VII

El 7 de febrero, el gobierno de Urrutia sancionó la nueva constitución cubana. Incluía un artículo hecho a la medida del Che, que otorgaba la ciudadanía cubana a cualquier extranjero que hubiera combatido a Batista durante dos años o más y ejercido el grado de comandante durante un año. Pocos días después, se designó oficialmente al Che ciudadano cubano «de nacimiento».

La sanción de la ley coincidió con la primera crisis interna del nuevo gobierno cubano. Fidel estaba disgustado con el gabinete de Urrutia por su decreto moralizador que prohibía la lotería nacional y se negaba a reabrir los burdeles y casinos, clausurados después de la conquista del poder. Los trabajadores desocupados habían realizado manifestaciones de protesta, y lo que menos quería Fidel era un enfrentamiento con el sector que consideraba la base de su poder. La chabacana «farándula» cubana, parte notoria de la vida nacional, necesitaba una reforma, pero ésta debía ser gradual, con planes de capacitación y nuevos puestos de trabajo para aquellos cuyas profesiones iban a ser eliminadas. Fidel insistió en que el gabinete debía derogar esas decisiones; en caso contrario, amenazó, hallaría «su propia» solución al impasse. Al comprender que Fidel haría las cosas a su manera, con acuerdo del gabinete o sin él, el primer ministro Miró Cardona presentó su renuncia; su reemplazante sería nada menos que Fidel Castro.

Fidel dijo que sólo «aceptaría» el puesto si Urrutia le otorgaba poderes especiales para «dirigir la política gubernamental», exigencia a la que el sumiso presidente accedió. A continuación se sancionó una ley que reducía la edad mínima para ejercer la alta función pública de treinta y cinco a treinta años; así el Che y Fidel, de treinta y treinta y dos años, respectivamente, quedaban habilitados para ocupar puestos en el gabinete ministerial. El 16 de febrero Fidel prestó juramento como primer ministro y en su discurso de aceptación prometió «cambios». A fines de febrero estaba claro que Urrutia era una figura decorativa; Fidel era indiscutiblemente el verdadero mandatario cubano.

El Che explicó el significado de los «cambios» en términos más concretos. En un artículo publicado en Revolución tres días después del juramento de Fidel, bajo el título «¿Qué es un guerrillero?», abogó por el derecho del Ejército Rebelde a decidir el futuro político de Cuba, el cual, insinuó una vez más, debía incluir una reforma agraria radical. Exaltó al guerrillero como «el combatiente de la libertad por excelencia; es el elegido del pueblo, la vanguardia combatiente del mismo en su lucha por la liberación», alguien cuyo sentido de la disciplina no es producto de la obediencia ciega a una jerarquía militar sino de un «convencimiento profundo del individuo» en su causa. La fuerza guerrillera de Fidel había creado un «ejército puro» capaz de resistir toda clase de tentaciones «comunes a los hombres» gracias a la «rígida conciencia del deber y la disciplina» de cada rebelde.

El guerrillero, además de soldado disciplinado, era «muy ágil, física y mentalmente». Era un ser «nocturno». En combate «necesita presentar un frente al enemigo. Con retirarse algo, esperarlo, dar un nuevo combate, volver a retirarse, ha cumplido su misión específica. Así el ejército puede quedar desangrando durante horas o durante días. El guerrero popular, desde sus lugares de acecho, atacará en el momento oportuno».

Así el Che decía que las guerrillas, ahora como durante la guerra civil, acechaban en las sombras, alertas y preparadas para atacar. Su misión no había terminado. «¿Por qué lucha el guerrillero? El guerrillero es un reformador social. El guerrillero empuña las armas como protesta airada del pueblo contra sus opresores, y lucha por cambiar el régimen social que mantiene a todos sus hermanos desarmados en el oprobio y la miseria. Se ejercita contra las condiciones especiales de la institucionalidad de un momento dado y se dedica a romper con todo el vigor que las circunstancias permitan, los moldes de esa institucionalidad».

