V
Con sus convicciones divergentes, el Che y Aleida eran una pareja inverosímil. Aleida provenía del sector de la Revolución Cubana más despreciado por el Che. Era del llano, anticomunista y para colmo conservaba muchos de los prejuicios raciales que le habían inculcado en la juventud. Aunque en esos días no tenía importancia, le gustaba vestir bien y compartía el desdén racista de su madre. En cambio, el Che pertenecía al ala extrema del comunismo, la mayor pesadilla de la mayoría de los camaradas de Aleida. Era famosa su negligencia en materia de aspecto personal e higiene y se había rodeado de negros y guajiros incultos.
Pero con respecto a las mujeres, sobre todo las bonitas, el Che solía dejar de lado sus convicciones políticas, y, en verdad, Aleida March era muy bonita. También merecía respeto por su coraje, ya que más de una vez había demostrado que era capaz de enfrentarse a la muerte. Es indudable que el Che también se sintió atraído por su personalidad contradictoria, muy tímida pero con un sentido del humor filoso y desinhibido. Cuando se decidía a hablar, era sincera hasta la indiscreción, como el Che.
En todo caso eran una pareja, y sus camaradas advirtieron y aceptaron el hecho rápidamente. Para los combatientes, Aleida significó un cambio grato en su vida cotidiana al atenuar los afanes disciplinarios del Che. A partir de entonces, iban juntos a todas partes.
Al fracturarse el brazo, el Che puso a Castellanos al volante de su jeep en el que recorrían la provincia con sus jóvenes escoltas: Harry Villegas, Jesús Parra «Parrita», José Argudín y Hermes Peña. Así surgió el rumor de que andaba con «tres mujeres: una rubia, una negra y una jabao», como se llama en Cuba al mulato de origen blanco. Sin duda, Aleida era la rubia, pero Villegas, un negro lampiño de dieciséis años y el también imberbe Parrita, un blanco de larga melena rubia, se enteraron para su disgusto que los habían confundido con mujeres. Rumores maliciosos aparte, el Che no había formado un harén sino una familia guerrillera. Él y Aleida hacían las veces de padres y los jóvenes guerrilleros eran sus «hijos» traviesos.
«El Che nos conocía como conocen los padres a los hijos —recuerda Villegas—. Sabía cuándo hacíamos una maldad, cuándo le ocultábamos algo, cuándo cometíamos un error por ignorancia o por travesura… Y las primeras normas que él impuso fueron de convivencia, normas estrictas que al principio no las comprendíamos con cabalidad, por ejemplo, el hecho de que nadie tuviera una participación excepcional por nada, ningún privilegio. Cuando él veía algo extra de comida, me llamaba para averiguar de dónde la había sacado e indagaba por qué vino, por qué la acepté, y llamaba a Aleida y la hacía responsable de que eso no podía pasar… Podríamos decir que [Aleida] fue como nuestra madrina, porque éramos traviesos y el Che a veces nos criticaba duro… y ella era la intermediaria en muchas oportunidades en que evaluaba la situación de manera distinta y le hacía ver que era muy fuerte con nosotros».
Mientras tanto, la ofensiva contra el régimen de Batista continuaba con toda furia. Tras la rendición de Placetas, el Che se dirigió hacia el norte; el día de Navidad atacó Remedios y el puerto de Caibarién, que cayeron al día siguiente. Villa Clara se había convertido en un caos de tropas regulares derrotadas, civiles alborozados y guerrilleros pelilargos por todas partes, mientras desde el cielo, los aviones los bombardeaban y ametrallaban sin cesar. El 27 de diciembre sólo se interponía entre el Che y la capital de Las Villas la guarnición de Camajuaní; cuando sus tropas huyeron sin combatir, quedó el camino expedito para el ataque a Santa Clara, la cuarta ciudad de Cuba.
