IV

En la primera semana de septiembre, mientras avanzaban por la sierra, los rebeldes se enteraron de que se había producido la insurrección nacional. El 5 de septiembre, se había atacado y tomado la base naval y el cuartel de la policía en la ciudad de Cienfuegos. Junto con los amotinados de la marina habían participado hombres de otros grupos como el Partido Auténtico y el 26 de Julio. Pero los planes no se habían cumplido: a último momento, los jefes de la conspiración en Santiago y La Habana se habían echado atrás, dejando aislada la insurrección de Cienfuegos.

Los rebeldes controlaron la ciudad durante la mañana, pero a la tarde el régimen envió los tanques de la gran guarnición de Santa Clara y bombarderos norteamericanos B-26 para atacarlos desde el aire. En lugar de huir a la vecina sierra de Escambray, los rebeldes cometieron el error fatal de permanecer en la ciudad, y allí los masacraron. Los tres dirigentes del 26 de Julio que participaron en los sucesos —Javier Pazos, jefe en ejercicio del aparato clandestino en La Habana; Julio Camacho, jefe en la provincia de Las Villas, y Emilio Aragonés, dirigente del 26 de Julio en Cienfuegos— pudieron escapar, pero murieron unos trescientos de los cuatrocientos hombres de las diversas organizaciones participantes; a varios los fusilaron después de entregarse. El régimen se tomó venganza de la manera más bárbara; se hablaba de heridos enterrados vivos, y al cabecilla, alférez de navío Dionisio San Román, lo torturaron durante meses.

La acción, la más grande y sangrienta hasta el momento en el conflicto cubano, tuvo abundantes secuelas. Fidel fue acusado de traición por Justo Carrillo, exministro del gabinete de Prío y dirigente del grupo antibatistiano Montecristi, que había participado en la conspiración junto con una de las fracciones militares. Carrillo había enviado fondos al Movimiento 26 de Julio; luego había estudiado —y finalmente rechazado— la oferta de Fidel de formar una alianza en la época del Pacto de la Sierra. Ahora, Carrillo lo acusaba de perfidia, de dar luz verde a la revuelta de Cienfuegos sabiendo que fracasaría y provocaría la muerte de los militares que consideraba rivales suyos en la disputa por el poder. Tiempo después, el Che respondió indirectamente a esta acusación: «El Movimiento 26 de Julio, participando como aliado desarmado, no hubiera cambiado el curso de los acontecimientos aunque sus dirigentes hubieran previsto claramente el desenlace, lo que no sucedió. La lección para el futuro es: el que tiene la fuerza dicta la estrategia».

Pero también Batista sufriría las consecuencias de Cienfuegos. El Departamento de Estado consideraba que el uso de armas norteamericanas para aplastar la revuelta constituía una violación flagrante de los tratados de defensa entre los dos países; habían proporcionado los tanques y los bombarderos B-26 para la «defensa hemisférica» de Cuba, no para la represión de sublevaciones internas. Los norteamericanos pidieron explicaciones a las fuerzas armadas cubanas, y cuando éstas no las brindaron, empezaron a estudiar la suspensión de envíos futuros de armas al régimen.

Mientras tanto, en la Sierra Maestra, el Che y Fidel se acercaban a un nuevo blanco militar. El 10 de septiembre, las dos columnas llegaron a Pino del Agua. Fidel se aseguró de que los habitantes de la zona se enteraran de su presencia y hacia dónde se dirigía con el fin de que alguno lo delatara al ejército y luego se puso en marcha. Aquella noche, el Che montó su emboscada junto a los caminos y senderos por donde, según las previsiones, avanzaría el enemigo. El objetivo del plan era atacar un convoy motorizado y capturar varios camiones. Después de una semana de espera en un bosque sobre una loma que dominaba el camino principal, el Che y sus unidades oyeron ruidos de motores. El enemigo había mordido el cebo.

Más que una batalla, resultó un choque en pequeña escala. Una vez que se inició la emboscada, dos camiones cargados de soldados pudieron escapar, pero los rebeldes capturaron otros tres —los cuales incendiaron— y un cargamento valioso de armas y municiones. Mataron a tres soldados y tomaron un prisionero, un cabo que se unió a ellos y a partir de entonces fue su cocinero. Para su gran tristeza, perdieron a «Crucito», un poeta guajiro cuyos duelos con el otro verseador rebelde, Calixto Morales, entretenían a los combatientes. Crucito se había bautizado «el ruiseñor de la Maestra», y a su rival le había puesto el mote de «el buitre de los llanos».

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