En el artículo el Che abogó por primera vez por la guerra de guerrillas rural, vinculada con el futuro cometido esencial de la revolución. El combate guerrillero tenía ciertas necesidades tácticas, lugares donde maniobrar, ocultarse, huir, además de contar con el apoyo del pueblo. Este lugar sólo podía ser el campo, donde casualmente el problema social principal era la tenencia de la tierra. «El guerrillero es, fundamentalmente, y antes que nada, un revolucionario agrario. Interpreta los deseos de la gran masa campesina de ser dueña de la tierra, dueña de los medios de producción, de sus animales, de todo aquello por lo que ha luchado durante años, de lo que constituye su vida y constituiría también su cementerio».

Por esta razón, dijo el Che, la bandera de guerra del nuevo ejército nacido en el monte cubano era la reforma agraria. «Esta reforma, que empezó tímidamente en la Sierra Maestra, se había extendido al Escambray y después de ser olvidada algún tiempo en las gavetas ministeriales, seguiría adelante debido a la decisión definitiva de Fidel Castro, es, conviene repetirlo una vez más, quien dará la definición histórica del 26 de julio. Este Movimiento no inventó la Reforma Agraria. La llevará a cabo. La llevará a cabo íntegramente hasta que no quede campesino sin tierra, ni tierra sin trabajar. En ese momento, quizás, el mismo Movimiento haya dejado de tener el porqué de existir, pero habrá cumplido su misión histórica. Nuestra tarea es llegar a ese punto; el futuro dirá si hay más trabajo a realizar».

El comentario final del Che era una señal de advertencia temprana al Movimiento 26 de Julio de que eventualmente podría desaparecer en aras de la «unidad» con otras tendencias políticas: es decir, el Partido Comunista. «Unidad» era la consigna de la fusión entre el PSP y el Ejército Rebelde que ya estaba en marcha, impulsada principalmente por el Che y Raúl desde el bando revolucionario y Carlos Rafael Rodríguez desde el partido. Con todo, no faltaban obstáculos para el trabajo conjunto de las dos fuerzas. En el PSP había opiniones divergentes acerca de Fidel y su movimiento. Carlos Rafael era un promotor entusiasta desde la primera hora, no así el secretario general del partido, Blas Roca. El dirigente Aníbal Escalante desempeñaría al fin y al cabo un papel fundamental en el proceso de reconciliación, pero los «viejos comunistas» mantendrían sus reservas acerca de la conducción fidelista durante muchos años.

Y el librepensador Che Guevara, que no era miembro del partido, a pesar de sus manifiestas simpatías, también provocaba cierta preocupación entre los moscovitas ortodoxos. Su argumento a favor del «papel de vanguardia» del Ejército Rebelde —que aparentemente desconocía el papel de los obreros urbanos y la organización partidaria comunista tradicional— constituía una blasfemia teórica, y su vehemente alegato a favor de la guerra de guerrillas rural y la revolución agraria revelaba la influencia del desviacionismo maoísta. No obstante estos síntomas preocupantes de herejía, evidentemente el Che era un amigo, un aliado con quien el PSP estaba en deuda por haberle brindado un acceso político a Fidel que de otro modo tal vez no hubiera tenido. Sin duda esas manías ideológicas desaparecerían con el tiempo.

Mientras tanto, el partido conservaba sus ambiciones políticas sin perder su sectarismo. Estaban en juego el poder político y los intentos del Partido Comunista de no ser subyugado por Fidel. Aunque la crisis era cosa del futuro, un incidente a fines de enero de 1959, que pasó casi inadvertido para la mayoría de los cubanos, mostró los primeros síntomas de la lucha subyacente por el poder entre los comunistas y el Movimiento 26 de Julio. El 8 de febrero Bohemia incluyó un artículo breve sobre la «primera crisis interna» desde «el Día de la Libertad»: la brusca renuncia de Calixto Morales, gobernador militar de Las Villas designado por el Che, quien «había demostrado un estrecho vínculo con los factores comunistas».

