió de Cuba para viajar por Europa Occidental para poner a prueba su «leyenda» (su identidad falsa), y conocer los lugares de su biografía ficticia.
A continuación, el Che convocó a Ciro Bustos a La Habana para interrogarlo y darle nuevas instrucciones. Después de la debacle, Bustos se había dedicado a tareas de limpieza mientras esperaba órdenes de «la isla», como llamaban a Cuba en los círculos clandestinos. Con ayuda de los académicos cordobeses había formado el equipo de abogados defensores de los presos. También había alquilado una casa en Montevideo, Uruguay, que serviría de guarida para Furry y otros dos conspiradores, Petiso Bellomo y Emilio Jouve, el hermano de Héctor, a quienes ayudó a salir clandestinamente del país.
Más importante aún, Bustos había dirigido la transferencia de las armas destinadas al foco salteño a dos grupos independientes. Uno era el grupo trotskista disidente del Vasco Bengochea, que pensaba iniciar un foco nuevo en Tucumán; el otro era la organización incipiente de «cañeros» izquierdistas uruguayos dirigida por Raúl Sendic.
«Sendic pidió la reunión por intermedio de unos contactos del Petiso Bellomo —dijo Bustos—. El encuentro tuvo lugar un domingo por la tarde en una playa del Cerro, en el cordón industrial de Montevideo. Él se disfrazó de pobre pescador viejo y yo de paseante solitario. Un poco más allá, no muy lejos, sus muchachos jugaban al fútbol en la playa. Un poco más cerca estaba el gordo Emilio, el hermano de Héctor, que pescaba y me servía de “campana”. Sendic me interrogó exhaustivamente sobre las razones del fracaso [en Salta] y pidió dos cosas: un curso de instrucción en medidas de seguridad y algunos “fierros” [armas]».
Bustos aceptó instruir a uno de los hombres de Sendic en los rudimentos de la seguridad y otros conocimientos básicos. (Tres décadas más tarde, dijo Bustos con cierta ironía, su antiguo «pupilo» era un conocido y respetado economista que colaboraba con el gobierno uruguayo.) También autorizó a Emilio a entregar parte de las armas del EGP ocultas en Uruguay al grupo de Sendic. Aunque en ese momento no lo sabía, su decisión de ayudar a los uruguayos tendría consecuencias históricas. Desde ese humilde punto de partida, la organización de Sendic se convertiría rápidamente en la célebre y consumada guerrilla urbana de Tupamaros, cuyas acciones estremecerían a la sociedad uruguaya hasta la médula.
Bustos viajó a La Habana con Pancho Aricó, director de Pasado y Presente y mentor ideológico del grupo de apoyo cordobés. Éste era el único miembro del grupo que había visitado a Masetti en el monte antes de su muerte y desde entonces, tanto él como sus compañeros Oscar del Barco y Héctor «Toto» Schmukler se habían convencido de que la teoría guevarista del foco era inaplicable en la Argentina.
«Pancho fue a Cuba a ver al Che con la intención de exponerle nuestras críticas, nuestro pensamiento de que la cosa [la guerrilla rural] no funcionaría tácticamente —dijo Toto Schmukler—. Pero no pudo abrir la boca. El Che habló dos o tres horas y Pancho no dijo nada». Posteriormente, Pancho dijo a sus compañeros que al encontrarse frente al Che, se sintió tan abrumado por la fuerza de su presencia y sus argumentos, tan intimidado, que no pudo contradecirlo. «Era el Che»: ésa fue su explicación.
Lo mismo le ocurrió a Bustos, que se reunió con el Che varias veces después de lo ocurrido en Salta para decidir un nuevo plan de acción. El Che le dijo que no podía entender por qué algunos hombres se habían muerto de hambre. Bustos quiso explicarle las condiciones de la jungla de los alrededores de Orán, una región prácticamente sin campesinos ni ninguna clase de comida; las dificultades de la caza, cómo en un punto los guerrilleros habían abatido un tapir imposible de comer más tarde porque la carne se había podrido. «Cuando se lo conté, el Che dijo que habrían tenido que hervirla más tiempo, para que los ácidos se transformaran o algo parecido, y no hubiera pasado nada».
El punto de vista del Che era evidente. Podía formarse un foco de guerrilla rural, pero había que hacerlo bien. Bustos tenía sus dudas, pero a diferencia de Aricó no había perdido todas sus esperanzas. Pensaba que el nuevo intento debería concentrarse en la construcción de infraestructura que se extendiera a varias zonas, a fin de asegurar la supervivencia. Los guerrilleros no podían esperar vivir de la caza, ni podían confiar, como el grupo de Masetti, en el suministro de comida enlatada de la ciudad, con camiones de reparto yendo y viniendo, y una organizada red de abastecimiento que al final había despertado las sospechas de la policía.
