III
Fidel hizo su entrada triunfal en La Habana con gran histrionismo, parado sobre un tanque a la cabeza de una ruidosa caravana. Después de presentar sus saludos a Urrutia en palacio, abordó el Granma, que había navegado a la capital y se encontraba anclado en el puerto. A continuación, acompañado por Raúl y Camilo —mientras el Che permanecía discretamente oculto en La Cabaña— marchó a Campo Columbia por calles bordeadas de miles de habaneros alborozados que agitaban banderas.
Esa noche, en un largo discurso televisado en vivo, Fidel subrayó la necesidad de imponer la ley, el orden y la unidad revolucionaria; en la «nueva Cuba» sólo cabía una fuerza revolucionaria; no se permitiría la existencia de «ejércitos privados». Esas palabras constituían una advertencia dirigida al Directorio, cuyos combatientes habían evacuado el palacio pero aún ocupaban los terrenos de la universidad y, según los informes, acumulaban armas. Como una señal ominosa de la inminencia de una confrontación, el dirigente Chomón había expresado que el Directorio estaba preocupado por la perspectiva de quedar marginado del poder. Pero el discurso de Fidel y su amenaza implícita de utilizar la fuerza obtuvieron la reacción deseada: antes de que finalizara el discurso, el Directorio hizo saber que entregaría las armas. Así desaparecía la amenaza de una organización armada de oposición; el alarde de fuerza de Fidel había triunfado.
Fidel también aprovechó la ocasión para poner de manifiesto el carácter nacionalista del nuevo régimen. Cuando un periodista preguntó qué opinaba del rumor de que el gobierno norteamericano retiraría su misión militar, respondió sin vacilar: «Debe retirarla. En primer lugar, el gobierno de los Estados Unidos no tiene derecho a mantener una misión permanente aquí. Dicho de otra manera, no es una prerrogativa del Departamento de Estado sino del Gobierno Revolucionario de Cuba». El sentido de la frase era: si Washington quería mantener buenas relaciones, debía buscar la reconciliación, y el primer paso era tratar a Cuba de igual a igual.
A la nación le dijo que se reorganizaría el ejército para que estuviera formado por hombres «leales a la revolución» que la defenderían en caso de necesidad. Advirtió que la victoria aún no estaba asegurada. Batista había huido a la República Dominicana con sus millones de dólares robados para buscar la protección de otro dictador infame, el general Trujillo, y cabía la posibilidad de que ambos iniciaran un contraataque.
Era un discurso hábil, que advertía a los cubanos sobre lo que habría de suceder, pero el recuerdo que más perduró en la memoria de la mayoría de los presentes fue el momento en que varias palomas blancas alzaron vuelo entre el auditorio para posarse sobre el hombro de Fidel. Para muchos fue una epifanía mística, que convalidaba la posición de Fidel como el carismático máximo líder de la revolución; otros lo consideraron un ejemplo magistral de su capacidad para presentar una imagen pública sublime en el momento preciso.
En medio de la sucesión vertiginosa de los acontecimientos, las señales contradictorias sobre el rumbo de la revolución desconcertaban a los observadores y mantenían a los cubanos en un estado de agitación constante. Washington se había mostrado conciliador al reconocer rápidamente al nuevo régimen. Su segundo gesto diplomático de apaciguamiento fue la renuncia del embajador Earl Smith, contaminado por sus vínculos con Batista, quien nombró un encargado de negocios y abandonó el país.
La composición del nuevo régimen difícilmente podía disgustar al gobierno de Eisenhower. Los integrantes del gabinete de Urrutia, tanto los veteranos como los bisoños, eran casi todos políticos «fiables», hombres de la clase media acomodada, anticomunistas con vínculos empresariales; entre ellos se contaban varios antiguos rivales de Fidel. Al confiarles puestos de autoridad aparente en el nuevo gobierno, Fidel había tranquilizado rápidamente a la conservadora comunidad política y empresarial, y captado a varios sectores potenciales de oposición.
La mayor sorpresa fue la designación del doctor José Miró Cardona, prominente abogado y secretario del Frente Cívico de Oposición, como primer ministro. «La designación de Miró Cardona cayó como una bomba —escribió Carlos Franqui tiempo después—. Era presidente del Colegio de Abogados de La Habana, representante de grandes empresas capitalistas y uno de los políticos más pronorteamericanos de Cuba. Años antes había defendido al mayor ladrón entre los presidentes cubanos, en el célebre caso de Grau San Martín, que había robado 84 millones de pesos. Había defendido al capitán Casillas, asesino del líder de los trabajadores azucareros negros, Jesús Menéndez. Nosotros no entendimos la elección de Fidel, pero sí lo hicieron aquellos que Fidel quería que comprendieran. En realidad fue una jugada inteligente que confundió a los norteamericanos, la policía y los políticos».
