IV
Al amanecer del 24 de abril, el Che y trece cubanos desembarcaron en la orilla congoleña del lago Tanganyika. Acababan de dejar atrás una extensión de cincuenta kilómetros de agua que los separaba del refugio de Tanzania y su vasta sabana que se extendía hasta el océano Índico, la tierra que habían cruzado en automóvil durante dos días y dos noches desde su partida de Dar es Salam. Frente a ellos se alzaba el borde occidental del valle de la Gran Grieta, una abrupta escarpa selvática junto al lago. Más allá de ésta se encontraba el inmenso territorio «liberado» por los rebeldes. Su «frente» septentrional comenzaba ciento setenta kilómetros al norte, en el pueblo de Uvira a orillas del lago Tanganyika. Esta población de la frontera con Burundi era la base de retaguardia de los rebeldes desde la caída de Bukavu, más al norte, donde se unen las fronteras del Congo, Ruanda y Burundi. Desde allí el reducto de los rebeldes se extendía cien kilómetros hacia el sur hasta la aldea lacustre de Kibamba, donde se encontraban el Che y sus hombres. El territorio se extendía tierra adentro por doscientos kilómetros hasta Kasongo, sobre el río Lualaba, en el límite norteño de la provincia de Katanga. Según el jefe mercenario Mike Hoare, era un territorio de extensión similar a Gales, una región de llanuras extensas y montes selváticos surcada por ríos bravos, habitada por manadas de elefantes y por un mosaico complejo de tribus que vivían de la agricultura de subsistencia o de la caza y recolección. Los caminos y las poblaciones eran escasos; los puntos en el mapa indicaban aldeas nativas, antiguas guarniciones coloniales belgas, misiones y puestos comerciales.
Godefroi Chamaleso, el comisario político de Dar es Salam, los acompañaba para allanarles el camino; hasta entonces era el único enlace oficial del Che con los revolucionarios que venía a entrenar y disciplinar. Kabila había mandado avisar desde El Cairo que llegaría en quince días, y hasta entonces el Che debía permanecer de incógnito. «Para ser sincero —admitiría más adelante— estos inconvenientes no me desagradaban mucho, pues tenía interés en la lucha del Congo y temía que mi ofrecimiento provocara reacciones demasiado agudas y algunos de los congoleses, o el mismo gobierno amigo [de Tanzania], me pidieran abstenerme de entrar en la lid».
Hasta entonces todo estaba muy bien. Pero ya en Kigoma, el puerto de Tanzania sobre la margen izquierda del lago, el Che había visto las primeras señales de indisciplina y falta de liderazgo de los rebeldes congoleños a los que se había unido. Un funcionario tanzano se había quejado de los rebeldes, que cruzaban el lago para ir de juerga por los bares y prostíbulos del pueblo. Además, el bote para cruzar el lago se había hecho esperar un día y medio a pesar de los esfuerzos de su hombre de avanzada. Y después de cruzar a Kibamba en la margen opuesta, halló que la comandancia rebelde se encontraba demasiado cerca de la aldea y de la «válvula de escape» de Tanzania para su gusto.
En ausencia de Kabila, el Che tuvo que tratar con un grupo de «comandantes de campo», jefes de las «brigadas militares» acantonadas alrededor de la zona rebelde. Afortunadamente para él, algunos de ellos hablaban francés, y pudo advertir rápidamente que existían graves divisiones entre ellos. En la primera reunión con los comandantes, el entusiasta Chamaleso quiso establecer un lazo entre sus compatriotas y los recién llegados: para ello propuso que el «jefe» Víctor Dreke y otro cubano elegido por él participaran en todas las reuniones y decisiones del estado mayor. Los oficiales congoleños se negaron a responder. «Observé la cara de los circunstantes —escribió el Che con sorna— y no pude constatar aprobación a la propuesta; parecía que Tremendo Punto no gozaba de particular simpatía entre los jefes».
Lo cual era cierto, y se debía a que Chamaleso sólo ocasionalmente salía de Dar es Salam para visitar el frente, razón por la cual los militares se sentían abandonados por la sede política. Además había inquina entre los comandantes que permanecían en el frente y aquellos que partían en interminables misiones a Kigoma y sus varios prostíbulos. Los combatientes rasos eran campesinos que hablaban sus lenguas tribales o en algunos casos el swahili; el Che tenía la impresión de que vivían en un mundo completamente distinto del de sus oficiales.