Según Bustos, el Che estaba de acuerdo con él. «Me dijo: “Vete allá y vamos a hacer, pon en marcha tu plan, con tiempo, sigue haciendo las relaciones políticas y hay gente que hay que ver.”»
Bustos entendió que tenía que trabajar con cualquier grupo que quisiera comprometerse con la lucha armada y al mismo tiempo organizar un frente guerrillero nacional coordinado. No se iba a nombrar por el momento ningún jefe político-militar ni habría una inminente llamada para echarse al monte; su trabajo, de duración indefinida, era sólo preparatorio.
El dinero era uno de los obstáculos más importantes. Bustos dice que el Che no le asignó ningún presupuesto para trabajar sobre esta base, aunque le proporcionó «ciertas ayudas». Hablaron de recaudar fondos y Bustos le mencionó la estrategia de «expropiación» que defendían los compañeros más activos: atracar bancos. Era la misma propuesta que había hecho el Che cuando se había puesto al mando de las fuerzas revolucionarias de Las Villas a finales de 1958, pero la situación era distinta; Cuba estaba entonces en plena guerra civil y el Che ejercía el mando de manera directa y personal. Las condiciones no eran iguales en Argentina y no quería que las cosas se le escaparan de las manos antes de que calara la insurrección. El Che descartó el plan de atracar bancos. «No —dijo a Bustos—. Empiezas asaltando bancos, y se termina el asunto…»
Antes de partir, Bustos se reunió con Furry, Ariel y Papi, y prepararon vías de entrada y puntos de contacto para recibir y enviar mensajes, personal, dinero y material hacia y desde La Habana. Uruguay, uno de los pocos países latinoamericanos que todavía tenían relaciones diplomáticas con Cuba, sería su estación de relevos mientras fuera posible.
El 20 de mayo, estando aún en Cuba, Bustos recibió un telegrama informándole de una explosión en la calle Posadas, en el centro de Buenos Aires. Vasco Bengochea y cuatro de sus hombres habían estado fabricando bombas en la sexta planta de un edificio de viviendas y los cinco habían volado en pedazos. Fue el fin del grupo Tucumán. Fue un duro revés, pero según contaría Bustos al Che no pareció afectarle el episodio. «Asumía las cosas con mucha calma».
Tras la partida de Bustos, el Che y Fidel tuvieron divergencias temporales sobre estrategia. Bombardeados por el lenguaje hostil del gobierno Johnson, que endurecía las sanciones comerciales y renovaba las medidas (de inspiración norteamericana) para que la Organización de Estados Americanos aislase Cuba, Fidel se inclinaba por una política de apaciguamiento.
En una serie de entrevistas que concedió en julio a Richard Elder, corresponsal del New York Times, Fidel, de manera indirecta, se ofreció a terminar con el apoyo de Cuba a los movimientos revolucionarios de Latinoamérica a cambio de que cesaran las actitudes hostiles contra Cuba. Para Fidel era una cuestión de realismo político. Había aprendido la lección en la línea dura del arte del toma y daca observando a Jrushov durante y después de la crisis de los misiles (el mandatario ruso había atajado la crisis entrando en conversaciones con Washington y firmando en agosto de 1963 un tratado de prohibición de las pruebas nucleares) y pensaba que podía aprovechar la situación contemporánea en beneficio de Cuba. Fidel dio a entender a Elder que adoptaba aquella nueva postura por consejo soviético y expresó sus deseos de que en las inminentes elecciones presidenciales de noviembre Johnson ganara a su rival, el senador republicano Barry Goldwater, y reanudara las conversaciones de tanteo en favor de un entendimiento con Cuba que ya había comenzado John Kennedy.
Veinticuatro horas después de publicarse la entrevista con Fidel, el Departamento de Estado norteamericano hizo unas declaraciones rechazando taxativamente la oferta; no habría negociaciones con Cuba mientras la isla estuviera vinculada a la Unión Soviética y siguiera «fomentando la subversión en América Latina». Fidel, a pesar de aquella muestra de desprecio, guardó un silencio diplomático que daba fe de la seriedad con que se había tomado el asunto.
Ni siquiera quiso ceder a la tentación de responder a las provocaciones, por ejemplo cuando el 19 de julio un soldado cubano fue muerto de un tiro por un norteamericano de la base de Guantánamo. Raúl tomó la palabra durante el multitudinario entierro con que se honró al difunto y dejó claro que seguía las indicaciones de su hermano. El disparo, dijo, iba contra Cuba, contra el presidente Johnson y contra la paz. Si salía elegido Goldwater, habría guerra.
Pocos días después, el Che expresó públicamente sus posiciones intransigentes. El 24 de julio, en una fábrica de Santa Clara, recordó a su auditorio que tenían el deber de combatir al imperialismo «dondequiera que aparezca y con todas las armas a nuestra disposición». No importaba a quién elegían presidente los norteamericanos: el enemigo era el mismo. Nunca estuvo tan próximo a refutar públicamente la doctrina del «jefe máximo», y si Fidel se lo echó en cara, lo hizo a puertas cerradas. En todo caso, esta vez la posición del Che resultó más realista que la de Fidel.
