I
La mañana del 24 de febrero de 1961, el Che salió de su casa en la calle Dieciocho de Miramar. Su coche giró a la derecha por la Séptima avenida. Generalmente seguía otra ruta: giraba a la izquierda por su calle residencial, seguía hasta el bulevar arbolado de la Quinta avenida, donde giraba a la derecha, y después de pasar frente a la sede de la Seguridad del Estado entraba en el túnel bajo el río Almendares, luego bordeaba el mar por el malecón hasta llegar a La Habana Vieja, donde estaba el Banco Nacional.
Pero ese día enfiló hacia la Plaza de la Revolución. Fidel había ampliado su departamento del INRA hasta convertirlo en un ministerio, y el Che cumplía su primera jornada como ministro de Industrias. El cambio imprevisto de ruta probablemente salvó su vida.
Momentos después de salir, se produjo un tiroteo en la acera frente a su casa; los escoltas del Che empezaron a disparar a ciegas. En la casa, Aleida tomó al bebé y se resguardó en el hueco de la escalera de la planta alta, donde se les unió, aterrada, la nueva integrante del hogar de los Guevara: Sofía Gato, una camagüeyana de veinticinco años, la niñera de Aleidita, quien por entonces tenía tres meses.
Más adelante Sofía pudo reconstruir en parte los sucesos. Cuatro o cinco «barbudos» armados, ocultos detrás de unos setos que había cerca de la esquina de la Dieciocho con la Quinta, abrieron fuego de armas automáticas contra un vecino, un oficial llamado Salinas, que pasaba en su coche. Convencidos de que el blanco era la casa del Che, la guarnición de escoltas que vigilaba a la familia abrió fuego a su vez. Momentos después, Salinas estaba muerto en su coche y uno de los asaltantes se retorcía sobre la acera.
El gobierno rápidamente evitó la difusión del hecho, pero mucha gente ya estaba enterada. La versión extraoficial del Che y el gobierno fue que él no había sido el blanco del atentado. Según Oscarito Fernández Mell, otro morador de la casa en la calle Dieciocho, Salinas era efectivamente el blanco del asalto, provocado por un «asunto pasional». Como en tantos otros sucesos en Cuba, un manto de silencio oficial cayó sobre el incidente que aún hoy sigue sumido en el misterio.
Con todo, la idea de que el tiroteo de la calle Dieciocho fue un atentado frustrado contra la vida del Che resulta verosímil a la luz de lo que sucedía en Cuba por aquellos días. En todo el país, ex«barbudos» como los que habían disparado contra el coche de Salinas tomaban las armas contra la revolución, contra el comunismo. La mayoría de los anticomunistas atribuían el «sometimiento» del país a la Unión Soviética sobre todo al Che, el tábano «rojo» que aguijoneaba a Fidel.
Para entonces se había frustrado por lo menos un atentado contra la vida del Che. Una noche de principios de 1960, cuando Alexeiev y el Che conversaban en la oficina del Banco Nacional —eran tiempos anteriores a la visita de Mikoyán, y sus encuentros aún eran clandestinos—, éste dijo: «Ven, Alejandro, voy a mostrarte desde dónde van a tirar contra mí los contrarrevolucionarios», y señaló la ventana de un edificio al otro lado de la callejuela. El agente soviético se asustó, pero el Che se apresuró a tranquilizarlo: los servicios de inteligencia cubanos vigilaban el lugar y estaban a punto de ocuparlo.
Fuera cual fuese la verdadera causa del tiroteo en la calle Dieciocho, a partir de entonces el Che tomó mayores precauciones. Todos los visitantes al Ministerio de Industrias eran registrados por los guardias. El Che llevaba una caja de cigarros llena de granadas de mano en el asiento del coche y modificaba diariamente la ruta para llegar a su oficina.
Los norteamericanos habían perdido prácticamente todas sus fuentes de información in situ. Los últimos diplomáticos habían abandonado la embajada el 20 de enero, pocos días después de prohibir los viajes de sus ciudadanos a la isla. El mismo mes, los gobiernos de Perú y Paraguay rompieron relaciones y retiraron a sus diplomáticos; durante los meses siguientes, otros vecinos anticastristas seguirían su ejemplo. Los exiliados cubanos ya sumaban casi cien mil; casi todos residían en Miami, y el gobierno norteamericano se había visto obligado a destinar fondos federales para conseguirles vivienda y trabajo. Uno de ellos era Pardo Llada, el molesto compañero de viaje del Che en su primera gira internacional, a quien habían indicado la conveniencia de partir a raíz de ciertos comentarios indiscretos sobre la infiltración comunista en el gobierno. Humberto Sorí-Marín no tuvo tanta suerte. Detenido por las tropas y acusado de realizar actividades contrarrevolucionarias auspiciadas por la CIA, el exministro de Agricultura fue a parar al paredón. Más allá del costo humano, las purgas y el éxodo masivo ayudaban al propósito de Fidel de «drenar la ciénaga», al expulsar de la escena a los quintacolumnistas y contrarrevolucionarios en potencia.
Mientras aquéllos partían, empezaban a llegar técnicos soviéticos, profesores de ruso, economistas y asesores militares. Mongolia, Albania, Hungría, China y Vietnam del Norte abrieron embajadas. Se sucedían las delegaciones comerciales y culturales del bloque oriental. El 17 de enero, Fidel anunció que un millar de jóvenes cubanos irían a la Unión Soviética por cuenta del gobierno para estudiar las «granjas colectivas». La transformación había sido tan brusca y drástica que incluso los obreros cubanos se asombraban de las diferencias entre los «americanos» y sus reemplazantes «rusos».
