II
Mientras esperaban la llegada de otros miembros de la brigada cubana, que divididos en varios grupos seguían distintos itinerarios, Ribalta alojó al Che y sus dos camaradas en una finca pequeña de las afueras de Dar es Salam que había alquilado. De un diccionario swahili el Che escogió los nombres de guerra de los tres. En adelante, Dreke sería «Moja» (Uno); Papi sería «Mbili» (Dos) y él sería «Tato» (Tres).
Ante la ausencia inesperada de Kabila y otros dirigentes rebeldes congoleños que asistían a una reunión cumbre de revolucionarios en El Cairo, se pusieron en contacto con un representante de mediana jerarquía en Dar Es Salam, un joven llamado Godefroi Chamaleso, a quien sólo dijeron que los tres constituían la avanzada del contingente cubano prometido. Para justificar la presencia de blancos, dijeron que el hombre llamado Tato era médico, hablaba francés y era veterano de la guerrilla, en tanto que Mbili aportaría una vasta e invalorable experiencia combatiente.
Pero desde luego que estos subterfugios sólo eran un remedio provisional; la decisión de cuándo y a quién revelar la identidad del jefe del grupo se les presentaba como un auténtico dilema. El Che le dijo a Chamaleso que el número de cubanos que acudirían sería mayor que el previsto inicialmente: ciento treinta. Frente a esta revelación, su interlocutor pareció no inmutarse. El Che dijo entonces que querían entrar en territorio congoleño lo más pronto posible. Mientras Chamaleso —aun sin darse cuenta de que el hombre con quien se había reunido era el Che— se marchó a El Cairo para informar a Kabila de su llegada, el trío esperó, enviando a un encargado de organizar el cruce del lago Tanganyika en tanto que otros compraban en el mercado de la ciudad los suministros que necesitaban: mochilas, mantas, cuchillos y plásticos.
«No había comunicado a ningún congolés mi decisión de luchar en su país —escribiría el Che más adelante—. En la primera conversación con Kabila no podía hacerlo porque no había nada decidido y, luego de aprobarse el plan [por Fidel], hubiera sido peligroso que se conociera mi proyecto antes de llegar a destino; había que atravesar mucho territorio hostil. Decidí, pues, presentar un hecho consumado y actuar de acuerdo a cómo reaccionaran ante mi presencia. No se me ocultaba el hecho de que una negativa me colocaba en una posición difícil, pues ya no podría regresar, pero también calculaba que para ellos sería difícil negarse. Estaba realizando un chantaje de cuerpo presente».
El regreso a Cuba era imposible, no porque hubiera reñido con Fidel sino porque su decisión de partir era irrevocable. Se había forjado una reputación de no faltar jamás a la palabra empeñada, y no había circunstancia concebible que pudiera modificar esa actitud. Había prestado el mismo juramento de dedicación total que había exigido a los hombres de Masetti cuando se preparaban para combatir en Argentina: en adelante debían considerarse hombres muertos; si sobrevivían, lo cual era dudoso en la mayoría de los casos, pasarían los diez o veinte años siguientes de sus vidas en combate. El Che acababa de asumir la misma obligación.
En verdad, al partir de Cuba había quemado las naves en una nota manuscrita a Fidel que éste debía dar a conocer al público cuando lo estimara oportuno. Era simultáneamente un resumen de su vida en común, una despedida, una declaración jurada que liberaba al gobierno cubano de toda responsabilidad por sus acciones futuras y un testamento.
La encabezaba un simple «Fidel»:
Me recuerdo en esta hora de muchas cosas, de cuando te conocí en casa de María Antonia [en Ciudad de México], de cuando me propusiste venir, de toda la tensión de los preparativos.
Un día pasaron preguntando a quién se debía avisar en caso de muerte y la posibilidad real del hecho nos golpeó a todos. Después supimos que era cierta, que en una revolución se triunfa o se muere (si es verdadera). Muchos compañeros quedaron a lo largo del camino hacia la victoria.
Hoy todo tiene un tono menos dramático, porque somos más maduros, pero el hecho se repite. Siento que he cumplido la parte de mi deber que me ataba a la Revolución Cubana en su territorio y me despido de ti, de los compañeros, de tu pueblo, que ya es mío.
Hago formal renuncia de mis cargos en la dirección del partido, de mi puesto de ministro, de mi grado de comandante, de mi condición de cubano. Nada legal me ata a Cuba…
Haciendo un recuento de mi vida pasada creo haber trabajado con suficiente honradez y dedicación para consolidar el triunfo revolucionario. Mi única falta de alguna gravedad es no haber confiado más en ti desde los primeros momentos de la Sierra Maestra y no haber comprendido con suficiente celeridad tus cualidades de conductor y de revolucionario.[96]
He vivido días magníficos y sentí a tu lado el orgullo de pertenecer a nuestro pueblo en los días luminosos y tristes de la crisis [de los misiles] del Caribe.