La raíz del problema era la reanimación de la pugna entre la conservadora organización del 26 de Julio en Las Villas y el comunismo local. Pero aparentemente había un componente racista. Morales, un izquierdista revolucionario, se sentía ofendido por el sistema de castas raciales de Santa Clara y, consciente de su poder, se había excedido y precipitado en sus medidas. En una de sus primeras acciones, había utilizado un bulldozer para derribar el cerco que rodeaba la plaza central de la ciudad, abierta sólo a los blancos, y poco después estaba abiertamente enemistado con las autoridades locales y regionales del 26 de Julio. Félix Torres, jefe del PSP en Las Villas, vio su oportunidad y acudió en ayuda de Calixto, quien según Lolita Rossell, la amiga de Aleida, cayó rápidamente bajo la influencia del comunista. Antes de que empeorara la situación, Fidel relevó a Calixto de sus funciones.

Este incidente ponía de manifiesto una parte de la guerra de posiciones entre el Movimiento 26 de Julio y el PSP que ya se había iniciado a nivel nacional, pero la destitución de Morales no puso fin al problema en Las Villas. Las maniobras políticas agresivas de Torres a favor de los comunistas rindieron frutos cuando el PSP se impuso en la provincia, pero el hecho enfureció a muchos villaclareños y alimentó la oposición generalizada al gobierno. Aleida, que aún despreciaba a los comunistas de Las Villas, sostenía en privado que el culpable del problema era el Che por haber designado a Calixto. Pasaría poco tiempo antes de que los militantes disgustados del 26 de Julio se alzaran en armas en el Escambray, en una insurgencia contrarrevolucionaria que se extendería a otras regiones, recibiría ayuda de la CIA y obligaría al gobierno castrista a lanzar la campaña llamada oficialmente «Lucha Contra Bandidos». La situación se prolongaría hasta 1966, cuando las tropas de Fidel terminaron de erradicar a los rebeldes y, emulando las eficaces tácticas contrainsurgentes de Stalin, evacuaron a los presuntos colaboradores civiles del Escambray a ciertas «aldeas estratégicas» construidas en el remoto Pinar del Río.

Mientras tanto, en el terreno personal, la vida del Che era compleja y agitada. Además de su relación con Aleida, con quien pasaba poco tiempo a solas, tuvo que dar cabida a su viejo amigo guatemalteco Julio «Patojo» Cáceres, que apareció en La Habana. Patojo había trabajado con el Che cuando éste era fotógrafo itinerante en México y a veces pasaba unos días en su apartamento donde vivía con Hilda. Soñaba con la revolución como el Che y había querido viajar en el Granma, pero Fidel se había negado a llevar tantos extranjeros. Ahora estaba en Cuba, y sin pensarlo dos veces el Che lo invitó a vivir en su casa.

Inevitablemente el Che tuvo que afrontar la situación con Hilda, quien llegó de Perú a fines de enero con Hildita, que ya tenía tres años. El intrépido Che de los combates no lo era tanto en cuestiones matrimoniales; en lugar de ir al aeropuerto, envió a su amigo el doctor Oscar Fernández Mell a recibir a su esposa y su hija. Hilda deseaba la reconciliación, pero la esperaba un amargo desengaño. El desenlace fue una variación singular sobre el tema tradicional de «el tiempo y la distancia nos han vuelto extraños», según recordó Hilda en sus memorias.

Con la franqueza que siempre lo caracterizó, Ernesto me dijo sin vueltas que tenía otra mujer, a la que había conocido en la campaña de Santa Clara. Mi dolor era profundo, pero de acuerdo con nuestras convicciones acordamos divorciarnos.

Todavía me afecta el recuerdo del momento en que, al comprender mi dolor, dijo: «Mejor hubiera muerto en combate».

Por un instante lo miré sin decir nada. Aunque yo perdía tanto en ese momento, pensé que había tantas cosas más importantes que hacer para las cuales él era vital: tenía que permanecer vivo. Tenía que construir una nueva sociedad. Tenía que trabajar duro para ayudar a Cuba a evitar los errores de Guatemala; tenía que entregar todo su esfuerzo a la lucha por la liberación de América. No, yo estaba feliz de que no hubiera muerto en combate, sinceramente feliz, y traté de explicárselo así, diciendo al final: «Por todo esto, te quiero siempre».

Conmovido, dijo: «Si es así, está bien… ¿amigos y camaradas?» «Sí», dije yo.

