VII
En su carta a Fidel del 9 de diciembre, el Che abordaba un tema mucho más importante que su dilema militar inmediato. Estaba relacionado con su disputa creciente con el Directorio Nacional del 26 de Julio en el llano. El Che jamás había sentido estima por la gente del llano —ni, evidentemente, ellos por él—, pero ahora la relación se volvía abiertamente hostil.
El problema tenía que ver formalmente con el abastecimiento. Desde su ascenso a comandante, el Che había ignorado a Daniel, el sucesor de Frank País como coordinador del Ejército Rebelde en Oriente, para tratar por su cuenta con proveedores no autorizados por el Directorio. Pero éste era el aspecto superficial del problema. Para el Directorio Nacional, él era un marxista «extremista». Lo que alarmaba a Daniel y Armando Hart, patentes anticomunistas ambos, era la autonomía casi total de la columna del argentino y su evidente influencia sobre Fidel, en momentos en que sus relaciones con él se debilitaban. La negativa del Che a ponerse en contacto con Daniel o utilizar la organización en Santiago socavaba la autoridad del llano. Para controlarlo, querían obligarlo a utilizar los «canales correspondientes».
Para resolver las desavenencias, a fines de octubre Daniel y Celia Sánchez fueron a la Sierra Maestra a hablar con Fidel. La visita coincidió con una serie de procesos políticos lejos de la sierra. Armando Hart, jefe de la «organización general» del 26 de Julio en el llano, informó del hecho potencialmente auspicioso de que los partidos de oposición gestionaban la conformación de un gobierno revolucionario en el exilio dominado por el 26 de Julio y los auténticos de Prío. En octubre escribió a Fidel que continuaban las «relaciones cordiales con ciertos círculos diplomáticos» y que se había enterado de que personas «cercanas a la Embajada [estadounidense]» habían intercedido por ellos ante el embajador. «Creo que ésta es la mejor política —escribió a modo de conclusión—, ya que se nos mantiene al tanto de todo lo que sucede ahí y de todos los planes norteamericanos, y al mismo tiempo el Movimiento no se compromete oficialmente…»
Como secuela de la frustrada sublevación en Cienfuegos, apoyada clandestinamente por la CIA, los norteamericanos probablemente trataban de compensar sus pérdidas, buscando distintos medios para echar a Batista. Una coalición amplia de grupos políticos aceptables —incluyendo un 26 de Julio moderado— les debió de parecer la solución ideal. El conflicto cubano escapaba a todo control. Cuando el ejército se reveló incapaz de dar a los rebeldes un golpe mortal, Batista optó por soltar a los perros. Los asesinatos policiales de sospechosos eran cosa de todos los días, mientras las masacres periódicas de guajiros por el ejército en Oriente exacerbaban el clima de anarquía creciente. El oficial Alberto del Río Chaviano, conocido por haber torturado a los rebeldes del Moncada hasta matarlos, había sido ascendido y puesto al mando de la campaña antiguerrillera en la Sierra Maestra, y se había puesto un precio de cien mil dólares a la cabeza de Castro.
Los enemigos de Batista también multiplicaban los actos de violencia. En octubre y noviembre, el Movimiento 26 de Julio se lanzó a perseguir espías y traidores en las ciudades y por fin pudo matar al Gallego Morán, que había causado estragos al pasarse a las filas del servicio de inteligencia militar batistiano. El brutal jefe militar de Holguín, el coronel Fermín Cowley, responsable de la matanza de los hombres del Corinthia y otros asesinatos, fue muerto por un comando del 26 de Julio. Los rebeldes también incrementaron el sabotaje económico. Sus unidades partían de la sierra para incendiar cañaverales en una escala hasta entonces nunca vista. Fidel pensaba incrementar el ataque a la economía nacional para sacar la guerra de su aislamiento en la Sierra Maestra y transformarla en una campaña nacional. Como prueba de sus intenciones, prometió incendiar los importantes cañaverales de su familia en Birán.
Paradójicamente, a pesar del conflicto, la economía cubana pasaba por un boom gracias a los altos precios del azúcar y el aumento de las inversiones extranjeras, casi todas provenientes de Estados Unidos. Las empresas extractoras de níquel en Oriente, de capitales norteamericanos, habían anunciado sus planes de expansión, y en La Habana se ampliaban las instalaciones portuarias para hacer frente al crecimiento del comercio marítimo. Oleadas de turistas afluían a La Habana, y se construían nuevos hoteles de lujo para recibirlos. La última zafra azucarera, una de las mejores de la historia de Cuba, había dado un excedente de cientos de millones de dólares para el Estado.