También descubrió con desagrado que la creencia en la brujería estaba muy difundida. Todos creían en la dawa, una poción «mágica» que los volvía invulnerables. Se enteró de la existencia de esta «magia» en su primera reunión con los comandantes congoleños. Un simpático oficial «con aire festivo» que se presentó como teniente coronel Lambert «me explicó cómo para ellos los aviones no tenían ninguna importancia porque poseían la dawa, medicamento que hace invulnerable a las balas».
Lambert le aseguró que le habían disparado varias veces y las balas habían caído sin fuerza al suelo. «Lo explicó entre sonrisas y me sentí obligado a festejar el chiste en que veía una forma de demostrar la poca importancia que se le concedía al armamento enemigo. Al poco me di cuenta de que la cosa iba en serio y que el protector mágico era una de las grandes armas de triunfo del ejército congolés». Evidentemente escuchó la exposición con aplomo diplomático, pero en poco tiempo tendría motivos para preocuparse, ya que la dawa sería uno de los obstáculos más desconcertantes que encontraría en su misión de crear al Hombre Nuevo revolucionario en África.
Después de su primera reunión con los jefes, en la que no se tomó resolución alguna, el Che llevó a Chamaleso a un lado y le reveló su identidad. «Le expliqué quién era —escribió—; la reacción fue de aniquilamiento. Repetía las frases “escándalo internacional” y “que nadie se entere, por favor, que nadie se entere”; aquello había caído como un rayo en día sereno y temí por las consecuencias, pero mi identidad no podía seguir ocultándose durante más tiempo si queríamos aprovechar la influencia que pudiera ejercer».
El temeroso Chamaleso partió hacia Dar es Salam y luego El Cairo para informar a Kabila de la presencia del Che. A fin de poner en marcha su programa de instrucción, Tato trató de convencer a los jefes congoleños de que le permitieran instalar una base permanente para sus hombres a cinco kilómetros de ahí, en lo alto de la cresta de Lualaborg, pero entonces comenzaron las dilaciones: los jefes dijeron que no se podía hacer nada hasta el regreso del comandante de la base, que se encontraba en Kigoma. En cambio, sugirieron que iniciara la instrucción en el cuartel general de Kabimba. A su vez el Che propuso entrenar una columna de cien hombres dividida en grupos de a veinte durante cinco a seis semanas y luego enviarla al mando de Mbili (Papi) a realizar acciones militares; durante la ausencia de éstos, entrenaría a una segunda columna, que iría a luchar al regreso de la primera. Después de cada expedición seleccionaría a los mejores hombres para construir una fuerza guerrillera eficaz. Nuevamente, respondieron con evasivas.
Pasaban los días. Los botes cruzaban el lago para llevar hombres de permiso a Kigoma o traerlos de vuelta, pero el comandante no regresaba. A falta de otra actividad, el Che empezó a echar una mano en la clínica de los rebeldes donde ya trabajaba un médico cubano a quien llamaban «Kumi». Le causó estupor la gran incidencia de enfermedades venéreas, que atribuyó a las visitas a Kigoma. Traían heridos de los distintos frentes, pero eran accidentes, no heridas de guerra. «Casi nadie tenía la más mínima idea de lo que era un arma de fuego —escribió el Che— y, jugando con ellas o por descuido, se disparaban». Los rebeldes también bebían pombe, un licor a base de maíz y yuca; el espectáculo de las riñas, intoxicaciones y faltas a la disciplina era tan frecuente que resultaba angustioso.
Enterados de la presencia de «médicos» en la zona, multitudes de campesinos acudían al dispensario. La provisión de material sanitario empezaba a agotarse, pero los salvó la llegada de una partida de medicamentos soviéticos arrojada de cualquier manera sobre la playa juntamente con un gran cargamento de armas y municiones, pero cuando el Che pidió permiso para organizar el depósito logístico de los rebeldes, la petición nuevamente cayó en saco roto. Entretanto, la playa parecía un «mercado gitano» donde los comandantes rebeldes se presentaban a exigir medicamentos para «sumas fabulosas de hombres». Un oficial dijo que tenía cuatro mil hombres, otro dijo dos mil y así sucesivamente, pero «todas eran cifras inventadas».
