VIII
Al norte del río Grande los macizos selváticos se elevan hacia el cielo, alzándose en remolinos celestes hacia la piedra lunar parda del remoto altiplano andino. Por encima del límite de la vegetación arbórea aparece un paisaje de cerros pelados y mesetas frías separados por profundas gargantas, donde los caseríos están unidos entre sí por sendas y algún que otro camino de tierra. Los pobladores, en su mayoría indios y mestizos, crían cerdos o vacas; sus plantaciones de maíz y hortalizas forman dibujos geométricos sobre las laderas en torno de sus casas de adobe. La vegetación es escasa; los nativos son capaces de descubrir a un forastero a varios kilómetros de distancia.
Durante dos semanas el grupo del Che avanzó cuesta arriba, cruzando ríos, escalando precipicios y topándose en un par de ocasiones con patrullas del ejército que los rastreaban con perros. A esas alturas todos exhibían algún síntoma de depresión nerviosa. Éste acusaba a aquél de comer un bocado de más, otro decía que lo habían insultado y, como niños, llevaban sus reclamaciones y acusaciones mutuas al Che. Lo más alarmante fue lo que le sucedió a Antonio —Olo Pantoja—, quien un día aseguró que veía venir a cinco soldados; resultó una alucinación. Esa noche el Che se preguntó, inquieto, cómo afectaría la moral de sus hombres esa perturbadora aparición de un síntoma de psicosis bélica.
Escuchó por la radio que Barrientos había puesto un precio a su cabeza (apenas cuatro mil doscientos dólares), a la vez que decía estar convencido de que el Che había muerto. El juicio a Debray, que atraía el interés de los medios internacionales, fue postergado hasta el 17 de septiembre. Otro día comentó: «Un diario de Budapest critica al Che Guevara, figura patética y, al parecer, irresponsable, y saluda la actitud marxista del partido chileno que toma actitudes prácticas frente a la práctica. Cómo me gustaría llegar al poder nada más que para desenmascarar cobardes y lacayos de toda ralea y refregarles en el hocico sus cochinadas».
Tal vez a causa de su impotencia para modificar el curso de los acontecimientos recuperó su humor ácido. Radio Habana informó que la conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad reunida en la capital cubana había «recibido un mensaje de apoyo del ELN»; un mensaje, comentó, que sólo pudo llegar por un «milagro de la telepatía». El retrato emblemático del Che reproducido en enormes carteles y banderas presidió las deliberaciones; Fidel y todos los revolucionarios presentes lo aclamaron como héroe.
A mediados de septiembre llegó la noticia de la detención y el intento de suicidio de Loyola Guzmán, la joven boliviana a la que el Che había designado secretaria general de finanzas en los primeros días, cuando todo parecía tan prometedor. Durante un descuido de sus interrogadores, Loyola se había arrojado por la ventana del tercer piso del Ministerio del Interior para que no pudieran obligarla a delatar a sus camaradas. Aunque sufrió heridas graves, sobrevivió.
El 21 de septiembre el grupo llegó a una altura de dos mil metros, la más alta alcanzada hasta entonces. Por un camino de tierra bajo la luz de la luna se dirigieron a pie hacia Alto Seco, una aldea de cincuenta casas sobre la gran cima rocosa de un cerro. Durante la marcha del día siguiente el Che observó que «la gente tiene mucho miedo y trata de desaparecer de nuestra presencia». Aquella tarde llegaron a Alto Seco, donde los recibieron con una «mezcla de miedo y curiosidad». Allí se enteraron de que el corregidor, o alcalde, había partido el día anterior para avisar al ejército de su presencia. En represalia, el Che se apoderó de las provisiones del pequeño almacén del corregidor, sin escuchar las súplicas plañideras de su mujer de que le pagaran por ellas.
