II
Desde el ondulante prado verde donde La Cabaña y la fortaleza adyacente de El Morro dominaban el puerto de la capital, en enero de 1959 el Che contemplaría un panorama similar al descrito en la novela Nuestro hombre en La Habana de Graham Greene, publicada unos meses antes.
«La ciudad alargada se extendía frente al Atlántico; las olas rompían sobre la avenida de Maceo y salpicaban los parabrisas de los autos. Las columnas rosadas, grises y amarillas del antiguo barrio aristocrático parecían piedras erosionadas; un antiguo escudo heráldico, borroso e indescifrable dominaba la entrada de un hotelucho, y las celosías de un club nocturno estaban barnizadas con colores chillones para protegerlas de la humedad y la sal del mar. Hacia el oeste, los rascacielos de acero de la ciudad nueva eran más altos que los faros».
Vista de cerca, La Habana era una ciudad sórdida, emocionante, repleta de casinos, clubs nocturnos y burdeles. No faltaban los cines dedicados a las películas pornográficas, y en el espectáculo de sexo en vivo del teatro Shanghai en el barrio chino actuaba un semental llamado Superman. La marihuana, la cocaína y otras drogas estaban al alcance de quien las deseara. La sordidez misma de La Habana atraía a Greene, quien en los últimos tiempos había visitado Cuba varias veces. «En la época de Batista me gustaba la idea de que uno podía obtener lo que deseara, fuesen drogas, mujeres o cabras». Con la mirada de Greene, el personaje ficticio del inglés Wormold, el vendedor de aspiradoras, pasea por las calles de La Habana Vieja y observa todo con avidez. «En cada esquina había hombres que gritaban “taxi” como si fuera un extraño y a lo largo del Paseo, a intervalos de pocos metros, los proxenetas lo abordaban maquinalmente, sin mucha esperanza. “¿Puedo servirle, señor?” “Conozco a todas las muchachas bonitas.” “¿Desea una mujer hermosa?” “¿Postales?” “¿Quiere ver una película verde?”»
Ese ambiente de desorden generalizado recibió al Che y sus hombres después de dos años en el monte con sus largos períodos de abstinencia, y las consecuencias fueron las que cabía esperar. El Che controlaba estrictamente a su escolta, pero Alberto Castellanos no pudo resistir la tentación. «Algunas noches me escapaba para conocer la ciudad, especialmente los cabarets; me maravillaba ver tantas mujeres bonitas. Nunca había visitado la capital, estaba deslumbrado y como trabajaba con él todos los días hasta las madrugadas, no tenía tiempo de conocer».
El aire estaba impregnado de sexo. Los guerrilleros cruzaban los muros de La Cabaña para mantener encuentros furtivos con las muchachas entre los arbustos al pie de la gran estatua blanca de Cristo que se alza sobre el puerto. Aleida March alzó las cejas en una expresión fingida de escándalo al recordar esa época. Con el fin de preservar tanto la imagen pública como la disciplina interna del Ejército Rebelde, el Che organizó una boda colectiva para los combatientes que no habían «oficializado» sus parejas; un juez ofició la ceremonia civil y un sacerdote lo hizo para aquellos que deseaban una boda religiosa. Al travieso Castellanos, quien tenía una prometida en Oriente, le cortaron las alas en una ceremonia en La Cabaña presidida por el Che en persona.
En todo el hemisferio, el ambiente de júbilo generado por el triunfo revolucionario en Cuba era menos libidinoso, pero estaba muy extendido. La guerra había cautivado el interés de la opinión pública, y hordas de corresponsales extranjeros llegaron a La Habana para presenciar la instauración del nuevo régimen. «En Buenos Aires no se hablaba de otra cosa —escribió el padre del Che—. Yo me sentía como suspendido en el aire. Nuestros parientes y amigos nos acosaban a preguntas y respondíamos todo lo que sabíamos. Pero la verdad es que el mayor interés de nuestra familia era la vida de Ernesto. Y Ernesto estaba vivo y la guerra había terminado».
Pero aun en Cuba pocos comprendían el significado de los sucesos. En Santiago, Fidel se esforzaba por darle al nuevo régimen un aspecto moderado, pero al mismo tiempo sentaba las pautas de su futura relación con el «presidente» Urrutia al permitirle designar un solo miembro del gabinete, el ministro de Justicia, mientras él se reservó el derecho de nombrar a los demás. Evidentemente agradecido con Fidel por su nombramiento, Urrutia no protestó. A pesar de todo, pocos hombres del 26 de Julio, casi todos del llano, tuvieron puestos en el primer gabinete.
Desde Santiago, Fidel avanzaba lentamente por tierra hacia La Habana, saboreando la victoria ante las multitudes extasiadas. Un rebelde de Holguín, Reinaldo Arenas, recordó el clima de aquellos días. «Bajamos de la sierra y recibimos una acogida de héroes. En mi barrio de Holguín me dieron una bandera del Movimiento 26 de Julio y caminé toda una cuadra sosteniendo esa bandera. Me sentía un poco ridículo, pero había una gran euforia, sonaban himnos y cánticos por todas partes y todo el pueblo estaba en las calles. Los rebeldes seguían viniendo con crucifijos hechos de semillas; éstos eran los héroes. Algunos se habían unido a los rebeldes cuatro o cinco meses antes, pero la mayoría de las mujeres, y también muchos hombres en la ciudad, se volvían locas por esos tipos hirsutos; todos querían llevarse un barbudo a casa. Yo no tenía barba porque tenía apenas quince años».[61]
En La Habana reinaba un clima de anarquía festiva e incertidumbre. Cientos de rebeldes armados ocupaban los vestíbulos de los hoteles como si fueran campamentos de la guerrilla en el monte. La mayoría de las tropas regulares se habían entregado después de la fuga de Batista y permanecían en sus cuarteles, pero aquí y allá se resistían algunos francotiradores y proseguía la caza de agentes policiales, políticos corruptos y criminales de guerra prófugos. En algunos lugares las turbas habían asaltado casinos, destruido parquímetros y otros símbolos de la corrupción batistiana, pero las milicias del 26 de Julio salieron rápidamente a imponer el orden en las calles. Hasta los Boy Scouts cumplían funciones de policías improvisados. Al mismo tiempo, las embajadas estaban atestadas de oficiales militares y policiales, así como funcionarios del gobierno a la deriva tras la huida repentina del dictador.