Dos días después, la OEA aprobó una resolución vinculante para todos sus miembros de imponer sanciones a Cuba y ordenó a todos los que no habían roto relaciones que lo hicieran inmediatamente. Brasil, tras su resistencia inicial, lo había hecho en mayo, y ahora lo siguieron los demás morosos; Bolivia y Chile lo hicieron en agosto, Uruguay en septiembre. La única nación que se negó a aceptar la resolución fue México.
Mientras Washington cantaba victoria, Fidel repetía su oferta de una distensión. El 26 de julio dijo que Cuba estaba dispuesta a aceptar las «normas del derecho internacional» a cambio de una normalización de las relaciones con sus vecinos. Si el país debía desistir de su «ayuda a otros revolucionarios» en aras de la paz, que así fuera, siempre que hubiera gestos de reciprocidad. Para no dejar lugar a dudas de que la oferta estaba concebida en el marco de la política exterior soviética de la «coexistencia pacífica», afirmó en conclusión: «Nuestra posición es que estamos dispuestos a vivir en paz con todos los países, todos los Estados de este continente, independientemente de los sistemas sociales. Estamos dispuestos a vivir bajo un sistema de normas internacionales a ser cumplidas sobre bases iguales por todos los países».
Después de ofrecer la zanahoria a los norteamericanos, Fidel blandió el garrote para salvar las apariencias: «El pueblo de Cuba advierte que si no cesan los ataques de piratería procedentes del territorio norteamericano y la cuenca del Caribe… así como el envío de agentes, armas y explosivos a territorio cubano, el pueblo de Cuba se considerará en el mismo derecho de ayudar con todos los recursos a su disposición al movimiento revolucionario en todos aquellos países que intervengan de la misma manera en los asuntos internos de nuestra patria».
No cabía duda de que Fidel hacía una cautelosa oferta de paz, pero al igual que la oferta que el Che había hecho en Punta del Este en 1961, el gesto fue para los estrategas políticos norteamericanos una señal de debilidad, merecedora del mismo desprecio. El discurso apaciguador de Fidel, que coincidía con la resolución de la OEA, generó un estado de ánimo triunfalista: la presión sobre Cuba empezaba a dar resultados y había que mantenerla hasta liquidar a Castro. Desde luego, se equivocaban por completo. Al fracasar su oferta de paz respaldada por el Kremlin, Fidel volvió al camino de la confrontación instigado obstinadamente por el Che.
Los sucesos internacionales dieron un fuerte impulso a este viraje. El 5 de agosto, los aviones norteamericanos bombardearon Vietnam del Norte en represalia por presuntos ataques de buques artillados de Hanoi a las fuerzas navales de Estados Unidos en el golfo de Tonkín. Dos días después, el Congreso aprobó la Resolución del Golfo de Tonkín, que le daba a Johnson luz verde para intensificar la intervención militar en Vietnam. Así comenzó lo que los norteamericanos llamarían la Guerra de Vietnam. Cuba denunció el bombardeo norteamericano en términos vibrantes y reclamó la «unidad» del campo socialista mundial en defensa de Vietnam contra la «agresión imperialista yanqui». Para La Habana, la crisis vienamita representaba una oportunidad extraordinaria para reparar la ensalzada fraternidad socialista dañada por la disputa entre los dos colosos del comunismo.
El Che saltó a la palestra. El 15 de agosto, en una ceremonia de entrega de premios a obreros comunistas que se habían destacado en el trabajo voluntario, aseguró al país que a pesar del aislamiento creciente, era parte de una comunidad internacional de Estados revolucionarios. Y en las naciones latinoamericanas que se habían alineado con la política de «contención» de Washington triunfarían luchas armadas revolucionarias que extenderían aún más la alianza socialista.
«No importa que los tiempos sean tiempos donde soplen vientos de fronda, donde las amenazas germinen día a día, donde los ataques piratas se desaten contra nosotros y contra otros pueblos del mundo; no importa que nos amenacen con que si Johnson o si Goldwater…; no importa que cada día el imperialismo esté más agresivo, los pueblos que han decidido luchar por su libertad y mantener la libertad alcanzada, no se pueden dejar intimidar por eso. Y juntos construiremos la nueva vida, juntos, porque estamos juntos, nosotros aquí en Cuba, la Unión Soviética o la República Popular China allá, y Vietnam luchando en el sur de Asia».