La euforia reinaba entre los combatientes. Sabían que la victoria estaba cerca, pero el Che les ordenó que no celebraran la victoria prematuramente; una de sus prioridades era mantener la disciplina de la tropa y a la vez imponer una suerte de ley y orden en la provincia. Para prevenir la anarquía, designaba autoridades revolucionarias provisionales en cada pueblo liberado e imponía normas de conducta para sus hombres. Los bares y burdeles estaban estrictamente vedados, pero para muchos guerrilleros jóvenes, recibidos como héroes conquistadores en los pueblos después de meses de abstinencia en el monte, la tentación era excesiva. La mayoría demostró una conducta notable, pero era inevitable que algunos aprovecharan los placeres en oferta. El día que cayó Remedios, el jefe de pelotón Enrique Acevedo estuvo a punto de perder el control de sus hombres cuando el dueño de un burdel envió un camión cargado de prostitutas y varias botellas de ron en prueba de «admiración».
«Parejas furtivas van rumbo a la arboleda, mientras me quedo observando cómo se desarticula la emboscada. Sin pensarlo más, le espeto al tipo: “Si eso lo has hecho con el fin de afectar la emboscada, te lo voy a cobrar al duro. ¡Recoge de inmediato el carretón de putas que has volqueteado aquí!”» En su evaluación posterior, Acevedo comprendió que había reaccionado apenas a tiempo. «No todos “pecaron”, el grueso no abandonó la emboscada. De todas formas, mantener el orden ante aquella tentación fue una labor titánica».
Cuando el Che planificaba la jugada siguiente, Fidel le escribió una carta a la luz de una linterna desde fuera de la reforzada guarnición de Maffo, que sus fuerzas sitiaban desde hacía seis días: «La guerra está ganada, el enemigo se derrumba con estrépito, tenemos diez mil soldados encerrados en Oriente. Los de Camagüey no tienen forma de escapar. Todo esto es el resultado de una sola cosa: nuestro esfuerzo y decisión. Es esencial que comprendas que el aspecto político de nuestra batalla en [la provincia de] Las Villas es fundamental.
»Por el momento es sumamente importante que el avance hacia Matanzas y La Habana sea realizado exclusivamente por fuerzas del 26 de Julio. La columna de Camilo debe estar al frente, en la vanguardia, para tomar La Habana cuando caiga la dictadura si no queremos que las armas de [la guarnición de] Campo Columbia sean repartidas entre todos los distintos grupos, lo que presentaría un problema muy serio en el futuro».
En vísperas de derrotar a las fuerzas armadas cubanas en el campo de batalla, Fidel estaba resuelto a impedir que sus rivales se hicieran con el botín político en el último momento. Sus inquietudes no tenían nada que ver con las que se expresaban en Washington. El Departamento de Estado y la CIA habían dejado de lado sus antiguas diferencias en favor del consenso general de que no se podía permitir que un sujeto tan escurridizo como Castro tomara el poder. Sin embargo, los sucesos de las últimas semanas habían desbaratado las últimas esperanzas del gobierno de Eisenhower de que las elecciones del 3 de noviembre de alguna manera paliarían la crisis cubana.
Además de la ofensiva del Che y Camilo en Las Villas, nuevas columnas rebeldes recorrían Oriente y Camagüey. Varias guarniciones se habían rendido a las fuerzas de Raúl, los suministros de agua y energía de Holguín estaban inutilizados y la misma Santiago estaba cada vez bajo mayor presión a medida que las unidades rebeldes se acercaban. A fines de noviembre, después de tomar la gran guarnición de Guisa al cabo de un sitio cruento, las fuerzas de Fidel también se desplazaron de la sierra al llano. El embajador Smith viajaba constantemente entre La Habana y Washington en busca de apoyo para el presidente electo Rivero Agüero, pero en vano; todos comprendían que la situación militar se deterioraba rápidamente y crecían los temores de que Batista no alcanzaría a sostenerse hasta la entrega del mando, prevista para febrero.
Smith recibió instrucciones de comunicarle a Batista que Washington no apoyaría al gobierno de Rivero Agüero y que debía entregar el poder inmediatamente a una junta cívico-militar aceptable para Estados Unidos. Batista se negó, evidentemente convencido de que aún podía salvar la situación. A principios de diciembre había rechazado una petición similar del jefe de la CIA en La Habana, William Pawley, exembajador en Cuba y fundador de las líneas aéreas nacionales Cubana de Aviación.