A principios de mayo el Che recibió la noticia de que la conferencia de El Cairo había sido un éxito, pero que Kabila demoraría su regreso durante varias semanas porque tenía que operarse de un quiste. Ante los primeros síntomas de malestar provocados por la falta de actividad, el Che dispuso que sus hombres recibieran clases diarias de francés, swahili y «cultura general». «Todavía nuestra moral se mantenía alta, aunque ya comenzaban las murmuraciones entre los compañeros que veían pasar los días infructuosamente», escribió.
A continuación empezaron a padecer paludismo y fiebres tropicales. El Che les suministraba antipalúdicos, pero advertía que éstos dejaban secuelas de debilidad, desgano general y falta de apetito que exacerbaban el «incipiente pesimismo» de los cubanos y que, según admitió con reticencia, empezaba a embargarlo a él mismo.
Mientras tanto, un informante llamado Kiwe lo ponía al tanto de la situación en el seno del movimiento rebelde. Éste era un oficial sumamente locuaz del estado mayor, un «conversador inagotable que habla francés a una velocidad casi supersónica» y tenía mucho para contar. Fiel a su vieja costumbre, el Che escribió jugosas semblanzas basadas en la información de Kiwe y adornadas por sus propias observaciones.
Sobre el «general» Nicholas Olenga, «libertador» militar de Stanleyville, Kiwe dijo que era un soldado enviado por él para explorar ciertas zonas del norte. Olenga había empezado a realizar ataques por su cuenta y ascenderse de grado cada vez que tomaba una aldea.
El «general» Olenga había «liberado» Stanleyville por cuenta del actual presidente del consejo rebelde, Christophe Gbenye, quien según Kiwe era un sujeto peligroso, inmoral. Lo consideraba responsable de un atentado contra el jefe del estado mayor militar del consejo, Laurent Mitoudidi. En cuanto a Antoine Gizenga, una de las primeras figuras revolucionarias que había surgido después de la muerte de Lumumba, Kiwe lo consideraba un oportunista de izquierdas, interesado solamente en aprovechar el movimiento rebelde para construir su propio partido político. Como escribió más adelante, las conversaciones con Kiwe resultaron útiles para tener una idea de las complejas rivalidades intestinas en el no muy revolucionario Consejo de Liberación del Congo.
El 8 de mayo, el jefe del estado mayor rebelde Laurent Mitoudidi volvió por fin, con dieciocho cubanos más y el mensaje de Kabila de que el Che debía conservar el secreto de su identidad. Mitoudidi partió casi inmediatamente, pero fue el primer oficial congoleño después de Kabila que causó al Che una buena impresión de «seguridad, seriedad y espíritu de organización». Más importante aún, Mitoudidi estuvo de acuerdo en el traslado del Che a la «base superior» en el monte Lualaborg.
El Che y sus hombres escalaron el monte hasta la gran meseta fértil en la cima de la escarpadura. El cabo de cuatro horas de ascenso penoso por la abrupta ladera llegaron a un lugar húmedo y frío a dos mil setecientos metros sobre el nivel del mar, pero al estudiar la escena el Che sintió que renacía su optimismo. Las manadas de vacas y las aldehuelas de los tutsi ruandeses estaban diseminadas por la llanura; como buen argentino, tomó nota de la abundancia de la «preciosa carne vacuna que cura, casi, hasta la nostalgia».
Inmediatamente puso manos a la obra para construir chozas donde alojar a sus combatientes y a una veintena de congoleños aburridos y nostálgicos. Una vez más, dispuso que tomaran clases diariamente para combatir la desgana que amenazaba con abrumarlos, pero no tardó en advertir que debería lidiar con otros problemas. Se enteró de que además de los pastores civiles de la zona, había varios miles de tutsis armados que se habían aliado con los congoleños. Habían huido de Ruanda unos años antes, cuando ésta se independizó de Francia, y sus enemigos tradicionales de la etnia hutu empezaron a masacrarlos. Combatían con la esperanza de que la victoria en el Congo extendiera la revolución a su país, pero a pesar del matrimonio de conveniencia, ruandeses y congoleños se llevaban muy mal, y en los meses siguientes esa enemistad causaría tantos problemas como la dawa.