Recordó al público que en América Latina dos luchas revolucionarias —en Guatemala y Venezuela— avanzaban al «infligir derrota tras derrota al imperialismo». En toda África los movimientos de liberación nacional estaban en ascenso. En el ex Congo Belga, los herederos del ejemplo revolucionario de Patrice Lumumba aún combatían y sin duda iban a triunfar. En la colonia portuguesa de Guinea, el ejército de liberación liderado por Amílcar Cabral ya controlaba la mitad del territorio nacional: éste no tardaría en ganar su libertad, lo mismo que Angola. Zanzíbar había conquistado recientemente su independencia y el Che reconocía sin rodeos que Cuba había desempeñado un papel en ese desenlace feliz. «Zanzíbar es nuestro amigo, le dimos también nuestra pequeña ayuda, pero nuestra fraterna ayuda, nuestra revolucionaria ayuda, en el momento en que fue necesario hacerlo».
Pero en esa ocasión el Che estaba dispuesto a ir más allá que nunca al defender públicamente la naturaleza de la guerra inminente e incluso evocar el espectro del apocalipsis atómico. Dijo que era una perspectiva real dada la inexorable confrontación entre los «movimientos de liberación» y las «fuerzas del imperialismo» que podían desatar una guerra nuclear debido a un «error» de cálculo.
«Millones de seres morirán en todos lados; pero la responsabilidad será de ellos [los imperialistas], y su pueblo sufrirá también… A nosotros eso no nos debe preocupar… Como país sabemos que dependemos de la gran fuerza de todos los países del mundo que forman el bloque socialista, y los pueblos que luchan por su liberación, y en la fuerza y cohesión de nuestro pueblo, en la decisión de luchar hasta el último hombre, hasta la última mujer, hasta el último ser humano capaz de empuñar un arma».
Si alguien no había comprendido el verdadero sentido de su teoría, reiterada y pulida a lo largo del tiempo, en aquel momento acababa de expresarla en términos inequívocos. La batalla global contra el imperialismo era una lucha por el poder mundial entre dos fuerzas históricas diametralmente opuestas, y no tenía sentido prolongar la agonía del pueblo mediante intentos vanos de forjar alianzas tácticas a corto plazo con el enemigo ni estrategias de apaciguamiento como la «coexistencia pacífica». Las raíces de los problemas persistirían y provocarían conflictos inevitables; con la moderación se corría el riesgo de darle al enemigo la posibilidad de tomar ventaja. La historia, la ciencia y la justicia estaban de parte del socialismo; por consiguiente, éste debía librar la guerra necesaria para triunfar, cualesquiera que fuesen las consecuencias, incluso la guerra nuclear. El Che no temía ese desenlace y decía a los demás que tampoco debían temerlo. Muchos morirían en el proceso revolucionario, pero los supervivientes se alzarían de las cenizas de la destrucción para crear un orden mundial nuevo, justo, basado en los principios del socialismo científico.
Para que ello sucediera era esencial que surgiera el Hombre Nuevo Socialista. La conciencia revolucionaria auténtica era el factor crucial para engendrar una nueva sociedad. Al fin y al cabo, ésta era la esencia de su discurso de agosto, titulado «Creación de una nueva actitud». Para empezar, había citado un poema del español León Felipe que describe la tragedia del trabajo humano. «Nadie ha podido cavar al ritmo del sol y que nadie todavía ha cortado una espiga con amor y con gracia».
Quería citarles estas palabras porque nosotros podíamos decirle hoy a ese gran poeta desesperado que viniera a Cuba, que viera cómo el hombre después de pasar todas las etapas de la enajenación capitalista, y después de considerarse una bestia de carga uncida al yugo del explotador, ha reencontrado su ruta y ha reencontrado el camino del fuego. Hoy en nuestra Cuba el trabajo adquiere cada vez más una significación nueva, se hace con una alegría nueva.
Y lo podríamos invitar a los campos de caña para que viera a nuestras mujeres cortar la caña con amor y con gracia, para que viera la fuerza viril de nuestros trabajadores cortando la caña con amor, para que viera una actitud nueva frente al trabajo, para que viera que no es el trabajo lo que esclaviza al hombre, sino que es el no ser poseedor de los medios de producción; y que cuando una sociedad llega a cierta etapa de su desarrollo, y es capaz de iniciar la lucha reivindicatoria, destruir el poder opresor, destruir su mano armada, que es el ejército, instalarse en el poder, otra vez se adquiere frente al trabajo la vieja alegría, la alegría de estar cumpliendo con un deber, de sentirse importante dentro del mecanismo social, de sentirse un engranaje que tiene sus particularidades propias (necesario aunque no imprescindible para el proceso de la producción) y un engranaje consciente, un engranaje que tiene su propio motor y que cada vez trata de impulsarlo más y más, para llevar a feliz término una de las premisas de la construcción del socialismo: el tener una cantidad suficiente de bienes de consumo para ofrecer a toda la población.
Este hábito de referirse a la gente, a los trabajadores, como piezas de una maquinaria, como hormigas obreras de una vasta empresa colectiva revolucionaria agroindustrial, permite vislumbrar su distanciamiento afectivo de la realidad individual. Con la fría mente analítica del investigador médico y el ajedrecista, se refiere a los seres humanos individuales con términos reduccionistas y deshumanizantes, a la vez que idealiza el valor de su trabajo en el contexto social con términos líricos y afectuosos. Pero al describir al campesino u obrero cubano como un «diente feliz en la rueda» (y al asimilar a los guerrilleros anónimos que combatían en el mundo a abejas en una «colmena», como hizo en su artículo «La guerra de guerrillas: un método») también se refería a sí mismo.