En los días siguientes, Raúl tomó el puerto de Nicaro y la guarnición de La Maya en Guantánamo después que un piloto rebelde arrojara una bomba de napalm sobre el cuartel. En esas acciones capturó enormes cantidades de armas y tomó medio millar de prisioneros. A mediados de diciembre, mientras Fidel sitiaba Maffo, sus fuerzas controlaban casi toda la Carretera Central en Oriente y el ejército aparentemente estaba cercado por todas partes.
Durante el incontenible avance rebelde, la CIA estudiaba la posibilidad de apoyar un golpe militar preventivo, y sus agentes buscaban candidatos aceptables para integrar la junta. Justo Carrillo postuló una vez más al coronel Barquín, quien seguía encarcelado en la isla de Pinos. Había muchos elementos leales a Barquín en las fuerzas armadas, y la mayoría de la gente lo consideraba el candidato adecuado para tomar el control militar tras la caída de Batista. Esta vez la CIA dio luz verde y entregó fondos a Carrillo para sobornar a los funcionarios de la cárcel con el fin de que liberaran al coronel.
Al mismo tiempo, altos oficiales de la camarilla de Batista tramaban conspiraciones para echarlo y asegurar sus propios puestos. El general Francisco Tabernilla, jefe del estado mayor del ejército, dijo al comandante militar de Oriente, general Cantillo, que iniciara negociaciones con Fidel. Debía proponerle una alianza entre rebeldes y militares para dar el golpe final e instaurar luego una junta. Ésta incluiría al propio Cantillo, otro oficial a designar, el pretendiente a la presidencia Manuel Urrutia y dos civiles escogidos por Fidel.
Evidentemente, la consigna de estos esfuerzos desesperados era «Detener a Castro», y Fidel veía escasas razones para darles el gusto. Rechazó las propuestas de los golpistas y comunicó a Cantillo que quería reunirse con él cara a cara para hacerle conocer las suyas.
Mientras tanto, el ejército de Batista se derrumbaba. En ciudades y pueblos de todo el país, civiles alborozados recibían a los rebeldes y muchos —sinceramente o no— llevaban el brazalete rojinegro del 26 de Julio. Para la Navidad, las fuerzas del Che y Camilo habían tomado las ciudades y los pueblos principales de Las Villas salvo Santa Clara, Cienfuegos, Trinidad y Yaguajay. Víctor Bordón había tomado una serie de pueblos al oeste para impedir que llegaran refuerzos de Cienfuegos o La Habana a Santa Clara. En Oriente cayeron las grandes guarniciones de Caimanera y Sagua de Támano, y el buque de la armada Máximo Gómez, fondeado frente a Santiago, sólo esperaba la orden de los rebeldes para desertar. Después de una breve visita de Navidad a su madre en Birán, Fidel preparó su encuentro con Cantillo. Aún tenía bastante de qué preocuparse, pero la noche del 26 de diciembre consideró que había llegado el momento de dar la orden que todos los rebeldes aguardaban desde hacía mucho tiempo: preparar el asalto a La Habana.
El análisis de Fidel del final de partida resultó certero: la batalla de Las Villas era crucial, porque Santa Clara era la última piedra angular de la estrategia defensiva batistiana. Encrucijada del transporte y las comunicaciones en el centro de la isla, con una población de ciento cincuenta mil habitantes, Santa Clara era el último obstáculo en la marcha rebelde sobre la capital; si la tomaban, sólo el puerto de Matanzas se interponía entre ellos y La Habana. Batista depositó todas sus esperanzas en la defensa de Santa Clara. Envió dos mil efectivos frescos para elevar el total de la tropa a tres mil quinientos y puso a su mejor soldado, Joaquín Casillas, recientemente ascendido a coronel, a asumir la defensa. En apoyo de Casillas envió un tren blindado, cargado de armas, municiones y equipos de comunicaciones; éste debía servir de arsenal de reserva y enlace móvil de comunicaciones con el cuartel general militar en Campo Columbia.