Con todo, Washington aún desconfiaba de la aptitud de Batista para dominar la situación y enviaba señales contradictorias a su régimen. Mientras el Departamento de Estado y la CIA expresaban su disgusto creciente, los militares apoyaban al dictador. En noviembre, el jefe de la fuerza aérea de Batista, coronel Carlos Tabernilla, había recibido una condecoración militar, mientras el general de marines Lemuel Shepherd, en un discurso, brindaba por Batista, «un gran general y un gran presidente». Después de unos meses en funciones, el embajador Earl Smith había recibido abundantes noticias sobre las «influencias comunistas» entre los rebeldes y se mostraba escéptico sobre Fidel Castro, hasta el punto de sugerirle al director de la CIA, Allen Dulles, que enviara un espía a la Sierra Maestra para determinar «los alcances del control comunista» en el movimiento.
Mientras tanto, Fidel se balanceaba sobre la cuerda floja en su intento de aparecer como el caudillo indiscutido de la oposición política cubana. Para ello, debía fortalecerse militarmente mediante la extensión de la guerra, lo cual requería un mayor apoyo político y económico. Y para lograr este último debía mostrar una fachada moderada, tranquilizadora.
Al recibir la carta de Armando Hart sobre el inminente pacto de unidad, Fidel encomendó a su representante en Estados Unidos la tarea de conducir una delegación a la reunión del 1 de noviembre y le dio una lista de los nombres que proponía para ocupar los puestos clave en la alianza propuesta. Sin dudar de que sus deseos serían cumplidos, Fidel volvió a ocuparse de los asuntos de la guerrilla. Debidamente amonestado en las reuniones con Fidel, Daniel volvió a Santiago y enseguida puso manos a la obra para conseguir las municiones y provisiones que requería la guerrilla. Celia Sánchez se quedó en el campamento. Fidel le había dicho que deseaba su «presencia femenina» a su lado durante algún tiempo y ella había aceptado la propuesta. Permanecería con él hasta el fin de la guerra.
El 1 de noviembre, se constituyó en Miami una Junta de Liberación Cubana con representantes de la mayoría de los partidos de la oposición. Los comunistas estaban excluidos, pero el Movimiento 26 de Julio dominaba el «comité nacional» de la junta. Sin embargo, Felipe Pazos se había presentado por su cuenta como representante oficial del 26 de Julio, lo que para Fidel constituyó un intento de desplazarlo. Y aparte de los reclamos consabidos de renuncia de Batista, elecciones justas y retorno al estado de derecho, el Pacto buscaba abiertamente satisfacer a Washington. No se produjo declaración alguna que se opusiera a la intervención extranjera o a la idea de que una junta militar sucediera a Batista (uno de los grandes temores de Fidel) y en cambio se reclamó la incorporación de las guerrillas fidelistas a las fuerzas armadas cubanas «después de la victoria» para asegurar la futura disolución del Ejército Rebelde. En cuanto a la injusticia social, se limitó a incluir una tibia promesa de crear puestos de trabajo y elevar el nivel de vida. En síntesis, era un manifiesto político destinado a ganar el corazón de Washington.
Las novedades llegaron a la sierra en cartas de Daniel y Armando Hart, quienes denunciaban los términos del pacto pero insinuaban que les parecían «aceptables». Raúl, indignado, acusó a Felipe Pazos de traición lisa y llana y propuso desatinadamente que lo fusilaran. Fidel les hizo saber su disgusto, pero sin pronunciarse públicamente, y mientras los dirigentes del llano se apresuraban a clarificar sus posiciones, se sumió en un silencio enigmático. Ocupado con la guerra, el Che mantuvo silencio, pero aguardaba con preocupación el pronunciamiento definitivo de Fidel. El 1 de diciembre, después de la batalla de Mar Verde, instó diplomáticamente a Fidel a que emitiera un manifiesto para publicarlo en El Cubano Libre. Luego se produjo su retirada de El Hombrito seguida por la acción en Altos de Conrado donde fue herido. Finalmente, en su carta del 9 de diciembre desde La Mesa, le arrojó el guante a Fidel. Expuso sus sospechas sobre el Directorio Nacional, al que acusó de sabotearlo «intencionalmente» y exigió que se le permitiera tomar «medidas severas» no especificadas para remediar la situación; caso contrario, presentaría su renuncia. A pesar de su lenguaje diplomático, la carta era un ultimátum al jefe.[42] La respuesta determinaría no sólo las futuras relaciones del Che con Fidel Castro sino, más aún, el rumbo político de la lucha revolucionaria en Cuba.