El Che había hallado una forma de felicidad, un sentido a su propia vida al identificarse como un revolucionario dentro de la gran familia socialista. Existe un paralelismo evidente entre sus propias vivencias —el anhelo de compañerismo en sus aventuras juveniles que culmina en la adopción del credo marxista y el descubrimiento de la verdadera camaradería en el torbellino de la guerra de guerrillas— y su nueva prédica de una metodología para acceder a la conciencia revolucionaria. La naturaleza fraternal de la vida guerrillera, en la cual los hombres están unidos por la causa común independientemente de sus respectivos pasados y por la disposición consciente a sacrificarse frente a la perspectiva dual de la muerte inminente o la victoria final, había sido el crisol de su propia transformación, la experiencia en la cual se había cristalizado su hombría. Ahora extrapolaba esa experiencia al mundo en general. Para alcanzar el estado comunista, era necesario extender esa conciencia singular, convertirla en parte de la naturaleza del hombre. Puesto que la sociedad necesitaba tanto obreros como combatientes, ambos debían percibir sus roles bajo la luz de esa significación consagrada.
Y así, a los obreros voluntarios congregados frente a él les dijo: «Y para ustedes, compañeros, para ustedes que son la vanguardia de la vanguardia, para todos los que en el frente del trabajo han demostrado su espíritu de sacrificio, su espíritu comunista, su nueva actitud frente a la vida, debe valer siempre la frase de Fidel… “Lo que fuimos en las horas de mortal peligro sepamos serlo también en la producción: ¡sepamos ser trabajadores de Patria o Muerte!”»
Pero la realidad discrepaba con esta concepción filosófica. Para muchos, incluso entre aquellos que se creían socialistas y coreaban jubilosos la consigna de «libertad o muerte», la conciencia comunista que había alcanzado el Che seguía siendo un estado del ser esquivo, abstracto, incluso indeseado. Tal vez él había alcanzado el estado mental que hace que una persona esté dispuesta a sacrificar el bienestar material y la propia vida por la causa, pero la mayoría de los hombres y las mujeres no, y probablemente tenían poco interés en buscarlo. Finalmente, la feliz confraternidad socialista global de la que hablaba en realidad era una casa fragmentada por enconadas divisiones intestinas; la disputa chino-soviética había provocado divisiones en varios partidos comunistas latinoamericanos, donde los militantes prochinos se escindían para formar organizaciones propias.
El Che expresó su posición en agosto al decir que la disputa chino-soviética era «uno de los hechos más tristes para nosotros» y destacar a la vez que Cuba no había tomado partido. «La posición de nuestro partido no es decir quién tiene razón y quién se equivoca. Elegimos una posición y, como dicen en las películas norteamericanas, “cualquier parecido es pura coincidencia”».
En la propia Cuba socialista, el malestar provocado por la purga de los «sectarios» había terminado oficialmente desde el acercamiento de Fidel a Moscú, pero no se había disipado. Aníbal Escalante se desmoronaba en su exilio moscovita, pero algunos camaradas suyos tenían influencia sobre Fidel. En marzo, cuando el Che se encontraba en Ginebra, se había realizado un juicio extravagante para determinar la culpabilidad de un exmilitante del PSP llamado Marcos Rodríguez. Faure Chomón, exlíder del Directorio, lo acusó de entregar a varios camaradas a la policía batistiana después del asalto al palacio en 1957. Debido a los vínculos de Rodríguez con eminentes comunistas de la «vieja guardia», al principio el proceso tenía el aspecto de una purga. Pero entonces intervino Fidel, evidentemente para evitar que salieran más trapos sucios al sol. Se realizó un nuevo juicio en el que se reivindicó el honor de los comunistas, y Marcos Rodríguez —declarado un «solitario» perverso y resentido— fue al paredón.
El Che, que estaba en Ginebra, había logrado evitar cualquier relación con ese juicio repugnante. Su disgusto con el sectarismo del Partido Comunista era de conocimiento público. Al escoger a José Manresa, un exsargento del ejército de Batista, como secretario particular, había sentado un precedente, y siempre estaba dispuesto a defender a quien demostrara sinceridad y disposición a trabajar por la revolución, independientemente de su anterior trabajo o filiación. En el Ministerio de Industrias había acogido a revolucionarios expulsados o caídos en desgracia, fuesen víctimas del chovinismo de la vieja guardia comunista o de las purgas fidelistas de mandos aún valiosos.