Al cabo de unos días lo afectó una fiebre muy alta con delirios y tardó un mes en recuperar las fuerzas y el apetito. No fue el único afectado; diez de los treinta cubanos padecieron algún tipo de fiebre. «Durante el primer mes —escribió—, no menos de una decena de compañeros pagaron el noviciado en la tierra hostil con estas fiebres violentas cuyas secuelas eran tan molestas».
Apenas recuperó la salud, Laurent Mitoudidi le dio la orden de conducir una fuerza de dos columnas rebeldes contra un bastión enemigo en Albertville. «La orden es absurda —escribió—… nosotros somos sólo 30, de los cuales hay 10 enfermos o convalecientes». Pero a pesar de sus reservas, quiso evitar un paso en falso y dijo a sus hombres que se prepararan para combatir.
Se ocupaban de esos preparativos cuando el 22 de mayo llegó un mensajero congoleño con la noticia de que había llegado «un ministro cubano». A esa altura el Che estaba habituado a los rumores más inverosímiles, ya que la «Radio Bemba» de los congoleños era tan activa como la de Cuba, pero al día siguiente, para su estupor, llegó nada menos que Osmany Cienfuegos a la cabeza de un contingente de diecisiete cubanos. Otros catorce permanecían en Kigoma a la espera de un bote para cruzar el lago. Así, los guerrilleros cubanos sumaban más de sesenta.
«En general, las noticias que traía [Osmany] eran muy buenas —escribió el Che—. Personalmente, sin embargo, trajo para mí la noticia más triste de la guerra: en conversaciones telefónicas desde Buenos Aires, informaban que mi madre estaba muy enferma, con un tono que hacía presumir que ése era simplemente un anuncio preparatorio… Tuve que pasar un mes en la incertidumbre, esperando los resultados de algo que adivinaba pero con la esperanza de que hubiera un error en la noticia, hasta que llegó la confirmación del deceso de mi madre… No llegó a conocer una carta de despedida para ella y mi padre dejada en La Habana».[101]
El hecho de incluir un pasaje tan íntimo en su crónica es revelador de hasta qué punto lo había conmovido la noticia, pero «triste incertidumbre» era un eufemismo. Entre los efectos del Che devueltos posteriormente a Aleida había tres obras breves, especie de cuentos muy sombríos y angustiosos, escritos con ese simbolismo atormentado de sus obras juveniles, incluyendo uno que expresaba su dolor por la muerte de Celia madre.[102]
En realidad, Celia había muerto el 19 de mayo, tres días antes de la llegada de Osmany al campamento del Che. A los cincuenta y ocho años, había sucumbido al cáncer, igual que varios hermanos suyos. En los últimos tiempos vivía sola en un pequeño apartamento adyacente al de su hija Celia; veía a sus escasas amistades durante la semana y a sus hijos y nietos los sábados y domingos. Pocos estaban enterados de su enfermedad. Según su nuera María Elena Duarte, la ocultó hasta poco antes del fin, cuando sólo quedaba velar su agonía.
El 10 de mayo la internaron en la exclusiva Clínica Stapler de Buenos Aires, en un cuarto privado con gran ventanal. Cada vez que la visitaba, María Elena encontraba a su suegra mirando por la ventana con embeleso: «Sólo pido un día más», decía Celia.
Amigos como Ricardo Rojo y Julia «Chiquita» Constenla la visitaban y se turnaban en acompañarla. Desesperado por ayudarla a pesar de la prolongada separación, Ernesto padre buscaba la manera de salvarle la vida; incluso fue a la embajada soviética al oír que los rusos habían descubierto una cura para el cáncer. Su presencia seguramente fue reconfortante para Celia, quien confió a María Elena que él era el primer y único hombre en su vida y a pesar de todo aún lo amaba.
Pero el espectro del Che no dejaba de acosarlos. Cuando la administración de la clínica expresó su desagrado ante la presencia de la madre de tan prominente «comunista», la familia la trasladó a otra institución.