Pocas veces brilló más alto un estadista que en esos días…
Otras tierras del mundo reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos. Yo puedo hacer lo que te está negado por tu responsabilidad al frente de Cuba y llegó la hora de separarnos.
Sépase que lo hago con una mezcla de alegría y dolor: aquí dejo lo más puro de mis esperanzas de constructor y lo más querido entre mis seres queridos… y dejo un pueblo que me admitió como un hijo; eso lacera una parte de mi espíritu. En los nuevos campos de batalla llevaré la fe que me inculcaste, el espíritu revolucionario de mi pueblo, la sensación de cumplir con el más sagrado de los deberes: luchar contra el imperialismo donde quiera que esté; esto reconforta y cura con creces cualquier desgarradura.
Digo una vez más que libero a Cuba de cualquier responsabilidad, salvo la que emane de su ejemplo. Que si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento será para este pueblo y especialmente para ti… Que no dejo a mis hijos y mi mujer nada material y no me apena: me alegra que así sea. Que no pido nada para ellos pues el Estado les dará lo suficiente para vivir y educarse…
Hasta la victoria siempre. ¡Patria o Muerte!
Te abraza con todo fervor revolucionario
Che. También dejó una carta para que la enviaran a sus padres:
Queridos viejos:
Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo.
Hace de esto casi diez años, les escribí otra carta de despedida. Según recuerdo, me lamentaba de no ser mejor soldado y mejor médico; lo segundo ya no me interesa, soldado no soy tan malo.
Nada ha cambiado en esencia, salvo que soy mucho más consciente, mi marxismo está enraizado y depurado. Creo en la lucha armada como única solución para los pueblos que luchan por liberarse y soy consecuente con mis creencias. Muchos me dirán aventurero, y lo soy, sólo que de un tipo diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades.
Puede ser que ésta sea la definitiva. No lo busco pero está dentro del cálculo lógico de probabilidades. Si es así, va un último abrazo.
Los he querido mucho, sólo que no he sabido expresar mi cariño, soy extremadamente rígido en mis acciones y creo que a veces no me entendieron. No era fácil entenderme, por otra parte, créanme solamente, hoy. Ahora, una voluntad que he pulido con delectación de artista, sostendrá unas piernas fláccidas y unos pulmones cansados. Lo haré.
Acuérdense de vez en cuando de este pequeño condotiero del siglo XX… Un gran abrazo de hijo pródigo y recalcitrante para ustedes.
Ernesto
Para Aleida, grabó sus poemas de amor preferidos, entre ellos varios de Neruda. Y a sus cinco hijos dejó una carta que sólo debían conocer después de su muerte:
Si alguna vez tienen que leer esta carta, será porque yo no esté entre ustedes.
Casi no se acordarán de mí y los más chiquitos no se recordarán nada.
Su padre ha sido un hombre que actúa como piensa y, seguro, ha sido leal a sus convicciones.
Crezcan como buenos revolucionarios. Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite dominar la naturaleza. Acuérdense que la revolución es lo más importante y que cada uno de nosotros, solo, no vale nada. Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario.
Hasta siempre hijitos, espero verlos todavía. Un beso grandote y un gran abrazo de
Papá.[*]
En cuanto a Hilda madre, aunque había sido la esposa del Che, durante los últimos años sus encuentros habían sido más bien formales, generalmente limitados a las visitas a la hija de ambos. La última vez que se vieron fue en vísperas de su viaje para hablar ante las Naciones Unidas en noviembre de 1964, cuando él fue a despedirse de ella e Hildita. Al mostrarle una carta del padre del Che que ella había recibido en la que decía que pensaba viajar próximamente a La Habana, según Hilda, el Che sorprendido y a la vez preocupado exclamó: «¡Por qué no vino antes! ¡Qué lástima! Ahora ya no hay tiempo».
En ese momento no comprendió qué quiso decir; más adelante cayó en la cuenta de que seguramente ya pensaba en su proyecto guerrillero en África. Meses después, a su regreso de Argel el 15 de marzo, su hija Hildita estaba en el aeropuerto para recibirlo. El Che la llevó a su casa y partió inmediatamente hacia su reunión con Fidel en La Habana. No tuvo tiempo para conversar con Hilda, pero dijo a su hija que volvería más tarde. «Dos o tres días después me llamó para decirme que vendría a conversar conmigo —escribió Hilda—, pero a último momento llamó otra vez para decir que se iba al campo a cortar caña y que me visitaría cuando regresara del trabajo voluntario». Desde luego que ni Hilda ni Hildita volverían a verlo.[98]
Para un puñado de amigos íntimos había escogido varios libros de la biblioteca de su oficina e inscrito dedicatorias personales en cada uno; los dejó en el anaquel para que los encontraran, sin decir nada a nadie. A su viejo amigo Alberto Granado dejó un libro de historia del azúcar, El ingenio, con la siguiente dedicatoria:
«No sé qué dejarte de recuerdo. Te obligo, pues, a sumergirte en la caña de azúcar. Mi casa rodante volverá a tener dos pies y mis sueños ningún límite, al menos hasta que hablen las balas. Te espero, gitano sedentario, cuando se disipe el olor de la pólvora».