Había recibido a Enrique Oltuski, su antiguo rival en el 26 de Julio, después de que perdiera el puesto de ministro de Comunicaciones en 1961 por presión de los comunistas. Había salvado a Jorge Masetti de las iras de la célula comunista en Prensa Latina. Alberto Mora, hijo de un mártir del asalto al palacio del Directorio, era otro de sus protegidos. Fue ministro de Comercio Exterior hasta que Fidel lo despidió a mediados de 1964; el Che lo designó asesor de su ministerio aunque Mora era uno de los críticos más francos de su política económica.
Otro era el poeta y escritor Heberto Padilla, un viejo amigo de Mora. Al principio de la revolución, Padilla había sido corresponsal de Prensa Latina en Nueva York y luego en Londres; en La Habana había trabajado en Revolución bajo las órdenes de Carlos Franqui y en su ahora difunto suplemento literario Lunes de Revolución, que dirigía el novelista Guillermo Cabrera Infante. En el clima intelectual represivo que empezaba a apoderarse de la isla se los consideraba un par de disidentes molestos y ambos acabaron como diplomáticos en Europa, un exilio del cual jamás volverían.
Padilla, que acababa de finalizar una temporada de trabajo en la revista moscovita en español Novedades de la Unión Soviética, estaba al tanto de las intrigas y el autoritarismo que empezaban a sofocar las libertades culturales en Cuba. A pesar de sus reservas y las advertencias de Franqui, decidió volver.
En La Habana, Mora le concertó una reunión con el Che, admirador de su poesía. Mora aún era ministro de Comercio Exterior y estaba enzarzado en una discusión académica con Guevara: contra el Che, que prefería un plan centralizado al estilo soviético, él abogaba por una economía orientada hacia el mercado. Y puesto que Padilla tenía una visión desfavorable de lo que había visto en la Unión Soviética, Mora quería que explicara su posición al Che.
Cuando llegaron a su despacho, lo hallaron en medio de un ataque de asma, tendido en el suelo, con el torso desnudo y tratando de controlar su respiración; permaneció allí cuando sus invitados iniciaron la conversación. Padilla apenas tuvo tiempo para decir algunas frases críticas sobre la Unión Soviética cuando el Che lo interrumpió: «Debo decirle que no necesito escuchar eso que usted dice porque estuve ahí y es una porquería, yo mismo lo vi».
A continuación el Che dijo que el modelo a estudiar no era Rusia sino China, que hacía un auténtico esfuerzo para construir el comunismo. «Muchos me critican porque dicen que exagero al poner el acento en el sacrificio, pero éste es un elemento fundamental en la educación comunista. Los chinos lo comprenden mucho mejor que los rusos».
Hacia el final de la conversación, que abarcó también la poesía de Padilla, el Che instó a Mora a que le diera un puesto en Comercio Exterior y observó secamente que «éstos no son buenos tiempos para el periodismo». Designaron a Padilla director general de un departamento a cargo de bienes culturales. Después de su despido, Mora obtuvo una beca para estudiar economía política con el economista marxista francés Charles Bettelheim (también enfrascado en una polémica teórica con el Che). Padilla también pudo partir con un puesto de funcionario itinerante del ministerio; su oficina estaba en Praga.
Antes de marcharse, los dos fueron a despedirse del Che. Mora no pudo ocultar su tristeza; dijo que al despertarse por la mañana siempre se sentía deprimido. Dice Padilla: «El Che se acercó lentamente a Alberto, le puso las manos sobre los hombros y lo sacudió suavemente, mirándolo a los ojos. “Yo vivo partido en dos las veinticuatro horas del día, totalmente partido en dos y no tengo a quien contárselo. Si lo hiciera, no me creerían.”»[84]
Por tratarse del Che, fue un momento de intensa revelación personal, una de las pocas ocasiones que se recuerden en la que dejó entrever las increíbles tensiones que asumía para sustentar su personaje del revolucionario comunista ejemplar. Había dicho a Padilla y Mora que «el sacrificio es un elemento fundamental en la educación comunista» y se utilizaba a sí mismo como conejillo de indias, pero el resultado del experimento había sido muy alto. Su padre, aunque en general muy miope con respecto a su hijo, lo había advertido al escribir que «Ernesto embruteció su propia sensibilidad» para hacerse revolucionario. Su madre dijo al periodista uruguayo Eduardo Galeano que en la infancia, su hijo asmático «… vivía tratando de demostrar que era capaz de hacer lo que no era capaz de hacer, y así pulió su increíble fuerza de voluntad».
Celia dijo a Galeano que solía mofarse del Che por ser «intolerante y fanático» y explicó que la motivación de sus acciones era «una tremenda necesidad de totalidad y pureza». «Así —escribió Galeano—, se había convertido en el más puritano de los dirigentes comunistas occidentales. En Cuba era el jacobino de la revolución: “Cuidado, ahí viene el Che”, decían los cubanos, mitad en broma y mitad en serio. Todo o nada: este intelectual refinado seguramente libró batallas agotadoras contra su propia conciencia plagada de dudas».