Se podría discutir si es verdad que Hilda permitió al Che salir del apuro tan fácilmente, pero lo cierto es que la pareja separada llegó a un acuerdo inmediato y bastante amistoso. Hilda permanecería en Cuba y se le asignaría un puesto útil apenas se organizaran las cosas. La pareja se divorciaría y luego el Che se casaría con Aleida.

El Che se esforzó por establecer un vínculo paternal con la niña que sólo conocía por fotos. Para ello pidió ayuda a Oscar Fernández Mell. Hildita había llegado a Cuba con una uña encarnada, y el Che le pidió que la extrajera. «Hazlo tú —le dijo a su amigo—. Si lo hago yo después de que casi no me ha visto, me odiará». Fernández Mell lo hizo, y años después aún se reía al recordar la astucia del Che; cada vez que Hildita veía a «Oscarito», recordaba el dolor que le había causado al extraer esa uña.

El Che trataba de evitar los encuentros directos con Hilda por el bien de Aleida —las dos mujeres se detestaron a primera vista— y por ello mandaba traer a Hildita a La Cabaña. Sus hombres solían verlos pasear de la mano por la fortaleza, o veían a la niña de pelo negro jugar en la oficina mientras el padre trabajaba en su escritorio.

El 15 de febrero, cuando la niña cumplió tres años, el Che asistió a la fiesta que le hizo Hilda. En una fotografía, Hilda parece muy sonriente en la cabecera de la mesa, abrazando a Hildita. Al otro lado de la mesa, separado de su hija, aparece el Che con boina negra y chaqueta de cuero, encorvado y con una expresión molesta y reconcentrada, como si deseara estar en otra parte.

Al mismo tiempo, el Che debía ocuparse de su familia, que pasó un mes en La Habana. Al principio las relaciones fueron bastante tranquilas, ya que los encuentros eran breves debido al ritmo de trabajo frenético del Che. Sin embargo, debajo de la superficie, se acumulaban las tensiones entre padre e hijo. Aparte de sus diferencias políticas, el Che jamás había perdonado a su padre su manera de tratar a Celia; confió a sus amigos íntimos que su padre había «gastado todo el dinero de la vieja y después la había abandonado».

Un incidente acabó por provocar la crisis. Guevara Lynch fue a la casa de un radioaficionado para comunicarse con sus amigos en Buenos Aires. Su «Comité de apoyo a Cuba» en la Argentina había comprado un transmisor de onda corta, pero nunca pudo comunicarse con Radio Rebelde porque la guerra estaba demasiado avanzada. Quería probar el equipo, y pasó la tarde hablando con Buenos Aires. Esa noche su hijo lo regañó. «Viejo, vos sos muy imprudente… Has estado hablando por onda corta con Buenos Aires en la casa de un radioaficionado que es un hombre contrario a la revolución». Guevara Lynch se disculpó, dijo que su conversación había evitado los temas políticos, y no se volvió a hablar del asunto. Sin embargo, comentó luego: «Era evidente que ya los servicios de información del incipiente gobierno revolucionario estaban funcionando».

Después de unos días en el Hilton, los Guevara fueron alojados en el lujoso hotel y balneario Comodoro del elegante barrio de Miramar, en el oeste de la capital. Se suponía que al estar más lejos de La Cabaña, le sería más difícil a Guevara Lynch conservar el hábito de visitar a su hijo en momentos inoportunos. El Che iba a verlos en helicóptero y aterrizaba en el jardín del hotel. «Descendía, charlaba un rato con Celia, su madre, y después se marchaba», escribió Guevara Lynch. En cuanto a Celia, estaba embelesada por Cuba en todo aspecto; llevada por su orgullo de madre y la euforia del triunfo de su hijo, apoyaba sin reservas la victoria que él había contribuido a lograr.

