I
Ernesto Guevara, doctor en medicina y avezado trotamundos, había partido nuevamente. «El nombre del ladero ha cambiado —escribió en un nuevo diario personal que tituló Otra vez—,[9] ahora Alberto se llama Calica, pero el viaje es el mismo: dos voluntades dispersas extendiéndose por América sin saber precisamente qué buscan ni cuál es el norte».
Poco después de la partida del tren, Mario Saravia, un primo de Ernesto, se llevó una sorpresa. Al volver a la casa de los Guevara, donde se alojaba, advirtió que le faltaban tres camisas de seda nuevas. Sospechó que Ernesto se las había llevado y así se lo dijo a Celia madre. «¡No, cómo te las va a haber robado!», respondió, escandalizada. Saravia le escribió una carta para preguntarle si se había llevado sus camisas. La respuesta tardó en llegar, y fue afirmativa. Pero no debía preocuparse, dijo: las había utilizado bien. Las había vendido y con ese dinero había «comido y dormido quince días». En venganza, Saravia le escribió que había vendido el apreciado microscopio que Ernesto había dejado a su cuidado y con el dinero se había ido «a veranear».
Después de tres días tranquilos y aburridos en el polvoriento pueblo fronterizo de La Quiaca, los amigos reanudaron el viaje en tren a través de Bolivia. Esta vez, por insistencia de Calica, lo hicieron en un compartimiento de primera clase. Dos días después descendieron del gélido altiplano pardo al gran cráter natural donde reposaba la ciudad de La Paz en su cuna yerma y expuesta al sol como una especie de colonia lunar experimental.
Era un lugar impresionante: en la periferia de la ciudad, los contornos nítidos del cráter que la encerraba componían una geología fantástica de rocas sedimentarias erosionadas; todo un valle de gigantescas estalagmitas blancas que apuntaban al cielo como dagas de piedra. Más allá, la tierra se alzaba en un pliegue de roca alpina y glaciares de hielo para formar el volcán blanco y azul llamado cerro Illimani. Ernesto estaba fascinado. «La Paz es la Shangai de América —escribió entusiasmado en su diario—. Una riquísima gama de aventureros de todas las nacionalidades vegetan y medran en medio de la ciudad polícroma y mestiza…»
Sin perder el tiempo, se lanzaron a conocer la ciudad. Después de registrarse en un hotel barato, el City, salieron a recorrer las empinadas calles de adoquines, atestadas de indios con sus trajes multicolores y grupos de milicianos armados. Era la Bolivia revolucionaria, la nación más india de América Latina y también una de las más pobres, con una historia de explotación infame. La mayoría indígena había estado sometida a una virtual servidumbre durante siglos mientras un puñado de familias dominantes se enriquecía mediante el control absoluto de las minas de estaño, la principal fuente de ingresos del país, y las tierras productivas.
Aparentemente, aquella situación había dado un vuelco. Una revuelta popular el año anterior había llevado al poder al Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), que a su vez había disuelto el ejército y nacionalizado las minas. En pocas semanas debía entrar en vigor una controvertida ley de reforma agraria. Pero reinaba la inestabilidad, y las numerosas fuerzas políticas rivales jaqueaban al régimen. En el campo, los campesinos impacientes atacaban las haciendas privadas para forzar la solución al problema agrario, mientras los mineros, dirigidos por la Central Obrera Boliviana (COB), creada recientemente, realizaban demostraciones de fuerza para obligar al gobierno a hacer mayores concesiones.
Milicias populares armadas recorrían las calles de la capital; cundían los rumores sobre golpes impulsados por elementos descontentos del ejército disuelto. Ya se había aplastado una conjura en enero. Al mismo tiempo, las alas derecha e izquierda de la coalición que estaba en el poder perseguían objetivos contrapuestos: los comunistas exigían la entrega del poder a los trabajadores, mientras el ala de centroderecha del presidente Hernán Siles Zuazo trataba de seguir un camino intermedio que aislara tanto a los comunistas como a los rosqueros, la oligarquía local.
En sus vagabundeos por la ciudad se toparon con un joven argentino al que habían conocido en el tren. Visitaba a su padre, Isaías Nogués, conocido político y propietario de un ingenio azucarero en Tucumán, exiliado debido a su oposición a Perón. Resultó que Nogués conocía a las familias de Calica y Ernesto, y los invitó a su casa a cenar.
En la casa de Nogués asistieron a un espectacular asado argentino y conocieron a otros miembros de la comunidad argentina en el exilio paceño. De su anfitrión, Ernesto dijo que era un hidalgo, que le recordaba la «augusta serenidad» del Illimani. «Exiliado de la Argentina, es centro y dirección de la colonia que ve en él un dirigente y un amigo. Sus ideas políticas hace mucho que han envejecido en todo el mundo, pero él las mantiene, independiente al huracán proletario que se ha desatado sobre nuestra belicosa esfera. Su mano amiga se tiende a cualquier argentino sin preguntar quién es y por qué viene y su serenidad augusta arroja sobre nosotros, míseros mortales, su protección patriarcal, sempiterna».