A pesar de estas medidas para reforzar Santa Clara, Batista sabía que le quedaba poco tiempo. Estaba al tanto de las conspiraciones de Tabernilla y había resuelto apoyarse en el general Cantillo, con la promesa de entregar el poder a fines de enero a una junta encabezada por el comandante de Oriente. Al mismo tiempo, Batista cubría su retirada; durante la Navidad dispuso que varios aviones se aprestaran a evacuarlo juntamente con un pequeño grupo de oficiales y amigos con sus familias. Días después envió a sus hijos a Estados Unidos para que estuvieran a salvo.
Mientras tanto, el Che se aprestaba a atacar Santa Clara. El 27 de diciembre, luego de liberar Placetas, recibió allí a Antonio Núñez Jiménez, un joven profesor de geografía de la Universidad de Santa Clara, quien llevaba consigo mapas y croquis para ayudarlo a elaborar los planes de marcha hacia la ciudad. Junto con Ramiro Valdés, trazaron una ruta por caminos vecinales que los conduciría a la universidad, en las afueras del norte de la ciudad. Partieron esa noche para enfrentarse con fuerzas que los superaban en la misma proporción que en casi todos los choques entre los rebeldes y el ejército cubano; con ocho pelotones propios y una columna de cien hombres del Directorio al mando de Rolando Cubela, el Che tenía trescientos cuarenta para atacar a una fuerza diez veces mayor y respaldada por tanques y aviones.
Al amanecer del día siguiente, el convoy del Che llegó a la universidad donde los aguardaba Lolita Rossell, la amiga de Aleida. Quedó atónita al ver el aspecto «sucio y desprolijo» de los guerrilleros. A su lado, su padre murmuraba, incrédulo: «¿Éstos son los que van a tomar Santa Clara?» Entonces Lolita descubrió al Che y la sorprendieron tanto su juventud como su aire inconfundible de autoridad. Esta impresión fue reforzada por un soldado, cuya cara era la expresión viva del agotamiento provocado por el combate, quien le preguntó cuántos soldados había en la ciudad. «Unos cinco mil», dijo ella. El hombre asintió: «Bien, para nuestro jefe no es problema».
Después de instalar una comandancia provisional en el antiguo reducto universitario de Aleida, la Facultad de Pedagogía, el Che y sus hombres se dirigieron hacia la ciudad propiamente dicha, marchando por las acequias. Se detuvo en la emisora de radio CMQ para dirigirse a la ciudad y pedir el apoyo civil. Poco después los bombarderos B-26 y los nuevos cazas británicos Sea Fury bombardearon y ametrallaron las afueras de la ciudad en busca de los guerrilleros.
El enemigo se había atrincherado en varios puntos de la ciudad, pero la prioridad del Che era el tren blindado, detenido en la entrada del camino de Camajuaní que conducía a la universidad. En el límite oriental de la ciudad el ejército había ocupado las estratégicas colinas Capiro que dominaban tanto la universidad como el camino y la vía férrea a Placetas. Más de mil soldados estaban atrincherados en el cuartel Leoncio Vidal, en el suburbio noroccidental, cerca del cuartel de la policía defendido por cuatrocientos efectivos. En el centro de la ciudad habían instalado puestos defensivos en el tribunal, la gobernación y la cárcel, y hacia el sur los cuarteles n.º 31 y Los Caballitos dominaban el camino a Manicaragua. Ahora que la mayor parte de la provincia estaba en manos rebeldes, el Che debía ante todo evitar que llegaran refuerzos enemigos desde la ruta Matanzas-La Habana hacia el oeste, pero la fuerza de Víctor Bordón había cortado esa ruta en varios puntos y tomado el estratégico pueblo de Santo Domingo.