En lugar de partir inmediatamente, pasaron la noche en Alto Seco y reunieron a los pobladores en la escuela, donde Inti explicó la «revolución» a un «grupo de quince asombrados y callados campesinos». El único que se atrevió a hablar fue el maestro, quien les hizo preguntas capciosas sobre el socialismo. El Che lo describió como «una mezcla de zorro campesino, letrado e ingenuidad de niño».
Para esa gente que vivía tan aislada, los guerrilleros barbudos, sucios y armados que irrumpieron en su pueblo eran algo insólito. Algunos los creían seres sobrenaturales. Después de una visita de los guerrilleros, una vecina de Honorato Rojas dijo al ejército que creía que eran brujos porque parecían saber todo sobre todos los pobladores de la zona. Le habían pagado su comida con dinero y ella pensó que eran papeles embrujados que perderían su valor.
Mientras tanto, el ejército había llevado a cabo una guerra psicológica eficaz. Además de sus programas de «acción cívica» a gran escala (construcción de caminos, difusión de propaganda antiguerrillera, entrega de títulos de propiedad a los campesinos y de provisiones a las escuelas rurales), el ejército y la policía habían empezado a recoger información en las comunidades campesinas desde hacía meses. Antes de que los guerrilleros abandonaran Ñancahuazú para operar al norte del río, el pueblo de Vallegrande, sus seis mil habitantes y su guarnición ya estaban en pie de guerra. En abril los militares declararon el Estado de emergencia en toda la provincia, impusieron la ley marcial y advirtieron a la población que «grupos de tendencia castrocomunista, en su mayoría extranjeros, han infiltrado nuestro país con el único fin de sembrar el caos y detener el Progreso de la Nación, realizar actos de bandolerismo, pillaje y asalto a la propiedad privada, especialmente entre el campesinado… Las Fuerzas Armadas, conscientes de sus obligaciones específicas, se han movilizado para detener y destruir la invasión extranjera, tan maliciosa como vandálica».
Desde fines del verano, Vallegrande era la base principal de operaciones de contrainsurgencia militar y reinaba un clima de histeria bélica. Un altavoz en la plaza pública emitía propaganda antiguerrillera, el puñado de estudiantes izquierdistas de la zona estaba en la cárcel, cualquier extraño de aspecto extranjero era detenido e interrogado. El 23 de agosto, según el parte diario del teniente coronel Selich, toda la población de Vallegrande se «movilizó ante un posible ataque Rojo».
El 1 de septiembre, el comunicado del capitán Vargas Salinas dando cuenta de su emboscada a la columna de Joaquín la noche anterior causó euforia —y confusión— en la comandancia de Vallegrande porque en la lista inicial de «exterminados» figuraba el nombre de «Guevara». Los jefes de estado mayor reunidos en La Paz escucharon el comunicado, y el jefe del ejército, general David La Fuente, no pudo disimular su emoción al exigir una aclaración a Vallegrande: «¿Se refiere al Che Guevara?» Poco tardaron en enterarse de que el muerto no era el legendario comandante guerrillero sino Moisés Guevara, pero igualmente expresaron su satisfacción por la victoria.
Para entonces los militares sabían que el Che Guevara estaba hambriento y enfermo y su fuerza estaba muy reducida. Anselmo Mejía Cuellar, uno de los tres soldados tomados prisioneros durante cinco días en agosto, dijo a Selich que se desplazaban poco y muy lentamente, abriéndose paso en el monte a golpes de machete, y estaban «muy sucios». Describió las armas y los deberes de cada guerrillero e hizo algunas observaciones interesantes sobre el Che. «El jefe viaja a caballo… [y] los demás lo sirven como a un Dios, le hacen la cama y le llevan yerba mate. Fuma una pipa de plata… y viaja en el centro [de la columna] con el hombre herido [Pombo, que se recuperaba de una herida en la pierna]; tiene pantalones verdes y camisa de camuflaje con una boina color café… y lleva dos relojes, uno de ellos muy grande». Valerio Gutiérrez Padilla, compañero de cautiverio de Cuellar, dijo que el Che «nunca se quejaba», pero evidentemente estaba «muy mal» porque sus hombres tenían que bajarlo del caballo.
