CHE GUEVARA
Como si San Martín la mano pura
a Martí fraternal tendido hubiera,
como si el Plata vegetal viniera
con el Cauto a juntar agua y ternura,
así Guevara, el gaucho de voz dura,
brindó a Fidel su sangre guerrillera,
y su ancha mano fue más compañera
cuando fue nuestra noche más oscura.
Huyó la muerte. De su sombra impura,
del puñal, del veneno, de la fiera,
sólo el recuerdo bárbaro perdura.
Hecha de dos un alma brilla entera,
como si San Martín la mano pura
a Martí familiar tendido hubiera.
El Che ya era una figura conocida por los lectores en el exterior, pero su consagración literaria a manos de Guillén —un poeta a la altura de Federico García Lorca, Pablo Neruda y Rafael Alberti— lo introdujo en el panteón de los héroes venerados de la historia latinoamericana. Tenía apenas treinta años y ya lo comparaban con el Libertador José de San Martín.
Estos elogios hiperbólicos repercutían en la opinión pública cubana, ávida de héroes. A los pocos días de su llegada, cuando mandó llamar a Juan Borroto, el especialista en azúcar que le había enviado informes económicos reservados al Escambray, éste perdió el aliento. «Ya era una leyenda —recordó Borroto—. Para muchos cubanos, verlo era como una visión; uno se frotaba los ojos. Además era físicamente imponente, con piel muy blanca, cabello castaño y era muy atractivo».
En cambio, para los funcionarios de la embajada estadounidense en La Habana el Che ya aparecía como el temible Rasputín del nuevo régimen. Su influencia ideológica sobre Fidel y sus funciones aún no determinadas detrás de las murallas imponentes de La Cabaña eran objeto de especulaciones aprensivas.