Cuatro días después, el Che recibió la respuesta. Jamás se divulgaron los términos de esa carta, pero, cualesquiera que fuesen, el Che experimentó una reafirmación de su fe. El 15 de diciembre escribió a Fidel: «En este preciso instante llegó un mensajero con tu nota del trece. Confieso que… me llenó de paz y felicidad. No por razones personales sino por lo que significa este paso para la Revolución. Sabes muy bien que no confiaba en absoluto en la gente del Directorio Nacional: ni como dirigentes ni como revolucionarios. Pero no pensé que llegarían al extremo de traicionarte tan abiertamente…»
La carta advertía luego a Fidel sobre la «inconveniencia» de continuar en silencio: evidentemente, los norteamericanos «mueven los hilos de esta tramoya» y había llegado el momento de actuar sin miramientos. «Desgraciadamente, tenemos que afrontar al Tío Sam antes de tiempo». Nuevamente instaba a Fidel a denunciar el Pacto de Miami mediante un documento firmado; él imprimiría diez mil ejemplares y los distribuiría por todo Oriente y La Habana, en lo posible por toda la isla. «Más adelante, si se complica, con ayuda de Celia podemos despedir a todo el Directorio Nacional».
Fidel sí rompió su silencio. El mismo día de la carta, emitió una declaración de condena al Pacto de Miami que envió al Che, al Directorio Nacional y a los firmantes del pacto, cuyo «patriotismo tibio y cobardía» fustigó. «La dirección de la lucha contra la tiranía está y seguirá estando en Cuba y en las manos de combatientes revolucionarios». En cuanto al futuro de sus fuerzas guerrilleras después de la victoria, declamó: «El Movimiento 26 de Julio reclama para sí la función de mantener el orden público y reorganizar las fuerzas armadas de la república». Finalmente, para sabotear el intento (según lo entendía él) de Felipe Pazos de asegurarse la presidencia de un futuro gobierno de transición, Fidel designó a su propio candidato: el anciano jurista santiaguino Manuel Urrutia. Para concluir su tour de force, afirmó: «Éstas son nuestras condiciones… Si se las rechaza, entonces continuaremos la lucha por nuestra cuenta… Para morir con dignidad no hace falta compañía».
La vigorosa denuncia obtuvo el efecto deseado de destruir la flamante Junta. Los ortodoxos se retiraron del Pacto; Felipe Pazos renunció al Movimiento 26 de Julio; Faure Chomón, el nuevo dirigente del Directorio, atacó violentamente la posición de Fidel y empezó a planificar su propia invasión de Cuba. Todavía faltaba el enfrentamiento definitivo de Fidel con su Directorio en el llano, pero eso sucedería unos meses después. Mientras tanto, el Che y Daniel dirimieron su pleito en un cruce de cartas enconadas. El Che proclamó en tono desafiante su credo marxista y su fe renovada en Fidel «como un auténtico dirigente de la burguesía izquierdista», a la vez que fustigó a Daniel y los «derechistas» del Directorio por la vergüenza de permitir que «cogieran por el culo» al movimiento rebelde en Miami. Daniel rechazó enérgicamente las acusaciones y lo acusó a su vez de preferir la «dominación soviética» para Cuba. Insistió en que él y los camaradas del llano tenían sus reservas sobre el Pacto de Miami, pero pensaban que antes de denunciarlo, el Movimiento 26 de Julio debía decidir «de una vez por todas» dónde estaba y hacia dónde se dirigía.[*]
La guerra epistolar entre Daniel y el Che revela mejor que cualquier documento histórico la profundidad de las divisiones ideológicas en el seno del movimiento rebelde cubano en esa época. Daniel escribió su respuesta a la carta del Che antes de enterarse de que Fidel había denunciado el Pacto de Miami, pero la suerte estaba echada: se advertía a los grupos de oposición cubanos que sólo se les permitiría cumplir un papel en la revolución si reconocían a Fidel como dirigente supremo y aceptaban sus condiciones. En poco tiempo la ruptura de Fidel se conoció en toda la isla. Tal como había prometido, el Che la reprodujo con su multicopista y el 2 de febrero Bohemia la publicó en una edición especial de medio millón de ejemplares. El 6 de enero, mientras mandaba imprimir la carta, el Che elogió el documento «histórico» en carta a Fidel. «Ya lo decía Lenin, la política de principios es la mejor política. El resultado final será magnífico… Ahora vas por el camino más grande de ser uno de los dos o tres [dirigentes] de América que llegarán al poder por una lucha armada multitudinaria».
En ese momento, pocas personas aparte del Che tenían plena conciencia del paso trascendental que había dado Fidel, y que con el tiempo afectaría a las vidas de millones de personas, tanto en Cuba como en el exterior. La denuncia pública del Pacto de Miami era apenas la punta visible de una decisión política de gran magnitud, que por el momento sería un secreto celosamente guardado.