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El 8 de mayo, Fidel anunció la reanudación de relaciones diplomáticas con Moscú. Faure Chomón, exdirigente del Directorio que después de la victoria rebelde había virado a la izquierda, voló a Moscú como flamante embajador cubano. El enviado soviético fue Serguéi Kudriatzov, veterano agente del KGB que trabajaba bajo amparo diplomático. Alexeiev, quien ya no necesitaba hacerse pasar como corresponsal de TASS, fue designado primer secretario y agregado cultural, su puesto habitual cuando trabajaba de espía.
Después del intercambio de mensajes entre Fidel y Jrushov, una delegación militar soviética llegó discretamente a La Habana. «Vino una delegación, hablamos enseguida —dijo Alexeiev—. Fidel, Raúl, Che Guevara…, participaron todos. Plantearon lo que necesitaban, sobre todo necesitaban más [artillería] antiaérea porque había muchos aviones, artillería, tanques T-34, tanques antiguos que no servían ya en la Unión Soviética. Y vino una delegación y hablaron de precios, comerciales, pero eso no era comercio prácticamente. Pero hicieron un contrato».
En junio o julio las armas y los asesores militares soviéticos empezaron a llegar subrepticiamente a Cuba. Algunos asesores viajaban con pasaporte checo porque, según Alexeiev, Fidel (y también Moscú) aún temía la reacción norteamericana.
Firmado el acuerdo militar secreto con los soviéticos, Fidel consideró que tenía fuerza suficiente para enfrentarse a los norteamericanos. En realidad, había empezado a tantear los límites de la distensión provisional propuesta por Washington en febrero, inmediatamente después de firmar el acuerdo comercial con Moscú. En respuesta a la oferta del Departamento de Estado de fines de enero, que había quedado en el limbo durante la visita de Mikoyán, el canciller Roa expuso en una nota a Washington las «condiciones» de Cuba para iniciar las conversaciones. No podía haber negociaciones mientras Washington amenazara con reducir la cuota azucarera. En su respuesta, el 29 de febrero, el Departamento de Estado se negó a ceder, con el argumento de que Estados Unidos tenía derecho a tomar las medidas que considerase necesarias para proteger los intereses norteamericanos. Cuatro días después, la explosión de La Coubre reavivó el encono. El secretario de Estado Herter rechazó indignado las acusaciones de Fidel sobre la complicidad de la CIA en la tragedia y puso en tela de juicio la «buena fe» de Cuba para reanudar las negociaciones.
En medio de la agitación, Washington intentó un último acercamiento con Fidel. A principios de marzo, el asesor legal de la embajada estadounidense Mario Lazo se presentó al ministro de Economía cubano Rufo López Fresquet para decir que Estados Unidos estaba dispuesto a ofrecer aviones militares y asistencia técnica. Fidel pidió dos días para estudiar la oferta. El 17 de marzo, el presidente Dorticós dijo a López Fresquet en nombre de Fidel que había resuelto rechazar la oferta. Consciente del significado de este desaire, López Fresquet, el último de los ministros a la antigua, renunció inmediatamente y huyó a Estados Unidos. Desde luego no lo sabía, pero su misión de intermediario había coincidido con la petición de Fidel de armas soviéticas, o acaso la había precipitado. Si Fidel aún tenía algunas reservas de último momento sobre el rumbo que había adoptado, la respuesta inmediata de Nikita Jrushov las había disipado.
El mismo día del desaire de Fidel, Eisenhower aprobó el plan de la CIA de reclutar y entrenar clandestinamente a un ejército de varios cientos de exiliados cubanos para iniciar una guerra de guerrillas contra Castro. Dulles, el director de la CIA, adoptó como modelo la bien llamada Operación Éxito que había socavado el régimen del guatemalteco Arbenz en 1954. El subdirector de planificación Richard Bissell, arquitecto del proyecto de aviones espía U-2, quedó al mando del «ejército expedicionario» cubano. El equipo incluía, entre otros, a Tracy Barnes, un veterano de las operaciones clandestinas que había cumplido una función clave en la Operación Éxito, y Howard Hunt, el fanático jefe local de la CIA en Montevideo. El escéptico del equipo era el jefe de división de la agencia para el Hemisferio Occidental, J. C. King, quien advirtió que «Cuba no era Guatemala». King prefería una «guerra sucia» para desestabilizar al régimen cubano y abogaba por el asesinato de los líderes como el Che, Raúl y Fidel. Pero Dulles había vetado esa alternativa a favor de construir una fuerza anticastrista y ayudarla a «hacer pie» en Cuba.
Garry Drecher (alias Frank Bender), el especialista en comunismo latinoamericano de la CIA, fue a Miami a reclutar combatientes en la comunidad de exiliados y dispuso que se los entrenara en un lugar secreto de Guatemala con la complicidad del presidente militar, general Ydígoras Fuentes.
Días después, el Che dijo que la cuota azucarera significaba la «esclavitud económica» del pueblo cubano. Al pagar un precio superior al del mercado, Estados Unidos obligaba a Cuba a mantener una economía de monocultivo en lugar de diversificarse, lo que a su vez la hacía depender (en un círculo vicioso) de las importaciones norteamericanas. Este ataque al sistema de cuotas azucareras echaba por tierra uno de los principales caballos de batalla de Fidel —después de todo, citaba la amenaza de reducción de la cuota azucarera como ejemplo de la «agresión económica» norteamericana—, pero lo significativo es que no desmintió la afirmación del Che.
Mientras tanto, continuaban los ataques a los medios. El gobierno se apoderó de la emisora de televisión CMQ después de que sus dueños huyeran del país. Al mismo tiempo, el Ministerio de Trabajo empezaba a usurpar casi todas las funciones de la CTC; aquél, no los sindicatos, dictaba las condiciones de trabajo, y la central obrera quedaba reducida a la función de supervisora.