VIII
A finales del verano, las tropas para la misión boliviana del Che ya estaba seleccionadas y reunidas en un campamento de instrucción secreto en la provincia de Pinar del Río, al este de Cuba. Estaba en una zona llamada Viñales, caracterizada por unas formaciones geológicas particulares llamadas «mogotes», una serie de cerros selváticos truncos que se alzan abruptamente de la tierra roja de los tabacales y los valles ribereños. La elección del campamento revelaba un espíritu irónico. En la cima de un mogote había una lujosa finca campestre con piscina alimentada por un arroyo de montaña que había pertenecido a un norteamericano acusado de ser agente de la CIA. Se llamaba San Andrés de Caiguanabo. La habían expropiado y ahora servía de plataforma de lanzamiento para la siguiente expedición antiyanqui del Che.
Para esta empresa el Che había elegido un conjunto ecléctico de hombres. Algunos habían combatido en el Congo, otros en la sierra y también había algunos miembros de su cuerpo de escoltas. Habían volado desde distintos puntos de la isla a La Habana, donde los habían llevado directamente a la oficina de Raúl Castro. Todos reconocieron a viejos amigos que no veían desde hacía un tiempo. Ninguno conocía el motivo de la reunión. Finalmente, Raúl les dijo que se los honraba con su elección para una «misión internacionalista». Para la mayoría, era la consumación de un sueño: no había mayor aspiración para un cubano en las fuerzas armadas que la de ser un revolucionario internacionalista.
Eran una docena de hombres. Uno de ellos era Dariel Alarcón Ramírez, llamado «Benigno», un guajiro enjuto de algo menos de treinta años, veterano de la sierra y de la columna de Camilo que había demostrado ser un combatiente esforzado. Otro era Eliseo Reyes, «Rolando», veintiséis años, otro veterano de la sierra que había participado en la larga marcha del Che al Escambray. Inteligente, leal, había sido jefe de la inteligencia policial y luego combatido a los contrarrevolucionarios en Pinar del Río.
Olo Pantoja, «Antonio», de treinta y seis años, había sido oficial rebelde del Che en la sierra e instructor del grupo de Masetti. René Martínez Tamayo, «Arturo», hermano menor de Papi, había realizado tareas clandestinas para la seguridad estatal y el ejército. Gustavo Machín de Hoed, «Alejandro», de veintinueve años, venía del Directorio Revolucionario y se había unido al Che en Escambray; luego había sido uno de sus viceministros de Industria. «Manuel», o Miguel Hernández Osorio, treinta y cinco años, había conducido el pelotón de vanguardia en la marcha al Escambray.
También estaba el compañero de viaje del Che desde Praga y su mensajero personal con La Paz, Alberto Fernández Montes de Oca, de treinta y un años. Llamado «Pacho» o «Pachungo», había sido maestro antes de ingresar a la red clandestina urbana del 26 de Julio durante la guerra. Octavio de la Concepción y de la Pedraja, o «Moro», llamado «Morogoro» en el Congo, de treinta y un años, ex estudiante de medicina y veterano de la lucha contra Batista que era oficial de carrera en las fuerzas armadas cubanas. Había dos negros aparte de Pombo. Un veterano de las tropas de Raúl, Israel Reyes Zayas, «Braulio», de treinta y tres años, otro militar de carrera, había combatido en el Congo con el seudónimo de «Azi». Y Leonardo «Tamayito» Tamayo, llamado «Urbano», había sido escolta del Che desde 1957.
El robusto Juan «Joaquín» Vitalio Acuña, que a los cuarenta y un años era el mayor de todos, había combatido en la columna del Che y lo habían ascendido a comandante durante el avance final hacia el poder. Otro oficial de carrera y miembro del Comité Central, Antonio Sánchez Díaz, llamado «Marcos» o «Pinares», había sido oficial de Camilo Cienfuegos y lo habían ascendido a comandante después de la victoria rebelde. Por último, estaba el extrovertido treintañero Jesús Suárez Gayol, «Rubio», amigo de Orlando Borrego desde el Escambray y en ese momento su segundo en el Ministerio del Azúcar.