Los últimos pensamientos de Celia fueron para Ernesto. Rogó a Ricardo y Julia que llamaran a Aleida en La Habana para conocer su paradero. En marzo, Gustavo Roca, su amigo de la infancia, había visitado al Che en La Habana y llevado una carta para Celia donde decía que estaba a punto de renunciar a sus puestos, cortar caña durante un mes y luego trabajar en una fábrica del Ministerio de Industrias para estudiar los problemas desde abajo. Pero Celia recibió la carta el 14 de abril, cuando el Che había desaparecido y circulaba toda clase de rumores, y la misiva de su hijo la alteró aún más. Al día siguiente escribió una respuesta que Ricardo debía enviar a La Habana con un amigo de confianza.
Unos días después, Rojo se enteró de que Cuba le había negado el visado a su amigo. Celia le pidió que conservara la carta hasta que otro pudiera llevarla.
El 16 de mayo, cuando la muerte de Celia era inminente y aún se desconocía el paradero del Che, Rojo llamó a Aleida por teléfono, pero ella sólo dijo que él no estaba ahí y no podía comunicarse rápidamente. El 18 de mayo, Aleida llamó a Celia. Rojo, que estaba presente, escribió: «Celia estaba casi en coma, pero se sentó en la cama como si hubiera recibido corriente eléctrica. Fue una conversación frustrante, con mucho griterío y una sensación de impotencia».
Celia no se enteró de nada con esa conversación y por eso, en un último esfuerzo inútil, Rojo envió un telegrama al «comandante Ernesto Guevara, Ministerio de Industrias, La Habana. Tu madre muy enferma quiere verte. Te abraza tu amigo. Ricardo Rojo». No hubo respuesta y Celia falleció al día siguiente.
Tres años después, Rojo dio a conocer la última carta de Celia a su hijo en su libro Mi amigo el Che. En ella, expresa su inquietud por la suerte de su hijo, ya que evidentemente da por sentado que el rumor sobre el distanciamiento entre él y Fidel era en cierta medida veraz.
Mi querido:
¿Mis cartas te parecen extrañas? No sé si hemos perdido la naturalidad con que solíamos hablarnos o si nunca la tuvimos y siempre hemos hablado con ese tono levemente irónico que usamos en las orillas del Plata, exagerado por nuestro propio código familiar privado…
Desde que hemos adoptado este tono diplomático en nuestra correspondencia… tengo que encontrar significados ocultos entre líneas y tratar de interpretarlos. Leí tu última carta como leo las noticias…, descifrando o tratando de descifrar los verdaderos significados y las implicancias de cada frase. El resultado ha sido un mar de confusión y una mayor ansiedad y alarma.
No voy a usar lenguaje diplomático. Voy derecho al grano. Me parece una verdadera locura que, con tan pocas cabezas en Cuba capaces de organizar, se vayan todos a cortar caña por un mes… cuando hay tantos y tan buenos cortadores de caña en el pueblo… Un mes es mucho tiempo. Debe haber razones que no conozco. Hablando de tu propio caso, si después de ese mes te vas a dedicar a la administración de una fábrica, una tarea realizada con éxito por [Alberto] Castellanos y [Harry] Villegas, me parece que la locura se ha transformado en ridículo.
No es una madre la que habla. Es una vieja que espera ver el mundo entero convertido al socialismo. Creo que si seguís adelante con esto, no prestarás el mejor servicio a la causa del socialismo mundial.
Si todos los caminos en Cuba se te han cerrado por cualquier razón, en Argel hay un señor Ben Bella que apreciaría que le organizaras la economía o lo aconsejaras sobre ella; o un señor Nkrumah en Ghana que agradecería la misma ayuda. Sí, siempre serás un extranjero. Parece ser tu destino permanente.
Durante su funeral, la foto enmarcada del Che ocupó un lugar prominente sobre el féretro, y María Elena recuerda que sintió mucho pesar por los otros hijos de Celia: «Como si no estuvieran presentes, como si Celia tuviera un solo hijo, el Che». Y por más que doliera a los otros, la observación era atinada. Ese lazo que había unido a Celia con su primer hijo, Ernesto, excluyó hasta cierto punto a los demás y perduró hasta el fin, a la vista de todos.