El Che se tomó un breve descanso de sus deberes revolucionarios para llevar a su familia a conocer Santa Clara y sus antiguas guaridas del Escambray, la familia de Aleida y los campos de batalla donde había combatido. Debía volver a La Habana, de manera que en Pedrero los dejó al cuidado de dos soldados para que los condujeran a caballo a conocer su antigua comandancia en el monte. Allí Guevara Lynch provocó otro incidente cuando, por curiosidad, tomó el teléfono de campaña en el antiguo cuartel general. Los guías le dijeron que se usaba para comunicarse con el transmisor de radio vecino y que estaba desconectado. Por eso quedó pasmado al oír una voz en la línea. «“¿Quién es usted?”, le pregunté. “¿Y tú quién eres?”, me contestaron. “Soy el padre del Che”, le respondí. “¿El padre del Che? ¡Yo te voy a dar!”, me espetaron. Y cortaron la comunicación».

Alarmados, los escoltas trataron de reanudar la comunicación, pero al no recibir respuesta se fueron a investigar. Durante su ausencia, el padre del Che se dejó llevar por su imaginación excesivamente viva. «Comencé a preocuparme. ¿Quiénes estarían del otro lado? Si fuera gente contrarrevolucionaria, nos podían cazar fácilmente, porque nosotros sólo llevábamos dos soldados de escolta y nuestras armas no eran más que pistolas. Hubiera sido un golpe magnífico para los contrarios tomar prisioneros al padre, la madre y dos hermanos del Che».

Guevara Lynch condujo a su esposa, hija e hijo menor al interior de una cueva fortificada. «Y junto con Luis, mi futuro yerno, decidimos defender la entrada a tiros si se presentaba gente extraña». Pero poco después regresaron los escoltas, sonrientes. En la estación de radio habían encontrado a unos milicianos que desarmaban el transmisor en el preciso momento que llamó Guevara Lynch. Asustados por la voz, pensaron que los contrarrevolucionarios estaban a punto de atacarlos y tomaron posiciones defensivas. Más tarde, cuando Celia relató la historia, el Che rió a carcajadas y toda la familia le hizo coro burlándose de Guevara Lynch.

La visita familiar significó para el Che otra clase de inconvenientes. A diferencia de muchos camaradas, sentía una preocupación casi obsesiva por la imagen que presentaba a la opinión pública, y en su empeño por evitar cualquier impresión de abuso de poder, prohibía la dispensa de privilegios a las personas por el hecho de ser familiares o amigos suyos. Si Camilo no hubiera dispuesto que los Guevara viajaran gratuitamente, un gesto destinado a brindarle una sorpresa, el Che probablemente lo habría prohibido. En todo caso, los Guevara conocieron en carne propia las medidas de austeridad dispuestas por él. Les dio un automóvil con conductor para recorrer La Habana, pero dispuso que ellos pagaran el combustible. Cuando su padre dijo que deseaba conocer los campos de batalla de la Sierra Maestra, el Che dijo que le proporcionaría un jeep y un soldado veterano como guía, pero debía hacerse cargo del combustible y las comidas. Guevara Lynch no había traído dinero suficiente, y ante la decisión inflexible de su hijo abandonó el plan.

La familia interrumpió su visita abruptamente. Según el relato de Guevara Lynch: «Mis ocupaciones en Buenos Aires me llamaban. De repente decidí el viaje. Le avisé telefónicamente a Ernesto que me embarcaba esa noche. Fue a despedirme al aeropuerto en compañía de Raúl Castro».

Cuando conversaban en la puerta de salida, se acercó un hombre y se dirigió al Che con inconfundible acento porteño. Era argentino, dijo, y deseaba estrechar la mano del Che. Éste accedió en silencio, pero cuando el hombre sacó un cuaderno y una pluma y le pidió su autógrafo, el Che le volvió la espalda. «No soy artista de cinematógrafo», dijo.

Al partir de La Habana, Guevara Lynch se sentía distanciado de su hijo, pero en el último momento intercambiaron un gesto simbólico de paz. Cuando anunciaron la salida de su vuelo, Guevara Lynch se quitó de la muñeca un antiguo reloj de oro, herencia de Ana Isabel Lynch, la adorada abuela del Che. Éste lo aceptó y entregó a su padre su propio reloj. Le dijo que Fidel se lo había obsequiado con ocasión de su ascenso a comandante.

Che Guevara
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