Si los norteamericanos eran ricos y prepotentes y hablaban un español horrible, estos recién llegados lucían y actuaban como campesinos toscos y mal vestidos. Las mujeres eran gordas, vestían largas faldas campesinas y pañuelos en la cabeza; los hombres, trajes mal cortados de tela barata. Sudaban profusamente en el calor tropical, pero no usaban desodorante y para los remilgados cubanos, los rusos olían mal. No hablaban español, andaban siempre juntos y los transportaban a sus nuevos enclaves residenciales en camiones, como ganado. Contemplaban maravillados la ciudad moderna, con los llamativos productos norteamericanos que aún se exhibían en las vidrieras —televisores, frigoríficos, climatizadores— y las lujosas viviendas diseñadas por arquitectos, con piscinas y jardines muy bien cuidados. Abrían los ojos de par en par al paso de los inmensos automóviles norteamericanos, con sus relucientes cromados y carrocerías.
Para muchos observadores, los soviéticos no tenían el aspecto de representantes de la tan elogiada «superpotencia» socialista. Consciente del escepticismo popular, el Che lo tuvo en cuenta cuando apareció en televisión el 6 de enero para hablar sobre su viaje reciente a la Unión Soviética. Tras una serie de elogios líricos de las naciones que había visitado, en especial Corea del Norte y China, se refirió al asunto que preocupaba a todos: el evidente atraso de los soviéticos en materias que muchos cubanos daban por sentado. Sobre la visita a la Unión Soviética, dijo:
Nosotros allí teníamos que plantear algunos problemas que nos daban algo de vergüenza realmente. Porque, por ejemplo, planteábamos el problema de que el pueblo cubano necesitaba materias primas para hacer desodorantes, y en esos países no entendían eso, porque son países que desarrollan toda su producción para el bienestar general del pueblo, y que tienen todavía que superar atrasos enormes…; no se pueden ocupar de esas cosas… Nosotros también tenemos que ocuparnos ya de cosas más importantes.
Dadas las circunstancias, el Che trataba de dirigirse a su audiencia en términos diplomáticos. Les decía a los remilgados habaneros que los comprendía, pero los tiempos habían cambiado, las prioridades nacionales eran otras y, como los rusos, tendrían que aprender a prescindir de los desodorantes. Reconocía además que los soviéticos, a pesar de sus progresos tecnológicos, eran efectivamente un pueblo rústico en más de un sentido.
La influencia del bloque soviético también se hizo más visible en la economía. En lugar de favorecer las granjas colectivas desorganizadas que sucedieron a las primeras expropiaciones de tierras, el gobierno empezó a reemplazarlas por las llamadas «granjas del pueblo» que seguían el modelo soviético.[70] En el ministerio del Che, asesores checos y soviéticos trabajaban con los economistas sudamericanos de la primera generación. El Che organizó un grupo de estudios marxistas en el que participaban él mismo, Orlando Borrego y otros asesores; a cargo del curso estaba el hispano-soviético Anastasio Mansilla, un especialista en economía política.
Junto con casi todas las demás influencias norteamericanas —por ejemplo, se prohibió a Papá Noel—, se desalentó el aprendizaje del inglés; el segundo idioma a aprender en la «nueva» Cuba era el ruso. El Che empezó a tomar clases de ruso dos veces por semana con Yuri Pevtsov, un filólogo enviado por la Universidad Lermontov para ser su intérprete y preceptor personal. A falta de un manual ruso-español, utilizaron un libro de primeras letras ruso-francés.
A pesar de los chistes populares que circulaban acerca de los «bolos», cierto «estilo» soviético empezó a infiltrarse inexorablemente en la vida cubana, al principio de manera superficial. El gobierno encabezaba la transformación de los símbolos. Ya existía una agencia de planificación central, el JUCEPLAN, imitación del GOSPLAN soviético. Calles, teatros, fábricas recibían nuevos nombres de héroes y mártires, tanto nacionales como extranjeros, como Camilo Cienfuegos y Patrice Lumumba. El viejo Cine Chaplin de la Primera avenida ahora se llamaba Carlos Marx y en poco tiempo se fundarían las guarderías Héroes de Vietnam y Rosa Luxemburgo.
Desde la revolución era costumbre bautizar a los bebés Fidel y Ernesto, por el Che. Ahora los cubanos empezaban a bautizar a sus hijos con nombres como Alexéi y Natasha. La hija menor del Che adquirió un apodo ruso: Aliusha.
En Washington, los analistas de los servicios de inteligencia atribuían el viraje espectacular de la isla hacia el bloque soviético en gran medida a los esfuerzos del Che Guevara. En una evaluación secreta de su reciente misión al bloque chino-soviético, fechada el 23 de marzo, la Oficina de Inteligencia e Investigación del Departamento de Estado reconoció sus logros indudables.
«Cuando finalizó la visita, Cuba tenía acuerdos comerciales financieross, además de vínculos culturales, con todos los países del bloque, relaciones diplomáticas con todos menos Alemania Oriental y acuerdos de asistencia científica y técnica con todos menos Albania».
No se sabía si Guevara había negociado una mayor ayuda militar, pero el informe lo consideraba sumamente probable. «Se puede suponer que el asunto fue materia de discusión y que se acordó un nuevo envío de armas. Según un informe, en el comienzo de su gira Guevara pidió misiles a Jrushov y el premier soviético se negó, pero prometió enviarle armas automáticas de la Segunda Guerra Mundial».