También conocieron al hermano de Nogués, que estaba de visita. «Gobo» era un playboy que venía de conocer la buena vida en Europa. Amante de la vida nocturna, gastador y poseedor de una gran cantidad de contactos, Gobo les mostró una invitación a la boda de su «amigo» el magnate naviero griego Aristóteles Onassis. Gobo se prendó de los jóvenes viajeros y los invitó a los bares y restaurantes de la ciudad. Así conocieron el Gallo de Oro, un cabaret cuyo dueño era argentino, donde políticos, exiliados y aventureros se codeaban con paceños de vida disipada; se convirtió rápidamente en una de sus tertulias preferidas. Aquí pudieron conocer a una Bolivia distinta de la que pululaba por las calles. En una ocasión, al sufrir un ataque de diarrea, Ernesto corrió al baño del Gallo de Oro, de donde volvió minutos después para contarle a Calica, escandalizado, que acababa de ver a dos hombres esnifando cocaína.
También frecuentaban la terraza del Hotel La Paz, donde los exiliados argentinos bebían café o alcohol, coqueteaban y discutían la situación argentina o la revolución boliviana. Era una excelente atalaya desde donde observar la vida del país: diariamente, las manifestaciones de indios marchaban hasta el palacio presidencial clamando a gritos alguna medida del gobierno.
Para Ernesto y Calica, resultó una bendición en otro sentido. Un día, mientras contemplaban las multitudes de transeúntes que pasaban por la acera, Calica vio a un par de muchachas bonitas y decidió bajar a ver si podía ligarlas. Las acompañaba un hombre mayor que resultó ser un general venezolano llamado Ramírez, quien cumplía un «exilio dorado» como agregado militar del país. Amable a pesar de las inconfundibles intenciones del joven, el general lo invitó a una copa, y Calica no necesitó mucho tiempo para obtener su promesa de que les otorgaría los visados venezolanos que antes les habían negado.
El anhelo de compañía femenina se trasluce en la prosa del diario personal de Ernesto. «La Paz ingenua, cándida como una muchachita provinciana muestra orgullosa sus maravillas edilicias». Pero pocos días después conoció a una hembra de carne y hueso que parecía accesible, y escribió llanamente: «Hay algo ondulante y con buche que se ha cruzado en mi camino, veremos…»
Aquel «algo ondulante» resultó ser Marta Pinilla, hija de una familia de ricos aristócratas terratenientes cuyas vastas propiedades estaban en las afueras de la capital. La conoció durante una velada con el general Ramírez, que además de conseguirles los visados los había invitado a salir. Calica también tenía pareja, era una de las muchachas que había conocido en su primer encuentro con Ramírez. El 22 de julio, alentado por el giro de su suerte, Calica escribió una carta optimista a su madre. Las perspectivas mejoraban. Gracias a Nogués habían podido abandonar el hotel miserable y ahora eran atendidos a cuerpo de rey en la casa de una familia argentina pudiente donde pagaban su alojamiento. Llevaban una «vida social intensa».
«La gente bien de La Paz nos invita a almorzar… nos lleva a pasear en auto por la ciudad y nos ha invitado a una fiesta. Fuimos a una boîte, el Gallo de Oro, que pertenece a un argentino. No nos dejaron pagar nada. Todos los argentinos aquí son muy unidos, nos han tratado fantásticamente. A toda hora son meriendas, comidas en el Sucre y en el Hotel La Paz, los dos mejores… Esta tarde vamos a tomar el té con un par de chicas ricas y esta noche vamos a un baile».
Llevaban una vida esquizofrénica al alternar constantemente los bajos fondos y la «alta sociedad» de la ciudad. Aunque Ernesto quería familiarizarse con la revolución boliviana, sus contactos sociales los introducían en una élite paceña enemiga natural de los cambios en curso. Por ejemplo, Calica recuerda que la adinerada familia de Marta estaba a punto de abandonar sus tierras, expropiadas por la inminente reforma agraria.
Su travesía por la inestable trama social de la Bolivia revolucionaria fue rica en pequeños incidentes. Una noche, cuando volvían del Gallo de Oro a la ciudad, una de las omnipresentes patrullas indígenas que recorrían las calles detuvo su coche a punta de fusil. Recuerda Calica: «Pidieron nuestros documentos y Gobo, que estaba un poco borracho, dijo a uno de ellos, “Indio, guarda esa escopeta para cazar perdices…”».