Nadie sabía adónde iban a combatir ni quién sería su comandante. Un día apareció un extraño en el campamento, un hombre maduro de calvicie incipiente y vestido de paisano. Dijo llamarse «Ramón» y empezó a pasearse delante de los hombres formados mientras los insultaba mordazmente. Después de un buen rato, cuando Eliseo Reyes dio muestras de estar ofendido, Ramón les reveló su identidad: era el Che. A partir de entonces vivió con ellos, supervisó el entrenamiento físico, la instrucción de tiro y, como siempre, les dio cursos, esta vez de «educación cultural»: francés y un idioma nuevo, el quechua. Su destino era Bolivia.
Para agosto ya se había elegido una base de operaciones en Bolivia, una remota extensión de mil quinientas hectáreas de selva en el sudeste, una de las regiones atrasadas del país, atravesada por el Ñancahuazú, un río estacional. Era una región de bosques montañosos lindante con las estribaciones orientales de la cordillera andina y con el límite del Chaco, el vasto desierto tropical que se extiende hacia Paraguay, la frontera más cercana. Se encontraba a doscientos cincuenta kilómetros al sur de Santa Cruz junto a un camino de tierra y a igual distancia del límite con Argentina. La población más cercana, el antiguo puesto fronterizo colonial de Lagunillas, estaba a unos veinte kilómetros. Viajando al sur unas horas más se llegaba a Camiri, un pueblo petrolero donde había una guarnición militar.
Desde su regreso, Monje había cumplido su promesa a Fidel de asignar a los cuadros entrenados en Cuba los preparativos para la llegada del Che: la compra de armas y pertrechos, el alquiler de casas clandestinas y la obtención de medios de transporte. Papi, que había ido a Bolivia sin directivas claras sobre el lugar donde debía establecer la base, aceptó la recomendación de Monje de comprar la propiedad de Ñancahuazú.
Años después, Monje confesó que la elección fue casi arbitraria, de ninguna manera «estratégica». Envió a Coco, Loro y Saldaña en busca de una buena base «cerca» del límite con la Argentina —porque suponía que el Che iría en esa dirección— y dos semanas después volvió Loro con su informe sobre Ñancahuazú. Monje encontró el lugar en un mapa, decidió que parecía estar «cerca» de la Argentina y dio la luz verde. El 26 de agosto, Loro y Coco compraron la tierra, haciéndose pasar por criadores de cerdos.
A finales de julio llegaron Pombo y Tuma, quienes dijeron a Monje que los «planes habían cambiado», que las operaciones de la guerrilla «continental» comenzarían en Bolivia en lugar de Perú; éste dijo que estaba de acuerdo. Para sondearlo, los cubanos dijeron que tal vez el Che participaría en persona; Monje respondió que estaba dispuesto a combatir y aceptó darles más hombres para un frente guerrillero, aunque insistió en que prefería una «insurrección popular».
Pero a los pocos días cambió de tono, dijo que no recordaba haberles prometido más hombres y les recordó en tono amenazante que podía negarles el apoyo del partido. Dijo que debía controlar lo que se hacía en su país y que lo ofendía que los cubanos impusieran condiciones a los bolivianos. Para hacer valer su autoridad, insinuó que había conversado sobre sus planes en Moscú y que solicitaría la ayuda soviética cuando llegara el momento oportuno. Sí, había acordado que su partido ayudaría al Che a llegar a Argentina y apoyaría las guerrillas en Brasil y Perú, pero que Bolivia jamás había estado en discusión. Los cubanos protestaron y Monje se echó atrás, pero a partir de entonces el clima quedó cargado de desconfianza mutua.
La reticencia de Monje se debía entre otras razones al resultado de las elecciones generales realizadas a fines de julio. Cuando el Partido Comunista obtuvo autorización para presentar candidatos, Monje y los demás burócratas del Buró Político decidieron participar, pero a la vez dijeron a los jóvenes extremistas formados en Cuba como Coco Peredo que no abandonaban sino sólo postergaban la «lucha armada». El partido había obtenido algunos votos, un porcentaje mínimo pero el más alto de su historia. Para los moderados, era un argumento de peso a favor de seguir actuando dentro del sistema.
A principios de septiembre, mientras Monje aún vacilaba y enviaba señales contradictorias, el Che envió a Pacho a La Paz a evaluar la situación. Los cubanos empezaron a sondear a los mandos del Partido Comunista Boliviano para conocer sus preferencias; ¿se unirían a una guerra de guerrillas independiente del partido? Coco Peredo dijo que combatiría con ellos hasta la muerte, pero otros eran leales a la jerarquía partidaria y evidentemente no se podía contar con ellos. Mientras tanto, el Che envió el mensaje de que quería instalar la base guerrillera en el Alto Beni, una zona agrícola tropical en la divisoria de aguas de la cuenca amazónica, situada en el otro extremo del país con respecto a Ñancahuazú. Dijo a sus hombres que compraran tierras allá y trasladaran las armas almacenadas en Santa Cruz.