Cuando los guerrilleros llegaron a Alto Seco, el ejército ya sabía de su presencia y se movilizaba para perseguirlos. El 24 de septiembre, la guarnición de Vallegrande envió un regimiento a instalar una base de operaciones de vanguardia en la aldea de Pucará, quince kilómetros al noroeste del avance guerrillero.
Los guerrilleros partieron de Alto Seco y durante dos días deambularon a paso lento y al descubierto. En medio de lo que llamó un «ataque al hígado», el Che parecía estar perdido en un ensueño al describir «un naranjal lindísimo» donde se detuvieron a descansar. Al acercarse al poblado siguiente, Pujío, anotó al pasar que compró un cerdo «al único campesino que quedó en su casa… El resto huye al vernos».
Al leer estos pasajes, es inevitable la conclusión de que el Che se distanciaba de su situación y se convertía en testigo curioso de su propia marcha inexorable hacia la muerte. Porque violaba las normas más sagradas de la guerra de guerrillas: se desplazaba al descubierto sin saber qué le aguardaba, sin el apoyo de los campesinos y con la conciencia de que el ejército conocía sus movimientos.[*]
Un poema escrito por él durante esa odisea sugiere que él sabía que su tiempo estaba a punto de acabar. Dirigido evidentemente a Aleida, era una especie de testamento titulado «Contra viento y marea»:
Este poema (contra viento y marea) llevará mi firma.
Te doy seis sílabas sonoras,
una mirada que siempre lleva (como un pájaro herido) ternura,
una ansiedad de agua tibia y profunda,
una oficina oscura donde la única luz es la de estos versos míos
un dedal muy usado para tus noches aburridas,
una fotografía de nuestros hijos.
La bala más hermosa en esta pistola que siempre me acompaña,
la memoria imborrable (siempre latente y profunda) de los niños
que, un día, tú y yo concebimos,
y el pedazo de vida que me resta.
Esto lo doy (convencido y feliz) a la Revolución.
Nada que pueda unirnos tendrá mayor poder.
A medida que los campesinos propagaban la noticia de su avance lento, los corregidores de las aldeas corrían a avisar al enemigo. El 26 de septiembre, en el miserable caserío de La Higuera, situado en una pequeña cuenca entre dos crestas, hallaron solamente mujeres y niños porque todos los hombres, incluidos el corregidor y el telegrafista se habían marchado. El Che envió una partida a explorar el camino hacia el pueblo siguiente, llamado Jagüey, pero en la primera loma al salir de La Higuera cayeron en una emboscada. Allí murieron inmediatamente los bolivianos Roberto Coco Peredo y Mario Julio Gutiérrez, junto con el cubano Manuel «Miguel» Hernández. Camba y León, bolivianos, aprovecharon la oportunidad para desertar. Benigno, Pablo y Aniceto sobrevivieron para volver a La Higuera, pero Benigno estaba malherido y Pablo se había fracturado un pie.
El golpe devastador era obra de los soldados de Vallegrande. Desde su base, el teniente coronel Selich informó sobre los tres guerrilleros muertos y a continuación se jactó de que sus soldados «no habían sufrido una sola baja, herida o siquiera un rasguño. Una victoria suprema obtenida por el Tercer Grupo Táctico para el Ejército Boliviano».
Ahora que husmeaban la victoria inminente, las unidades competían para ver cuál ganaría el trofeo máximo: la derrota final del Che Guevara. El coronel Joaquín Zenteno Anaya, jefe de la Octava División; su jefe de inteligencia, coronel Arnaldo Saucedo, y el asesor de la CIA Félix Rodríguez estaban en Vallegrande. Distintas unidades patrullaban la zona desde bases situadas delante y detrás del grupo guerrillero, en Alto Seco y Pucará. El flamante cuerpo de rangers, entrenado por el ejército norteamericano, fue a reforzar la unidad en Pucará.