Mientras Calica expresaba sin reservas las actitudes racistas de sus adinerados amigos blancos, Ernesto reflexionaba sobre lo que veía a su alrededor. «La gente llamada bien, la gente culta, se asombra de los acontecimientos y maldice la importancia que se le da al indio y al cholo, pero en todos me pareció apreciar una chispa de entusiasmo nacionalista frente a algunas obras del gobierno.
»Nadie niega la necesidad de que acabara el estado de cosas simbolizado por el poder de los tres jerarcas de las minas de estaño, y la gente joven encuentra que éste ha sido un paso adelante en la lucha por una mayor nivelación de personas y fortunas».
La «estadía de una semana» se prolongaba al tiempo que disminuían los fondos disponibles. «Estoy un poco desilusionado de no poder quedarme —escribió Ernesto a su padre el 24 de julio—, porque esto es un país muy interesante y vive un momento particularmente efervescente. El 2 de agosto se produce la reforma agraria, y se anuncian batidas y bochinches en todo el país. Hemos visto desfiles increíbles con gente armada de máuseres y piripipí [metralletas] que tiraban porque sí. Todos los días se escuchan tiros y hay heridos y muertos por armas de fuego.
»El gobierno muestra una casi total inoperancia para detener o aun encauzar a las masas campesinas y mineras, pero éstas responden de cierta medida y no hay duda que en una revuelta armada de la Falange (el partido opositor), éstos estarán del lado del MNR.
»La vida humana tiene poca importancia aquí y se da o se quita sin mayores aspavientos; todo eso hace que para un observador neutral la situación sea sumamente interesante…»
Ernesto había sugerido que partía, pero en realidad pensaba quedarse para ver qué sucedía el 2 de agosto. Quería ser testigo de un suceso histórico y posiblemente agitado. Entretanto, Calica y él aprovechaban todas las invitaciones de los Nogués para llenarse la panza. Calica escribió a su madre: «Ernesto come como si no hubiera comido en una semana, es famoso en el grupo…» Encantado por semejante muestra de apetito, Gobo apostaba cuánto podía comer Ernesto de una sola vez y prometió que si se encontraban en Lima, hacia donde se dirigían todos, llevaría a Ernesto y Calica a un restaurante donde la comida era gratuita si los clientes comían en cantidad suficiente. Sería para él un gran placer, dijo, «exhibir estos dos orgullosos ejemplares de la raza argentina».
Durante una velada con los Nogués conocieron al abogado argentino Ricardo Rojo. Hombre alto y robusto de calva incipiente y bigote, a los veintinueve años Rojo era un político veterano. Antiperonista de la opositora Unión Cívica Radical, acababa de escapar de una comisaría en Buenos Aires donde lo habían detenido como sospechoso de terrorismo.
Se había refugiado en la embajada guatemalteca y volado a Chile con un salvoconducto del gobierno izquierdista del presidente guatemalteco Jacobo Arbenz. De ahí había llegado a La Paz y, como Guevara y todos los argentinos de paso, había encontrado el camino a la casa de Isaías Nogués. Orgulloso de su hazaña, tenía consigo un recorte de la revista Life que relataba su fuga y salida del país. Pensaba ir a Perú, de ahí a Guatemala y con el tiempo llegar a Estados Unidos.
Como los demás huéspedes de Nogués, quedó impresionado por los «salvajes» hábitos alimentarios de Guevara y descubrió con sorpresa que era médico, ya que su tema de conversación preferido era la arqueología. «La primera vez que lo vi, Guevara no me causó gran impresión. Hablaba poco, prefería escuchar la conversación de los demás. Pero de repente hacía callar al interlocutor con una sonrisa seductora y un comentario filoso como una navaja».
Era un rasgo común a ambos. Rojo también era mordaz y afilado, y disfrutaba de la polémica tanto como Guevara. La noche que se conocieron, volvieron juntos a pie al hospedaje de Ernesto. Dice Rojo que se hicieron «amigos, aunque lo único que teníamos en común en esa época era que los dos éramos jóvenes estudiantes universitarios con poca plata. A mí no me interesaba la arqueología ni a él la política, al menos en el sentido que tenía la política para mí entonces y tendría más adelante para él».
Decidieron que volverían a encontrarse, y en efecto, a partir de entonces la figura ubicua de Rojo reaparecería una y otra vez en la vida de Guevara a lo largo de la década siguiente.[*]
A pesar de que los rumores de un alzamiento contrarrevolucionario acentuaban sus ansias por estar en La Paz el 2 de agosto, Ernesto también anhelaba conocer las condiciones en las tristemente célebres minas bolivianas y por eso, aunque ello lo obligaba a estar lejos ese día tan importante, Calica y él decidieron visitar la mina de volframio Balsa Negra, cerca de la capital. A una altura de algo menos de seis mil metros, la mina se encontraba a la sombra de los cantos sueltos y el hielo del monte Illimani. Los ingenieros de la mina les mostraron el lugar donde, durante una huelga anterior a la revolución, los guardias de la empresa habían emplazado una ametralladora y disparado contra los mineros y sus familias; ahora los mineros habían triunfado y la mina pertenecía al Estado. Como en Chuquicamata, el panorama conmovió profundamente a Ernesto. «El silencio de la mina quieta ataca hasta a los que como nosotros no conocen su idioma».