Provisto de estos conceptos por Celia de la Serna, Galeano conoció al Che en agosto de 1964 y le pareció advertir síntomas de impaciencia en el célebre revolucionario. «El Che no era un hombre de escritorio: era el creador de revoluciones, y eso saltaba a la vista. De alguna manera, la tensión de león enjaulado que traicionaba su calma aparente tenía que explotar. Necesitaba la sierra». Por más que Galeano tuviera la ventaja de la visión retrospectiva, no se puede negar que es una apreciación exacta. Mientras hablaban, mientras trabajaba hasta el límite de sus fuerzas para elaborar la política industrial de Cuba, el Che buscaba el camino de regreso al campo de batalla.
Aparecían varias posibilidades. Además de los grupos insurgentes en Guatemala, Venezuela y Nicaragua, una organización guerrillera apoyada por Cuba ya operaba en Colombia: era el Ejército de Liberación Nacional (ELN), creado en julio. En Perú, la fuerza guerrillera de Héctor Béjar y el MIR de Luis de la Puente Uceda se aprestaban a iniciar sus campañas revolucionarias. Pero el corazón del Che estaba en el Cono Sur y en su patria argentina. Lo cual significaba un problema, porque Ciro Bustos y sus camaradas tenían mucho que hacer antes de que se dieran las condiciones para un nuevo intento insurreccional en la región y Tania aún viajaba por Europa, en ruta hacia su futuro destino en Bolivia.
De todos los campos de batalla potenciales para el futuro inmediato, probablemente el más «prometedor» estaba en África. En todo el continente habían surgido grupos rebeldes para luchar en los últimos reductos coloniales: las colonias portuguesas de Angola y Mozambique, Sudáfrica con su régimen blanco y el antiguo Congo Belga, esa vasta nación en el corazón geográfico de África.
En octubre de 1963 se había formado un autoproclamado Consejo de Liberación Nacional, una coalición antigubernamental integrada por una mezcolanza de exfuncionarios lumumbistas y caudillos regionales sin filiación política, en su mayoría de base tribal. El consejo tenía su sede en Brazzaville, capital de la República Popular del Congo (ex África Ecuatorial Francesa) al otro lado del río Congo con respecto a Leopoldville. Estos rebeldes habían obtenido ayuda tanto china como soviética, ya que ambas superpotencias se disputaban sus favores. Los dirigentes rebeldes aliados habían provocado insurrecciones en el sur, el este, el centro y el norte del Congo, donde se habían apoderado de ciudades provinciales y enormes porciones del casi indefenso territorio nacional. En agosto de 1964, una columna rebelde apoyada por China se había apoderado de la remota ciudad norteña de Stanleyville y proclamado la República Popular del Congo. En septiembre ya se gestaba una nueva escalada de la crisis congoleña mientras el gobierno se esforzaba por responder a la rebelión.
Esa reacción no se haría esperar. Y ante los informes sensacionalistas sobre las atrocidades cometidas contra la población blanca de Stanleyville por los llamados rebeldes Simba, los países de Occidente se aprestaban a echar una mano. Ante las nuevas amenazas rebeldes, el ambicioso trío que gobernaba el Congo —integrado por el excaudillo Moise Tshombé, el presidente Joseph Kasavubu y el comandante en jefe militar Joseph Mobutu— se apresuró a apuntalar la fuerza de combate de los restos de su ejército; para ello convocó al comandante mercenario sudafricano Mike Hoare y le pidió que reclutara un millar de combatientes blancos en su país y Rodesia.
La resistencia africana y en particular el conflicto congoleño ocupaban espacios crecientes en la prensa cubana y los discursos del Che. En efecto, ya estudiaba seriamente la posibilidad de trasplantar su programa revolucionario al continente africano. Con ese fin, Fidel había asignado a la agencia de Barbarroja Piñeiro la tarea de preparar el camino. Aunque el Che había resuelto no tomar una decisión definitiva sobre la mejor base para una lucha guerrillera panafricana hasta después de recorrer la región y conocer a los diversos dirigentes guerrilleros, el inmenso Congo, en el centro del continente, parecía ofrecer un ambiente y condiciones perfectos para una guerrilla de base rural que pudiera «irradiarse» hacia sus vecinos.