Orlando Borrego había querido acompañarlo, pero el Che se negó: su joven protegido era ministro del azúcar, y sus servicios eran demasiado valiosos para que abandonara el puesto. Le dejó los tres tomos de El capital y una dedicatoria:
«Borrego: Ésta es la fuente, aquí aprendimos todos juntos a tropezones buscando lo que todavía es una intuición apenas. Hoy que marcho a cumplir mi deber, y quedas cumpliendo tu deber contra tu anhelo, te dejo constancia de mi amistad, que pocas veces se expresó en palabras. Gracias por tu firmeza y tu lealtad. Que nada te separe de la ruta. Un abrazo, Che».
(Después de su partida, Borrego asumió una misión especial propia para honrar a su maestro: la publicación de una edición especial de obras escogidas del Che, un compendio de ensayos, artículos, discursos y cartas. Sería el legado literario del Che a Cuba, un medio para asegurar que sus principios revolucionarios sobrevivieran en la isla.)
En un primer momento las cartas de despedida del Che no fueron difundidas, pero además del discurso de Argel, que fue su última aparición pública en esferas internacionales, dejó un manifiesto que sólo se puede calificar de obra final. Era un ensayo largo, escrito durante su viaje de tres meses por África y enviado como carta al director del semanario uruguayo Marcha antes del regreso a Cuba. «El socialismo y el hombre en Cuba» apareció en marzo, y aun antes de la desaparición del Che provocó una conmoción en los círculos izquierdistas del hemisferio. Apareció en la revista cubana Verde Olivo del 11 de abril, cuando el Che volaba de regreso a Tanzania.
«El socialismo y el hombre en Cuba» es la cristalización del mensaje doctrinario del Che y a la vez un autorretrato sumamente revelador. Allí reafirma el derecho de Cuba de ocupar el puesto de «vanguardia» y timonel de la revolución latinoamericana a la vez que fustiga en los términos más duros a los socialistas que aplican sumisamente los dogmas soviéticos. Desarrolla su crítica del modelo soviético y reitera su argumento a favor de los incentivos «morales» en oposición a los materiales.
El Che niega que la construcción del socialismo signifique la «abolición del individuo». Por el contrario, el individuo es la esencia de la revolución: la lucha cubana había dependido de los individuos que combatieron y ofrendaron sus vidas por ella. En la vorágine de esa lucha había nacido una nueva concepción del yo: la «etapa heroica» comenzó cuando esos individuos empezaron a competir por «un cargo de mayor responsabilidad, de mayor peligro, sin otra satisfacción que el cumplimiento del deber… En la actitud de nuestros combatientes se vislumbraba al hombre del futuro».
Al leer estas líneas es difícil evitar la sensación de que el Che expresaba su verdad personal, que si bien se extendía a otros era sobre todas las cosas una justificación de su propia transformación revolucionaria. Aquí estaba la esencia de la filosofía del Che: convencido de que había consumado la sublimación de su yo, su ser individual, había accedido a un estado mental que le permitía sacrificarse conscientemente por la sociedad y sus ideales. Si él podía hacerlo, otros podían imitarlo.
Para finalizar, escribió:
Hay que decirlo con toda sinceridad, en una revolución verdadera a la que se le da todo, de la cual no se espera ninguna retribución material, la tarea del revolucionario de vanguardia es a la vez magnífica y angustiosa.
Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad. Quizás sea uno de los grandes dramas del dirigente; éste debe unir a un espíritu apasionado una mente fría y tomar decisiones dolorosas sin que se contraiga un músculo. Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos, a las causas más sagradas y hacerlo único, indivisible. No pueden descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde el hombre común lo ejercita.
Los dirigentes de la Revolución tienen hijos que en sus primeros balbuceos no aprenden a nombrar al padre; mujeres que deben ser parte del sacrificio general de su vida para llevar la Revolución a su destino; el marco de los amigos responde estrictamente al marco de los compañeros de Revolución. No hay vida fuera de ella.
En esas condiciones, hay que tener una gran dosis de humanidad, una gran dosis de sentido de la justicia y de la verdad para no caer en extremos dogmáticos, en escolasticismos fríos, en aislamiento de masas. Todos los días hay que luchar por que ese amor a la humanidad viviente se transforme en hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo, de movilización…
Sabemos que hay sacrificios delante nuestro y que debemos pagar un precio por el hecho heroico de constituir una vanguardia como nación. Nosotros, dirigentes, sabemos que tenemos que pagar un precio por tener derecho a decir que estamos a la cabeza del pueblo que está a la cabeza de América. Todos y cada uno de nosotros paga puntualmente su cuota de sacrificio, conscientes de recibir el premio en la satisfacción del deber cumplido, conscientes de avanzar con todos hacia el hombre nuevo que se vislumbra en el horizonte.