Tras denunciar el infortunado Pacto de Miami, el temible Felipe Pazos fue designado presidente del Banco Nacional; Justo Carrillo ocupó la presidencia del Banco de Desarrollo y el economista Regino Boti volvió de Estados Unidos con su título de Harvard para ocupar el Ministerio de Economía. Rufo López Fresquet, economista y analista del influyente rotativo conservador Diario de la Marina, recibió la cartera de Hacienda, y el político ortodoxo Roberto Agramonte la de Relaciones Exteriores.
Otros miembros del gabinete como Faustino Pérez, titular del flamante Ministerio para la Recuperación de Propiedad Adquirida Ilegalmente, pertenecían al ala derecha del 26 de Julio. Armando Hart recibió la cartera de Educación y Enrique Oltuski («Sierra»), pesadilla del Che durante la guerra, la de Comunicaciones. El periodista Luis Orlando Rodríguez, viejo amigo de Fidel que había ayudado a instalar Radio Rebelde y publicar El Cubano Libre, fue designado ministro del Interior. Otro puesto nuevo, el de ministro de Leyes Revolucionarias, fue encomendado a Osvaldo Dorticós Torrado, abogado de Cienfuegos que tenía vínculos discretos con el PSP. Su designación pareció inocua en ese momento, pero Dorticós Torrado desempeñaría un papel clave en los planes futuros de Fidel.
El gabinete se puso a trabajar en sesiones maratonianas para reformar la constitución, reconstruir la infraestructura destrozada y sanear la corrupta sociedad cubana; encabezaba la lista de prioridades de Urrutia un proyecto para prohibir el juego y la prostitución. Los nuevos ministros se apresuraron a poner sus propias casas en orden, despidiendo a los empleados que recibían prebendas secretas, llamadas botellas, del régimen de Batista. Los primeros decretos fueron de la misma naturaleza «purgante»: se prohibió temporalmente la actividad de los partidos políticos a la vez que se confiscaron las propiedades tanto de Batista como de sus ministros y de todos los políticos que habían participado en las dos últimas elecciones.
Al mismo tiempo, Fidel empezó a hablar ante grandes multitudes, una práctica hábil que bautizó como «democracia directa». Eran referéndum espontáneos semejantes a su primer discurso en Campo Columbia, en los que sondeaba a la multitud. Aprovechando su autoridad popular de indiscutido hombre fuerte de la revolución, utilizaba esas tribunas para poner a prueba, moldear y excitar el estado de ánimo público y, en última instancia, para presionar al gobierno. Repetía una y otra vez que las autoridades debían obedecer «la voluntad del pueblo» porque la revolución había sido librada «por el pueblo».
Fidel también inició la reforma del ejército, su verdadera base de poder. Pasó el rastrillo por las «viejas» fuerzas militares y policiales, y suspendió o expulsó a los oficiales. Nombró al coronel Ramón Barquín director de las academias militares y al mayor Quevedo, uno de varios oficiales de carrera que se habían pasado al bando rebelde después de la frustrada ofensiva del verano, jefe de logística militar. Otros oficiales se fueron al «dorado exilio» como agregados militares en el exterior. La nueva élite militar estaba integrada por rebeldes leales. Camilo, gobernador militar de la provincia de La Habana, fue designado jefe de estado mayor del ejército. Augusto Martínez Sánchez, abogado que había servido de auditor en el Segundo Frente de Raúl, recibió la cartera de Defensa. Efigenio Ameijeras, jefe de la fuerza de choque Mau-Mau, la unidad de élite de Raúl, fue designado jefe de policía. El piloto Pedro Díaz Lanz, comandante de la fuerza aérea rebelde durante los últimos meses, recibió ese título de manera oficial. Acaso la medida más elocuente fue la designación de hombres leales del 26 de Julio como gobernadores militares en todas las provincias cubanas.
En poco tiempo se hizo evidente que la verdadera sede del poder revolucionario no estaba en el barroco palacio presidencial de La Habana Vieja, sino dondequiera que se encontrara Fidel; y Fidel parecía estar en todas partes. Su base era una suite en el piso veintitrés del nuevo Havana Hilton, en el barrio céntrico de El Vedado, pero también dormía y trabajaba en el vecino apartamento de Celia Sánchez y en una villa en la aldea pesquera de Cojímar, unos treinta minutos al este de la capital. Fue en esa villa, más que en el palacio presidencial, donde se gestaría el futuro de Cuba. Allí, durante los meses siguientes, Fidel se reuniría todas las noches con sus camaradas de mayor confianza y los dirigentes del Partido Comunista con el fin de forjar una alianza secreta del PSP con el Movimiento 26 de Julio para conformar un partido revolucionario único. Fidel, el Che, Raúl, Ramiro y Camilo representaban a los guerrilleros; Carlos Rafael Rodríguez, Aníbal Escalante y Blas Roca, secretario general del PSP, negociaban en nombre de los comunistas.