Esa noche y durante la mañana del 29 de diciembre, el Che desplazó sus fuerzas de la universidad a la ciudad, atacando las posiciones enemigas pero siempre en dirección al tren blindado. Trasladó su comandancia a un edificio de obras públicas que se hallaba a un kilómetro de la ciudad e hizo levantar un tramo de las vías férreas por medio de tractores; a continuación, mandó atacar el cuartel de la policía, los montes Capiro y el tren blindado. Al mismo tiempo, la columna del Directorio al mando de Cubela, que el día anterior había entrado en la ciudad desde el sur, puso sitio a los cuarteles n.º 31 y Los Caballitos. Había empezado la batalla.
Durante los tres días siguientes, Santa Clara se convirtió en un campo de batalla sangriento a medida que los rebeldes avanzaban hacia el centro de la ciudad. En algunos lugares avanzaban abriendo boquetes en las paredes interiores de las casas; en otros, libraban batallas campales en las calles. Muchos civiles que habían respondido a la llamada del Che a las armas fabricaban cócteles Molotov, les proporcionaban refugio y alimentos y alzaban barricadas en sus calles. Con todo, tanques y aviones respondían con granadas, bombas y cohetes, y los heridos, tanto civiles como guerrilleros, se hacinaban en los hospitales.
Durante una visita a un hospital, un moribundo tomó el brazo del Che: «¿Recuerda, comandante? Me mandó a buscar el arma en Remedios… y me la gané aquí». El Che lo reconoció. Era un joven combatiente al que había desarmado unos días antes por disparar accidentalmente su arma. También recordó lo que le había dicho. «Le respondí con mi sequedad habitual —escribió unos años después en sus memorias de la guerra civil—: “Gánate otro fusil yendo desarmado a la primera línea… si eres capaz de hacerlo.”» Evidentemente el hombre se había animado, y las consecuencias fueron fatales. «Quince minutos después moría, y me lució contento de haber demostrado su valor. Así es nuestro Ejército Rebelde».
Las cosas dieron un vuelco inexorable la tarde del 29 de diciembre. Una vez que la «escuadra suicida» del Vaquerito tomó la estación ferroviaria mientras otros rebeldes asaltaban los montes Capiro, los soldados huyeron a refugiarse en el tren blindado. El tren de veintidós vagones intentó escapar a toda velocidad. Cuando llegó al tramo de vías levantado, la locomotora y los tres primeros vagones se descarrilaron en un cataclismo espectacular de hierros retorcidos y alaridos de hombres heridos.
«Se estableció entonces una lucha muy interesante en donde los hombres eran sacados con cócteles Molotov del tren blindado, magníficamente protegidos aunque dispuestos sólo a luchar a distancia —escribió el Che—… Acosados por hombres que, desde puntos cercanos y vagones inmediatos lanzaban botellas de gasolina encendida, el tren se convertía, gracias a las chapas del blindaje, en un verdadero horno para los soldados. En pocas horas se rendía la dotación completa, con sus 22 vagones, sus cañones antiaéreos, sus ametralladoras del mismo tipo, sus fabulosas cantidades de municiones (fabulosas para lo exiguo de nuestras dotaciones, claro está)».
Mientras aún se libraban las batallas en torno de la ciudad, las agencias de noticias internacionales difundían el falso rumor de que el Che había muerto. A primera hora del día siguiente, Radio Rebelde anunció la toma del tren blindado y desmintió la muerte del Che. «Para tranquilidad de los familiares en Sudamérica y de la población cubana, aseguramos que Ernesto Che Guevara se encuentra vivo y en la línea de fuego y… dentro de muy poco tiempo tomará la ciudad de Santa Clara».
Sin embargo, muy poco después el propio Che tuvo que confirmar por radio la muerte de uno de sus hombres más queridos, Roberto Rodríguez apodado el Vaquerito. Fue una nota de tristeza en su boletín radiofónico, destinado a anunciar la caída inminente de la ciudad. Esa tarde, el diminuto jefe de la Escuadra Suicida había recibido un balazo en la cabeza cuando asaltaban el cuartel de la policía. La muerte del Vaquerito fue un duro golpe para el Che, porque el joven era la encarnación del combatiente que él buscaba. Vaquerito había bautizado a la Escuadra Suicida, que era una unidad de asalto de élite integrada por los combatientes que aspiraban a cumplir con los criterios más elevados del Che.
