I
El 12 de junio, el Che voló a Madrid, de camino hacia El Cairo. Fidel lo había instado a llevar consigo a Aleida, su esposa desde hacía diez días, para «tener una luna de miel». Según ella, el Che la dejó en Cuba porque insistía en que los dirigentes revolucionarios debían hacer gala de austeridad en su vida personal. «Así era él», dijo Aleida.
Para sus hombres, las nuevas órdenes del Che cayeron como un rayo. La nueva misión, inmediatamente a continuación de la orden de Fidel de poner fin a los fusilamientos, tenía todo el aspecto de un tronazo, una degradación. Los rumores corrían por La Cabaña. «Él anunció que se iba de viaje…, y a nosotros nos disgustó tremendamente —dijo Borrego—. Nos daba la impresión de que lo habían quitado de jefe del regimiento. Y nosotros interpretamos eso muy mal».
Su estado de ánimo empeoró cuando un rígido comandante nuevo fue designado para sustituirlo. Borrego y algunos camaradas estaban tan enfadados que fueron a quejarse a Camilo Cienfuegos. Éste los recibió con frialdad y una reprimenda: eran soldados, debían obedecer las órdenes, el Che se enojaría muchísimo si se enteraba de semejante conducta. Volvieron a La Cabaña, sumisos pero insatisfechos. Los temores más graves que había provocado la partida del Che parecieron confirmarse cuando se les comunicó la decisión de desmovilizar el regimiento de La Cabaña y trasladarlo a Las Villas. «En el caso mío fue un derrumbe, porque yo tenía organizado todo y fue cargar en camiones los documentos, todo, y volver para Villa-Clara». Pero obedecieron, y permanecieron en Santa Clara hasta el regreso del Che, tres meses después.