Por su parte, Monje recibió informes de que se había visto a Régis Debray explorando el terreno en Cochabamba, el Chapare y el Alto Beni, regiones todas que los cubanos analizaban como posibles bases para la guerrilla. Debray se había reunido con Moisés Guevara, un dirigente minero disidente y hombre de acción que acababa de romper con la fracción comunista pro china de Oscar Zamora. Monje acusó a los cubanos de moverse a sus espaldas y preguntó perentoriamente si tenían trato con el «fraccionalista» Guevara. Los del equipo de avanzada negaron conocer la presencia de Debray y le aseguraron que no se habían reunido con Moisés Guevara. Desde luego que mentían. El Che les había enviado un mensaje para explicar la misión de Debray: reclutar la fuerza de Moisés Guevara y evaluar la región del Alto Beni que había escogido para lanzar la guerra.
Pombo, Papi y Tuma quedaron atrapados en el medio. Ya tenían una base de operaciones, pero en el sudeste. Tenían el apoyo aparente del Partido Comunista Boliviano y habían creado una red. Todo eso lo habían realizado mediante sus tratos con Monje, y por difícil que fuera descubrir sus verdaderas intenciones, el dirigente partidario era el único apoyo con que contaban por el momento. Por su parte, Moisés Guevara había prometido unirse a la lucha armada, pero hasta entonces no había traído a un solo hombre y en cambio les pedía dinero. Instaron al Che a reconsiderar las alternativas.
Para colmo de complicaciones, también debían tratar con los guerrilleros peruanos, quienes esperaban que el Che fuera a combatir con ellos. Los dirigía un peruano de origen chino parecido a Mao llamado Juan Pablo Chang, viejo amigo de Hilda Gadea, que trataba de reconstruir la infraestructura clandestina destruida después de la muerte de Lobatón y Uceda y el encarcelamiento de Ricardo Gadea y Héctor Béjar. Chang había enviado a su hombre José Dagnino Pacheco, alias «Sánchez», a colaborar con los cubanos en La Paz, pero tanto él como sus camaradas estaban molestos porque el Che había cambiado de planes al poner el foco de la lucha en Bolivia. Los cubanos actuaron diplomáticamente y le dijeron a Sánchez que después de la llegada del Che se celebraría una reunión para apaciguarlo y explicar la nueva estrategia.
Por último, los lugartenientes del Che tenían muchas dificultades para cumplir la orden de hallar una base en el Beni. Le enviaron una larga carta llena de argumentos a favor de Ñancahuazú, señalando que la región del Beni estaba densamente poblada, que no había en venta tierras de la extensión requerida y que en una finca pequeña aumentaba el riesgo de que los descubrieran antes de tiempo. Por fin el Che cedió: la propiedad ya comprada serviría por el momento.
Era octubre, pero aún había muchos factores sin resolver. En un nuevo cambio de actitud, Monje dijo que su Comité Central había votado a favor de la lucha armada, pero, como siempre, subrayó que deberían dirigirla los bolivianos. Dijo que iría a La Habana a explicar su política. Sin embargo, a pesar de que el tiempo apremiaba, realizó previamente una larga visita a Bulgaria; no llegó a la capital cubana hasta fines de noviembre. Allí descubriría que el hombre que se convertía en su pesadilla había desaparecido. La verdad era que el Che ya había partido hacia Bolivia sin avisar a nadie salvo a su círculo más íntimo de camaradas cubanos.
En la reunión con Fidel, dice Monje, el dirigente cubano no negó ni ratificó el cambio de planes. Escuchó decir a Monje que la revolución boliviana la debían dirigir los bolivianos, pero en respuesta se limitó a sugerir que el Che y él debían «reunirse a conversar». ¿Dónde estaría Monje en Navidad?, preguntó Fidel. En Bolivia, dijo aquél. Entonces concertarían una reunión para esa época, «fuera» de Bolivia pero cerca de la frontera.
Pero Monje dice que para entonces ya sabía dónde era ese lugar: no estaba fuera de Bolivia sino en Ñancahuazú. A mediados de diciembre volvió a La Paz, más convencido que nunca de que los cubanos lo habían engañado.[119]