«El “Pelotón Suicida” era un ejemplo de moral revolucionaria, y a ese solamente iban voluntarios escogidos —escribió—. Sin embargo, cada vez que un hombre moría (y eso ocurría en cada combate) al hacerse la designación del nuevo aspirante, los desechados realizaban escenas de dolor que llegaban hasta el llanto. Era curioso ver a los curtidos y nobles guerreros, mostrando su juventud en el despecho de unas lágrimas, por no tener el honor de estar en el primer lugar de combate y de muerte».
En medio de la muerte, es normal que el ser humano reaccione buscando la vida, y el mismo Che no era inmune a este instinto; así sucedió que en medio de la batalla de Santa Clara, comprendió que estaba enamorado de Aleida. Como le dijo más tarde, en la intimidad, ese sentimiento lo embargó en un momento en que ella lo dejó para cruzar una calle bajo el fuego. Por unos instantes desapareció de su vista y él, angustiado, no sabía si había llegado al otro lado a salvo. Por su parte, Aleida estaba segura de sus sentimientos desde aquella noche de insomnio unas semanas antes, cuando él había detenido su jeep y la había invitado a subir.
El 30 de diciembre, la guarnición de Los Caballitos se entregó al Directorio, y unos soldados que se habían atrincherado en una iglesia también se entregaron. El pueblo de Santo Domingo, perdido durante una contraofensiva, fue retomado por las fuerzas de Bordón, que terminaron de cerrar los caminos del oeste. Hacia el sur, las fuerzas de Faure Chomón tomaron Trinidad. El Che cayó en la cuenta de que no había asegurado el sector oriental de Las Villas y envió a Ramiro Valdés a tomar el pueblo de Jatibonico, sobre la carretera central, donde una columna blindada de refuerzos trataba de abrirse paso.
Con ese despliegue de fuerzas y la toma del tren blindado, Santa Clara estaba totalmente aislada, y la desesperación embargó a los soldados y agentes de policía que aún resistían. El alto mando en La Habana ordenó nuevos ataques aéreos sobre la ciudad; en las guarniciones y el cuartel de policía la resistencia era encarnizada; un grupo de hombres atrincherados en el décimo piso del Gran Hotel disparaba a los rebeldes.
Pero el Che había acrecentado su poder de fuego y además contaba con tropas descansadas. Con la toma del tren blindado había obtenido una cantidad increíble de pertrechos: seiscientos fusiles, un millón de proyectiles, decenas de ametralladoras, un cañón de veinte milímetros, valiosos obuses y lanzagranadas. Durante el día de Año Nuevo los rebeldes conquistaron una posición tras otra: la policía, luego la sede de la gobernación seguida por los juzgados y la cárcel, donde la fuga de los presos alimentó la confusión generalizada. Al final del día, sólo resistían el cuartel n.º 31, el Gran Hotel y la guarnición principal Leoncio Vidal.
En Oriente, Maffo se había entregado a los rebeldes después de diez días de sitio, y Fidel ya apuntaba hacia Santiago, la segunda ciudad de Cuba. El 28 de diciembre se reunió con el general Cantillo en el ingenio azucarero Oriente, cerca de Palma Soriano, y se pusieron de acuerdo: Fidel detendría la ofensiva durante tres días para darle tiempo a Cantillo de volver a La Habana e iniciar una sublevación militar el 31 de diciembre. Ese día, detendría a Batista y pondría al ejército a disposición de Fidel.
Pero en realidad, Cantillo pensaba traicionarlo. Regresó a La Habana, informó a Batista de todo y le dio plazo hasta el 6 de enero para abandonar el país. Luego envió un mensaje a Fidel para que le permitiera aplazar hasta ese día la sublevación. Fidel sospechó al instante, pero a esas alturas los acontecimientos se sucedían a una velocidad tal, que ni él ni Cantillo podían prever los hechos siguientes.