Ernesto y Calica pasaron la noche en la mina, y al prepararse para partir hacia La Paz, se cruzaron con los camiones cargados de mineros que regresaban de allí. Estaban armados y disparaban sus fusiles hacia el cielo. Con sus «caras pétreas y sus cascos de plástico coloreado», Ernesto los halló semejantes a «guerreros de otras tierras». Se enteró de que en la capital el día había transcurrido sin grandes incidentes.
La visita a la mina había valido la pena. Una vez más había visto al desnudo la dependencia de América Latina con respecto a Estados Unidos. Acerca del mineral de Balsa Negra, comentó: «Hoy por hoy es lo único que mantiene a Bolivia, pues es un mineral que los americanos compran, por lo que el gobierno ordenó incrementar la producción». Era la prueba irrefutable del vaticinio que había formulado con respecto al dilema de Chile al nacionalizar sus minas. Mientras los norteamericanos dominaran el mercado de exportación de minerales, la verdadera independencia era imposible.
El gobierno boliviano era consciente de ello; el presidente Eisenhower ejercía una fuerte presión para que realizara las reformas con cautela. Y el consejo no había caído en oídos sordos. Después del triunfo de la revolución, las nacionalizaciones del MNR se habían limitado a las minas de los tres grandes barones del estaño. Más importante aún, Bolivia dependía de Estados Unidos no sólo para venderle sus minerales sino también porque este país fijaba los precios. Durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos había comprado enormes cantidades de estaño a bajo precio para constituir un colchón de reserva. Ahora la venta de esas reservas le permitía dictar el precio del mineral en el mercado mundial.
Las presiones económicas no eran el único peligro que acechaba a la revolución boliviana. Desde la elección de Eisenhower, Estados Unidos había lanzado una agresiva política de contención del «expansionismo comunista soviético» en el mundo. En el verano de 1953, al presidente boliviano Siles le bastaba echar una mirada en derredor para comprender las dificultades que podría sufrir su gobierno si despertaba las iras de Washington.
Washington atacaba al gobierno izquierdista de Guatemala, al que acusaba de tener inclinaciones comunistas debido a la ley de reforma agraria de 1952 que había nacionalizado los intereses de la poderosa United Fruit Company. Ávida de venganza, la empresa había demostrado que poseía amigos influyentes en las esferas más altas del gobierno, sobre todo en la administración de Eisenhower.
El mundo se aproximaba a un nuevo umbral. En marzo había muerto el dirigente soviético Iósif Stalin. Pero ello no significó el fin de la guerra fría sino todo lo contrario. La Unión Soviética ansiaba alcanzar la paridad nuclear con Estados Unidos y apresuraba los últimos detalles de la primera bomba de hidrógeno del mundo para hacerla estallar el 12 de agosto.
Mientras los bandos intercambiaban prisioneros de guerra en Corea, las tropas chinas y de las Naciones Unidas chocaban en la última batalla sangrienta de los tres años de conflicto antes del armisticio. La tregua del 27 de julio dejó a la península devastada y dividida. Al igual que en Berlín, Oriente y Occidente se enfrentaban a lo largo de una frontera hostil, creando un nuevo foco de tensiones en un mundo cada vez más dividido.
En Cuba, país que Washington consideraba «seguro», sucedían hechos que poco más adelante afectarían profundamente la vida de Guevara. El 26 de julio, un grupo armado de jóvenes rebeldes asaltó y tomó momentáneamente el cuartel Moncada en la ciudad oriental de Santiago con la esperanza de provocar una insurrección nacional contra el dictador militar Fulgencio Batista. El enfrentamiento en sí causó la muerte de ocho rebeldes y diecinueve soldados, pero el ejército derrotó la intentona y la transformó en un baño de sangre. Batista quiso atribuir la acción a los «comunistas», pero el Partido Comunista cubano la repudió, calificándola de «putsch burgués», y negó toda participación. Entre los jóvenes rebeldes apresados, sesenta y nueve fueron ejecutados sumariamente o bajo tortura. La intervención de la Iglesia permitió que los supervivientes fueran detenidos con vida. Entre ellos estaban el líder de la revuelta, un estudiante de veintiséis años llamado Fidel Castro, y su hermano menor, Raúl.