Después de la emboscada a la salida de La Higuera, el Che y los supervivientes intercambiaron disparos con el enemigo apostado en las alturas y huyeron hacia un cañón. Al día siguiente, buscando una salida de la trampa, treparon a una altura mayor y encontraron un bosquecillo donde ocultarse. Permanecieron allí durante tres días, observando a los soldados que pasaban por un camino situado en la ladera, frente a ellos. Otros soldados estaban apostados en una casa vecina. Cuando los soldados desaparecieron de la vista, el Che envió exploradores a buscar agua, espiar los movimientos del enemigo y hallar una ruta de fuga hacia el río Grande. Pero por el momento estaban rodeados.
Los tres guerrilleros muertos, transportados a Vallegrande en mula y en jeep, estaban tendidos en su propia sangre en el hospital Nuestro Señor de Malta. El 27 de septiembre, Selich observó que «el pueblo asombrado de Vallegrande sólo se atreve a mirarlos desde lejos». La noche siguiente, las tropas que realizaron la emboscada regresaron a la base y se les «rindió tributo» en un festejo dispuesto por el coronel Zenteno Anaya. Después de que una comisión del gobierno procedente de La Paz identificara los cadáveres, Selich cumplió nuevamente la tarea de enterrarlos. Según su anotación del 29 de septiembre a las once de la noche: «En absoluto secreto y en alguna parte, los restos de los mercenarios rojos muertos en la acción de [La] Higuera fueron enterrados».
El 30 de septiembre, el presidente Barrientos llegó a Vallegrande con un gran séquito de funcionarios y periodistas para festejar la reciente victoria. Esa misma noche, a escasos cincuenta kilómetros de allí, el exhausto Che y sus hombres salieron de su escondite para descender cautelosamente hacia el desfiladero, evitando el contacto con los campesinos cuyas parcelas diminutas estaban desparramadas por la región. La radio difundía noticias de la gran movilización militar en curso; un informe hablaba de mil ochocientos soldados en la zona; otro decía que «el Che Guevara estaba rodeado en una quebrada»; otro, que sería «juzgado en Santa Cruz». Entonces se informó de la captura de Camba y León. Evidentemente habían «hablado», hasta el punto de revelar que el Che Guevara estaba enfermo. «Así acaba la historia de dos heroicos guerrilleros», anotó con disgusto en su diario.
El 7 de octubre, los guerrilleros se encontraban en un desfiladero abrupto cerca de La Higuera, donde un estrecho pasadizo natural desciende hacia el río Grande. Avanzaban lentamente porque el Chino Chang había perdido las gafas y de noche estaba casi ciego. De todas maneras, el ánimo del Che era bastante bueno ya que anotó en su diario: «Se cumplieron los once meses de nuestra inauguración guerrillera sin complicaciones, bucólicamente».
Al mediodía sorprendieron a una anciana que sacaba a pastar sus cabras y la tomaron prisionera por precaución. Dijo que no sabía nada sobre los soldados, ni sobre ninguna otra cosa. El Che, suspicaz, envió a Inti, Aniceto y Pablo con ella a su choza miserable donde vivía con una hija enana. Le dieron cincuenta pesos y le dijeron que no hablara con nadie, aunque «con pocas esperanzas de que cumpla», anotó el Che.
Quedaban diecisiete guerrilleros. Esa noche partieron cuesta abajo «con una luna muy pequeña», caminando por una hondonada estrecha cuyos bordes estaban sembrados de patatas. A las dos de la mañana detuvieron la marcha debido a la ceguera nocturna de Chang. El Che escuchó un informe «extraño» según el cual las tropas habían rodeado a los guerrilleros en un lugar entre los ríos «Acero» y «Oro». «Parece una noticia diversiva», escribió. También apuntó la altura: «2000 metros». Es la última anotación de su diario.