El 4 de enero, Carlos Franqui abandonó el convoy de Fidel en Camagüey para volar a La Habana. La capital estaba transformada. «El tétrico Campo Columbia, madre de la tiranía y el crimen, que yo había conocido como prisionero, era casi un teatro pintoresco, imposible de imaginar. Por un lado, los rebeldes barbudos con Camilo, no más de quinientos en total, y por el otro lado, veinte mil soldados intactos del ejército: generales, coroneles, mayores, capitanes, cabos, sargentos y soldados rasos. Cuando nos veían pasar, se paraban en posición de firmes. Era algo que daba risa. En la oficina del comandante estaba Camilo con su barba romántica, con aire de Cristo de juerga, las botas en el piso y los pies sobre la mesa para recibir a su excelencia el embajador de los Estados Unidos».
Después llegó el Che. Había problemas en el palacio presidencial. El Directorio Revolucionario lo había ocupado y aparentemente no pensaba entregarlo. El Che había tratado de hablar con los dirigentes, pero éstos se negaron a recibirlo. Según Franqui: «Camilo, mitad en broma, mitad en serio, dijo que se debería disparar un par de cañonazos de advertencia… Como yo no era admirador del lugar, dije que me parecía una buena idea, pero el Che, con su sentido de la responsabilidad, dijo que no era buen momento para derrochar balas de cañón y volvió pacientemente a su palacio, se reunió con Faure Chomón y se arregló el asunto. Camilo siempre escuchaba al Che».
El 8 de enero, cuando llegó Fidel, Urrutia estaba instalado en el palacio y se había restaurado en apariencia la autoridad gubernamental. Los rebeldes se habían apoderado de los edificios públicos, los cuarteles de policía, las redacciones de los diarios y los locales sindicales; por su parte, los comunistas aparecieron en público para convocar manifestaciones de masas en apoyo de los rebeldes victoriosos. Sus dirigentes desterrados empezaron a regresar del exilio y su diario clandestino Hoy volvió a aparecer. El expresidente Carlos Prío volvió de Miami. En el exterior, representantes del 26 de Julio se hicieron cargo de las embajadas cubanas más importantes. Venezuela había reconocido al nuevo gobierno, lo mismo que Estados Unidos. La Unión Soviética hizo lo propio el 10 de enero.
Las instituciones cívicas y empresariales declararon su apoyo a la revolución con expresiones hiperbólicas de agradecimiento y fidelidad sumisa. La «pesadilla» batistiana había terminado, era el comienzo de la luna de miel fidelista. La comunidad empresarial se deshizo en expresiones de sumisión, ofreció pagar impuestos atrasados y algunas empresas importantes anunciaron nuevas inversiones a la vez que declararon su optimismo sobre el porvenir feliz de Cuba.
La prensa ensalzaba a Fidel y sus heroicos «barbudos». El semanario Bohemia se convirtió en propagandista entusiasta de la revolución, llena de homenajes serviles a Fidel. Un artista llegó a representarlo con un rostro semejante al de Cristo, sin que faltara la consabida aureola. Sus páginas estaban repletas de anuncios adaptados a aquel momento. La cervecería Polar ilustró una página con el retrato de un robusto campesino cortando caña de azúcar y el siguiente epígrafe: «¡SÍ! ES HORA DE IR A TRABAJAR. Con la felicidad de ser nuevamente libres y sentirnos más orgullosos que nunca de ser cubanos, debemos abrir el camino del trabajo: trabajo intenso y constructivo para las necesidades de la Patria… Y después de trabajar, ¡ES LA HORA DE UNA POLAR! No hay nada como una Polar bien helada para completar la satisfacción del deber cumplido». La sastrería Cancha presentó una nueva camisa masculina llamada «Libertad»; el modelo de sus anuncios lucía la barba revolucionaria de rigor.
Carlos Franqui, director del hasta entonces clandestino periódico del 26 de Julio Revolución, se sumó a la marea de elogios al calificar a Fidel de «Héroe y Guía» de Cuba. Un teatro estrenó la obra El general huyó al amanecer, en la que un actor uniformado y barbudo hacía el papel de Fidel Castro. Un grupo de ciudadanos demostró su agradecimiento al encargar un busto de bronce de Fidel, que una vez realizado fue colocado sobre una peana de mármol en una intersección vecina al barrio militar de La Habana, con una inscripción que honraba al hombre que había «roto las cadenas de la dictadura con la llama de la libertad».
No faltaban los homenajes líricos al Che. El mayor poeta vivo de Cuba, el comunista Nicolás Guillén, que vivía en el exilio en Buenos Aires, escribió un poema en su honor a petición del director de un semanario de la capital argentina.