El combate en África ofrecía ventajas adicionales: a los soviéticos les preocupaba menos la intervención directa allí que en el «patio trasero» latinoamericano de Washington, y la naturaleza de las guerras contra regímenes coloniales extranjeros blancos —o en el caso del Congo, contra una dictadura respaldada por Occidente con escasa legitimidad política— se sustentaba sobre un amplio apoyo popular. Por último, el conflicto ya estaba encendido en todo el continente; no era necesario «crear» una situación, como había sucedido con la infortunada misión de Masetti a la Argentina. Los soviéticos, los chinos y los norteamericanos con sus aliados europeos, todos estaban presentes en África, donde proporcionaban fondos, armas y asesores a sus respectivas facciones. No faltaban caudillos nacionales antiimperialistas amigos de Cuba, cuyos territorios estratégicamente situados podían brindarles valiosas bases de retaguardia, puntos de transbordo y medios de acceso a las zonas de conflicto. Además de los regímenes que detentaban el poder en Mali y la República Popular de Brazzaville, estaban Ben Bella en Argelia, Sekou Touré en Guinea, Kwame Nkrumah en Ghana, Julius Nyerere en Tanzania y Gamal Abdel Nasser en Egipto. Estos Estados «extremistas» estaban indignados por el espectro de la intervención de mercenarios blancos y potencias occidentales «neocoloniales» en apoyo del régimen de Leopoldville y apoyaban abiertamente al gobierno rebelde de Stanleyville.
En África, el Che veía la oportunidad de materializar un sueño largamente acariciado: la creación de una nueva alianza antiimperialista internacional dirigida por Cuba para reemplazar la ineficaz Organización Afroasiática de Solidaridad Popular con sede en El Cairo. Al forjar un consejo coordinador de luchas afines en África y Asia, sus planes para la inminente revolución continental en Latinoamérica adquirirían una auténtica dimensión global. En un mundo ideal, la alianza dirigida políticamente por Fidel sería financiada y armada por las dos superpotencias socialistas, China y la Unión Soviética. En síntesis, el Che imaginaba que el peso compartido de la guerra ayudaría a sanar el cisma chino-soviético.
Pulió su idea durante el otoño de 1964 y obtuvo autorización de Fidel para viajar al exterior y sondear la situación. La idea de proyectarse internacionalmente siempre atraía a Fidel, quien después del desaire norteamericano estaba nuevamente dispuesto a escuchar al Che. Mientras se esforzaba por evitar la impresión de que tomaba partido por Pekín, nuevamente puso en tela de juicio la validez de la línea del Kremlin sobre la «coexistencia pacífica», que hasta entonces había respetado con escaso beneficio para él.
En septiembre, una nueva resolución de la OEA endureció aún más las sanciones comerciales impuestas a Cuba. Al mismo tiempo, los ataques de los exiliados cubanos respaldados por la CIA crecían en intensidad: los secuestros, ataques y asaltos tipo comando a las naves cubanas se repetían con frecuencia alarmante. El 24 de septiembre, un pelotón de asalto marino de la CIA con base en Nicaragua atacó el buque español Sierra de Aránzazu, que navegaba hacia Cuba con un cargamento de equipos industriales. Los atacantes mataron al capitán y dos tripulantes, incendiaron e inutilizaron la nave. El incidente provocó una protesta internacional y recriminaciones dentro de la CIA, sobre todo cuando se supo que los asaltantes habían confundido al carguero con el Sierra Maestra, un buque de la marina mercante cubana. El agente que había autorizado el ataque desde la base era Félix Rodríguez.
Desde fines de 1963, Rodríguez era el jefe de comunicaciones de una brigada comando anticastrista con sede en Nicaragua, dirigida por Manuel Artime y financiada por la CIA. El grupo tenía más de trescientos miembros activos en Nicaragua, Miami y Costa Rica. Los exiliados estaban bien provistos: tenían dos «buques escolta» de 80 metros, dos lanchas rápidas de 15 metros y otros barcos de asalto, un avión de transporte C-47, varias avionetas Cessna y un hidroavión Beaver. Tenían una base de abastecimiento de combustible y provisiones en la República Dominicana y un depósito de 200 toneladas de armas en Costa Rica con cañones antiaéreos de 20 milímetros, fusiles sin retroceso de 50 y 75 milímetros y ametralladoras calibre 50. Según Rodríguez, en dos años los comandos utilizaron unos seis millones de dólares de la CIA y realizaron catorce asaltos sobre blancos cubanos; uno de los más efectivos fue el ataque de comando al ingenio de Cabo Cruz —no lejos del lugar de desembarco del Granma—, que causó graves daños.
Pero a fines de 1964 la operación había sufrido recortes presupuestarios a medida que Vietnam desplazaba a Cuba de la lista de prioridades del gobierno de Johnson, y el vergonzoso ataque al Sierra de Aránzazu significó su sentencia de muerte. «Posteriormente descubrimos que el barco transportaba una caldera para un ingenio azucarero cubano y algunas golosinas de Navidad —escribió Rodríguez—. Nos sentimos muy mal. Poco después del incidente, cancelaron nuestras operaciones. La agencia nos quitó los botes rápidos y los envió a África, donde actuaron en el Congo. Varias personas que sirvieron conmigo en Nicaragua se ofrecieron como voluntarios para combatir en África».
De regreso en Miami, Félix Rodríguez reanudó sus tareas en la «oficina» de la CIA. Pasarían casi tres años antes de que recibiera la llamada telefónica que le asignaría la misión más importante de su vida: cazar al Che Guevara.