III
En 1832, el naturalista británico Charles Darwin, testigo de las atrocidades cometidas contra los indígenas argentinos nativos por el caudillo gaucho Juan Manuel de Rosas, había vaticinado: «El país quedará en manos de los salvajes gauchos blancos en lugar de los indios de piel cobriza. Los primeros son un poco superiores en educación, pero inferiores en todas las virtudes morales».
Pero a la vez que corría la sangre, la Argentina generaba su propio panteón de héroes con espíritu cívico, desde el general José de San Martín, libertador del país en la guerra de independencia contra España, hasta el aguerrido periodista, educador y presidente Domingo Faustino Sarmiento, quien finalmente arrastró a la Argentina a la era moderna como república unificada. En 1845 Sarmiento publicó Facundo, civilización y barbarie, un fuerte toque de atención a sus compatriotas para que siguieran el camino del hombre civilizado en lugar de la brutalidad del argentino de frontera arquetípico, el gaucho.
Con todo, el mismo Sarmiento había gobernado el país con autoridad de dictador, y después de su muerte el culto argentino del hombre fuerte, el caudillo, no desapareció. El caudillismo sería un rasgo de la política hasta muy entrado el siglo siguiente, en tanto el gobierno oscilaba entre caudillos y demócratas en una desconcertante danza cíclica. En efecto, como si reflejara los agudos contrastes de la gran tierra conquistada por ellos, el temperamento argentino mostraba un dualismo irreconciliable, aparentemente anclado en un estado de tensión perpetua entre el salvajismo y la ilustración. Apasionados, caprichosos y racistas, los argentinos eran a la vez generosos, ocurrentes y hospitalarios y poseían un fuerte sentido del orgullo nacional. La paradoja dio lugar a una cultura floreciente, expresada en obras literarias clásicas como el poema épico gaucho Martín Fierro, de José Hernández, y Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes.
En la década de 1870 el país había adquirido estabilidad. Y una vez consolidada la conquista de las pampas del sur tras una campaña auspiciada por el gobierno para exterminar a la población indígena, se abrieron vastas extensiones de tierra a la colonización. Se tendieron cercos en la pampa para delimitar tierras de labranza y pastoreo; aparecieron ciudades e industrias; se construyeron puertos y ferrocarriles. A fines de siglo la población se triplicó; más de un millón de inmigrantes llegaron de Italia, España, Alemania, Gran Bretaña, Rusia y el Oriente Próximo a la rica tierra austral de promisión… y el flujo continuaba.
En apenas un siglo, la ciudad de Buenos Aires, triste guarnición colonial sobre el vasto estuario del Río de la Plata, adquirió la naturaleza explosiva y apasionada del crisol de razas, expresada en la nueva y sensual cultura del tango; su cantor de ojos oscuros Carlos Gardel prestaba su voz sugestiva a un orgullo nacional en expansión. Hablaba su propio dialecto callejero, el lunfardo, un argot argentino rico en dobles sentidos nacido del quechua, el italiano y el español gaucho.
En los ajetreados muelles del puerto, los barcos cargaban carne, cereales y cueros para llevarlos a Europa; otros descargaban Studebakers norteamericanos, fonógrafos y la última moda de París. La ciudad se jactaba de poseer un teatro lírico, una Bolsa y una buena universidad; manzanas de imponentes edificios públicos de estilo neoclásico, mansiones privadas, parques ornamentales con árboles inmensos y campos de polo, amplios bulevares adornados con estatuas heroicas y fuentes con chorros de agua. Los tranvías traqueteaban a los barquinazos por las calles adoquinadas flanqueadas por elegantes confiterías y whiskerías de puertas de bronce y letreros dorados sobre ventanas de vidrio tallado. Entre los espejos y mármoles de su interior, altivos camareros de chaqueta blanca y pelo engominado vigilaban la sala y se abatían sobre las mesas en un destello, como águilas acechantes.
Pero mientras los porteños, como se llamaban a sí mismos los habitantes de Buenos Aires, buscaban sus modelos culturales en Europa, buena parte del interior vegetaba en el atraso decimonónico. En el norte, los caudillos provincianos regían con mano déspota vastos algodonales y cañaverales. Los casos de lepra, malaria y aun de peste bubónica eran frecuentes entre sus trabajadores. En las provincias andinas, los indígenas de lengua quechua y aymara, llamados coyas, vivían en condiciones de pobreza extrema. Faltaban dos décadas para el otorgamiento del voto a las mujeres y aún mucho más para la legalización del divorcio. La justicia patronal y la servidumbre por contrato formaban parte de la vida cotidiana en las regiones alejadas de los centros urbanos.
El sistema político argentino, lejos de seguir la evolución social, se había estancado. Durante dos décadas los partidos Conservador y Radical habían regido los destinos del país. El entonces presidente radical Hipólito Yrigoyen, envejecido y excéntrico, era una figura inescrutable que rara vez hablaba o se presentaba en público. Los obreros tenían pocos derechos, sus huelgas solían ser reprimidas a balazos y bastonazos. Los criminales cumplían sus condenas en la helada desolación de la Patagonia austral, adonde se los transportaba en barcos. Pero la inmigración y el siglo XX traían ideas políticas nuevas. Feministas, socialistas, anarquistas y también fascistas empezaban a hacerse oír. En la Argentina de 1927, el cambio político y social era inevitable, pero estaba demorado.