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La partida inminente del Che era una situación muy penosa para Borrego, que trató de pasar el mayor tiempo posible con él. Viajaba frecuentemente a la casa de Pinar del Río, lo mismo que Aleida, quien pasaba ahí los fines de semana y cocinaba para todos. Sus hijos se quedaron sin saber que su padre estaba en Cuba, pero, en una ocasión, Aleida llevo al bebé Ernestito —que el Che apenas había visto antes de marcharse al Congo— y también a Celita, que, con sólo tres años, no lo reconocía. Borrego estaba ahí, y dijo que fue una de las experiencias más desgarradoras que jamás presenció. Ahí estaba el Che con su hijita, sin poderle decir quién era ni abrazarla como padre, porque no podía confiar en que guardara el secreto.
Borrego presenció la última metamorfosis física del Che. Aparte de colocarse una prótesis bucal para inflarse las mejillas, debía hacerse depilar una buena parte del cráneo para mostrar la calvicie avanzada de un cincuentón. Borrego se sentó a su lado cuando un barbero empezó a arrancarle los pelos uno por uno. Ante un chillido de dolor, Borrego dijo bruscamente al «especialista en fisonomías» de la inteligencia cubana a cargo de la operación que tuviera cuidado, pero el Che gruñó: «¡Tú no te metas!» Para que la calvicie pareciera natural era necesario arrancar el pelo de raíz, y el dolor era una prueba más a soportar.
Un día de octubre, poco antes de la partida, Borrego llevó unos quince litros de su helado preferido de fresas al campamento de instrucción. Era un día de fiesta y todos ocupaban una mesa larga. Cuando todos habían comido, Borrego fue a servirse más helado, pero el Che exclamó: «Oye, Borrego. Tú no vas a Bolivia, ¿por qué vas a servirte más? ¿Por qué no lo dejas para los hombres que sí van?»
Esa crítica oída por todos lo desgarró; no pudo contener las lágrimas. Se alejó sin decir palabra, ardiendo de indignación y vergüenza. Sentado sobre un tronco, escuchó a sus espaldas las risitas de los rudos guerrilleros que luego se volvían carcajadas y supo que se mofaban de él. Momentos después escuchó unos pasos. Una mano se posó sobre su cabeza y le revolvió el pelo. «Perdona por lo que dije —susurró el Che—. Vamos, no tiene importancia. Vuelve a la mesa». Borrego no alzó la vista: «Vete a la mierda», dijo, y se quedó donde estaba un buen rato más. «Es lo peor que jamás me hizo», dijo Borrego.
Con traje y sombrero, el Che tenía un ligero parecido con el actor mexicano Cantinflas, como había descubierto el difunto Jorge Ricardo Masetti. Así es como Fidel presentó a su «amigo» extranjero a un grupo de ministros de Cuba uno o dos días antes de la partida del Che. Nadie reconoció al hombre de traje. «Era perfecto, de veras —diría Fidel años después—. Nadie lo reconoció, ni siquiera los compañeros más íntimos, que hablaban con él como si fuera un huésped. Llegamos a hacer chistes sobre eso el día antes de su partida».
Fidel dijo que se despidieron con un abrazo viril, como corresponde a dos viejos camaradas de armas. Como ambos eran hombres recatados, poco dados a las demostraciones públicas de afecto, su abrazo «no fue muy efusivo». Pero Benigno, uno de los guerrilleros presentes en el banquete de despedida del Che, dice que fue un momento cargado de gran emoción.
Por fin había llegado el momento: la operación para «liberar» a Sudamérica estaba en marcha y todos los presentes sintieron la solemnidad de la ocasión. Se había preparado una comida especial, asado de vaca y de cerdo, vino tinto y cerveza, porque el Che había pedido un menú «argentinocubano». Pero Benigno recuerda que a medida que Fidel se explayaba, daba consejos y aliento y recordaba los tiempos de la sierra, todos dejaron de comer y lo escucharon fascinados. Pasaron las horas. Casi al amanecer, cuando era el momento de partir, el Che se levantó de un salto.
Se abrazaron brevemente, luego se tomaron de los hombros y se miraron a los ojos durante un largo rato. Acto seguido el Che subió a su vehículo, dijo al conductor: «¡Vamos, carajo!», y desapareció. Un silencio melancólico cayó sobre el campamento, dice Benigno. Fidel no se fue: sólo se apartó de los demás y se sentó. Así permaneció un largo rato con la cabeza gacha. Los hombres se preguntaron si lloraba, pero ninguno osó acercarse.
Los últimos días fueron de gran emoción para todos, pero los momentos más penosos fueron los que pasó con Aleida y los niños. Un día antes de su partida de Cuba, al Che lo trasladaron de la finca a una casa segura en La Habana. Pidió ver a los hijos una última vez. Aleida los llevó a todos, menos a Hildita, que ya tenía diez años y quizás podría reconocerlo. Para el Che el encuentro era la prueba suprema de su disfraz; si sus propios hijos no lo reconocían, nadie lo haría. Y así fue: el Che no reveló su identidad: dijo que era el «tío Ramón». Les traía noticias de su padre, ausente desde hacía tanto tiempo, quien le había encargado que les transmitiera su amor y algunos consejos. Almorzaron juntos; tío Ramón ocupaba la cabecera como solía hacer «papá».
Como en su encuentro anterior con Celita, el Che no pudo manifestarles su cariño de padre. Lo único que se atrevió a hacer fue pedirles que le dieran un beso para transmitírselo a su padre. En determinado momento, Aliusha se cayó y se lastimó la cabeza. Él la atendió y le dio un beso en la mejilla. Ella corrió hacia su madre y le susurró: «Mamá, creo que ese hombre está enamorado de mí». El Che la oyó y sus ojos se llenaron de lágrimas. Aleida estaba conmocionada, pero contuvo las lágrimas hasta que pudo alejarse de los niños.
En el momento de la despedida, «tío Ramón» agitó la mano para saludar a su esposa y sus hijos. Fue la última vez que se vieron y, tal como había predicho en su carta de despedida, sus hijos menores no guardarían recuerdo de él.